Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
denota dicha aserción es que él ponía en el centro de “la problemática interna”, la ausencia de un gobierno capaz de contener el poder de las secciones, al igual que “de dirigir a la sociedad por [sí] mismo”, o sea, “sin claudicar ante [las] influencias” de la esfera regional (p. 35), razón por la cual resultaba imprescindible llevar a cabo una “Regeneración administrativa fundamental” para evitar caer en la “catástrofe” (Martínez, 2001, p. 433).22
Hay que aclarar, empero, que esta consigna base del programa regenerador había sido enunciada años atrás durante la posesión del general Julián Trujillo, acto en el que Rafael Núñez, en su calidad de “Presidente del Senado” (Francisco, 1893, p. 61), expresó lo que se transcribe a continuación:
El país se promete de vos, Señor, una política diferente; porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este preciso dilema: regeneración administrativa fundamental o catástrofe. Demostrad, Señor, en una palabra, que la moral política es la fuerza social que domina todas las formas de progreso, y restableced por ese medio la confianza. (Francisco, 1983, p. 61)23
La política diferente por la que abogaba el nuñismo consistía en priorizar el bien común frente a los intereses de quienes detentaban el mando, rompiendo con esto “la tradición casi sin escrúpulos” de los funcionarios oficiales de anteponer el beneficio personal al de la comunidad (Francisco, 1983, p. 62). El Gobierno era, por ende, el responsable de hacer respetar el interés general de acuerdo con las normas establecidas, precepto en el que se apoyaba el cartagenero para argüir que la libertad de los colombianos debía asegurarse, como también lo creía Miguel Antonio Caro, mediante el ejercicio de la autoridad, tarea primordial del Estado.24 Los conceptos de libertad y orden eran entendidos, dentro de este marco, como equivalentes:
Libertad y orden, son en su esencia elementos sinónimos, y no antagonistas o diversos siquiera, como erradamente se ha pretendido por muchos. La libertad abstracta es el seguro ejercicio del derecho simplemente, y la libertad concreta es el seguro ejercicio de ese derecho en todos y cada uno; de donde resulta el orden político y social.
Pero ¿qué es el derecho? El derecho es el sér mismo, la vida moral y material: sentir, pensar, discutir, moverse, asociarse, creer, producir —cada cual en su órbita—, esto es, sin invadir ni embarazar la vida moral y material de otro. […]
[…] El Gobierno es la garantía del derecho de todos. (Núñez, 1945b, p. 46)25
Tanta era “la importancia y la exigencia que [tenía] el oficio de gobernar” que el “liderazgo político del presidente” debía asegurarse no solo a través del recto desempeño de sus funciones, sino también, cuando fuera necesario, por medio del uso de la fuerza, puesto que era “su deber supremo, reinstaurar la confianza, el reconocimiento y el respeto de la autoridad” (Francisco, 1983, p. 63).
La conclusión a la que Rafael Núñez arribaba por esta vía sugería que no todos los seres humanos eran aptos para dirigir los destinos de un país; únicamente lo eran quienes fueran competentes para sobreponerse “a lo particular, al apasionamiento, a la soberbia”, y poseyeran “al mismo tiempo, la firmeza de carácter y la capacidad de análisis frente a las circunstancias inmediatas y la previsión y oportunidad de acción” (Francisco, 1983, p. 63).26 La facultad de gobernar estaba en consecuencia restringida a unos pocos que comulgaban con el ideal regenerador. En los términos de María del Pilar Melgarejo Acosta (2007):
La idea de que exis[tía] un “espíritu de la regeneración” encargado de penetrar o irradiar el cuerpo nacional, [era] sin duda una retórica que le da[ba] fuerza al programa político del gobierno pero que al mismo tiempo deja[ba] a la intemperie a aquellos que no [querían] participar bajo sus directrices. La llamada “regeneración práctica” se [convirtió] en una regeneración metafísica, “espiritual”, esta condición, el estar de cierta manera por fuera del ámbito de lo terrenal la [erigió] en una idea inaprensible —solo algunos pose[ían] su verdad— y al mismo tiempo en una idea totalizadora, bajo cuya sombra se cobija[ban] todos los ideales del gobierno: autoridad, orden, disciplina, paz, ley y religión. (p. 76)
Inscritos en este ámbito, los regeneracionistas vieron en la Constitución de 1886 el comienzo de una nueva época: basados en que era imperioso emprender un resurgimiento frente “a las amenazas que [volvían] al hombre en un ser egoísta, soberbio y materialista” (Francisco, 1983, p. 67), le otorgaron al movimiento regenerador el carácter de revolución moral. Rafael Núñez explicaba esta cuestión como sigue:
En la general condición de las cosas al presente, la reacción religiosa —que es la reacción moral— se hará sentir en todos lados, porque no queda otra solución a tantas dificultades […] estamos en Colombia en época de revolución moral; revolución que no es sino breve rama de lo que ocurre en todo el mundo civilizado, al cual puede también aplicarse el lema de 1878: Regeneración ó Catástrofe. (Francisco, 1983, p. 67)27
Un elemento a destacar es que el papel que tanto Rafael Núñez como Miguel Antonio Caro le asignaron a la religión católica como “guía de los pueblos” fue el sustrato a partir del cual el filólogo bogotano acuñó su idea de virtud, asiento “de la felicidad privada y pública” (Mesa Chica, 2014, p. 93). Desde su perspectiva, “la virtud [era] la perfección de la vida moral, perfección de la conducta y de los propósitos, con base en los principios del cristianismo” (p. 94).
Las “doctrinas políticas”, por ende, debían derivarse de “principios morales” y estos, a su vez, de “verdades religiosas” (Mesa Chica, 2014, p. 98), precepto en el que se fundamentó para proponer un par de premisas que igualmente eran compartidas por el nuñismo: a) que “el progreso material”, “para ser ‘plausible’”, debía “estar subordinado al orden moral” cimentado en el credo católico (p. 95), y b) que el político tenía que ser un “hombre virtuoso y su acción desinteresada, porque le [correspondía] la tarea de educar y orientar a la sociedad” (p. 111).
La forma de lograr el bien común radicó para ambos en la conjunción de tres nociones (orden, justicia y perfección) que estaban estrechamente ligadas a la preponderancia del catolicismo en la sociedad.28 Instaurar el orden político y social que ambos pretendían requirió, por consiguiente, de la puesta en marcha de un par “empresas prioritarias”: por un lado, llevar a cabo una reforma legislativa de gran alcance, para lo cual se procedió a sancionar la carta magna de 1886, y por el otro, otorgarle a la “Iglesia” un papel primordial en la escena nacional concediéndole, entre otras cosas, la potestad absoluta sobre la instrucción pública y la vida familiar (Martínez, 2001, p. 432).
La firma del Concordato con el Vaticano en 1887 fue lo que garantizó que la Iglesia se erigiera en “un actor de primera importancia en la sociedad colombiana” al permitir que recuperara las propiedades que anteriormente le habían sido confiscadas y fuera indemnizada por aquellas otras que habían sido vendidas “a particulares en cumplimiento de los decretos de desamortización” (Martínez, 2001, p. 432). Igualmente, recobró “el fuero eclesiástico” y le fueron confiados “el estado civil, los cementerios y la inspección educativa” (p. 432).
La unión del poder temporal con el espiritual se explica, de acuerdo con el análisis efectuado por José David Cortés Guerrero (1997), tanto en virtud de las directrices trazadas por los regeneradores, como en función de los intereses particulares de la Iglesia.29 En su lenguaje:
Los gestores de la Regeneración fueron conscientes de que la Institución eclesiástica y la religión católica constituían elementos ideológicos fundamentales que no podían desestimar, máxime cuando se buscaba justificar el orden social existente por medio de las explicaciones respaldadas por leyes naturales y divinas, que la Iglesia argumentaba en defensa de sus privilegios y los de sus pares. […]
[La actuación seguida por los regeneradores coincidió, además, con] un proceso propio de la Iglesia católica a nivel mundial, la Romanización-ultramontismo […]. Ambos procesos tuvieron características similares: vieron un enemigo que debían combatir; lucharon por reconquistar privilegios perdidos o en peligro; [y] buscaron reafirmación a nivel de la sociedad […].