Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
que la Iglesia expandiera su control sobre la población, utilizando la mediación estatal, también supuso la construcción de una “formidable empresa retórica” que, negando el cosmopolitismo del mundo moderno, prohibía “la entrada de las ‘ideas disociadoras’ que llega[ban] de ultramar” (Martínez, 2001, p. 433).
La comprensión adecuada de este planteo obliga a recordar que, aunque en su primer mandato Rafael Núñez había recurrido a la experiencia europea como fuente de legitimidad de su programa político, al materializarse el proyecto regenerador, cuestionó su validez para dar cabida a una nueva legitimidad afincada en la “autenticidad” de los colombianos, dando con esto origen al “discurso nacionalista de la Regeneración” (Martínez, 2001, p. 363).
Europa se erigió de esta forma, para el cartagenero y para sus seguidores, en un lugar que encerraba una “honda complejidad” que podía resultar negativa para la consolidación del Estado (Francisco, 1983, p. 20). Factores tales como “el gran contraste de su desarrollo material, coexistiendo con la proliferación infinita de la miseria”, “la amenaza moral y religiosa del materialismo ateo” y “la ciega e inhumana competencia económica” (p. 20), ocasionaron que el imperio del orden fuera instituido sacando a la luz los errores provenientes del extranjero.
Francia fue el país que simbolizó para “las elites colombianas la quintaesencia del mal europeo y el arquetipo de la corrupción moral y social” (Martínez, 2001, p. 438), al grado que la “imagen de París como una nueva Babilonia, ciudad de placeres, vicios y corrupción” (p. 440) se volvió frecuente entre los connacionales.31
Inglaterra, en contrapartida, fue el modelo a seguir desde el punto de vista político, mientras que España lo fue desde el punto de vista moral: en cuanto a la primera, la reivindicación de “la sabiduría política” (Martínez, 2001, p. 451) de los ingleses se debió a que, en antítesis a la impronta desestabilizadora del modelo francés, en aquélla “el espíritu de libertad est[aba] contrabalanceado por la conciencia de la necesidad del orden” (p. 452). Frente a la segunda, el mundo hispánico fue enaltecido tanto por simbolizar a la madre patria, como por encarnar la fe católica, principio sine qua non de la Regeneración.
Fruto “del miedo a la contaminación europea” (Martínez, 2001, p. 449) fue igualmente el rechazo a la inmigración.32 En el discurso pronunciado por Rafael Núñez ante el “Congreso constitucional” (Núñez, 2014, p. 1217) instalado el 20 de julio de 1888 él arguyó al respecto lo siguiente:
Tampoco es dado á la mano del hombre acelerar el cronómetro providencial del destino de cada pueblo, como no le es posible anticipar el cambio de las estaciones. […]
La inmigración en larga escala debe, por consiguiente, ser precursora de la multiplicación de los rieles; y sólo Dios sabe —como lo hacen temer ejemplos contemporáneos— si el problema de la inmigración no guarda en su seno amenazadoras incógnitas, que pueden ser causa de relativo consuelo de su retardo, mientras logramos fortificar elementos propios suficientes para la defensa de nuestra nacionalidad. (Núñez, 2014, p. 1229)33
Lo interesante de este devenir es que la defensa de la nacionalidad llevó a ensalzar la autenticidad nacional, noción que en Carlos Holguín mutó hacia un encumbramiento de la felicidad nacional frente a la felicidad ficticia que exhibían otros países, ratificando así la ideología anticosmopolita que distinguió a la retórica oficial de las postrimerías del siglo XIX.
Hacia 1892, posiblemente influido por “las reflexiones de su cuñado Miguel Antonio Caro, quien predica[ba] sin cesar la paciencia frente a las ilusiones de la modernidad” (Martínez, 2001, p. 466),34 Carlos Holguín enunció cuáles eran a su modo de ver las condiciones bajo las cuales los connacionales podían ser felices:
Debemos aprender [...] a vivir con lo que tenemos, y a no vivir atormentados con el espejismo del extraordinario progreso material de otros países. Ni la riqueza es por sí sola elemento de felicidad para los pueblos, como no lo es tampoco para los individuos, ni a su consecución se pueden sacrificar otros bienes de orden superior. Colombia sería uno de los países más felices de la tierra, con sólo que nos diéramos cuenta de nuestra felicidad. […] Veo un peligro serio en la impaciencia que se ha apoderado de algunos espíritus porque lleguemos de un salto a ser millonarios, a decuplicar nuestras rentas, a ver nuestro territorio cruzado por ferrocarriles, y a decuplicar también nuestra población trayendo los sobrantes de otras regiones. […]. Yo querría que muchos de nuestros conciudadanos fuesen a los grandes centros de la civilización […] a penetrar algo en el fondo de aquellas sociedades, y nos dijeran si habían hallado la felicidad en el seno de aquellas multitudes […]. Yo las he visto de cerca durante años enteros y puedo deciros que somos muy felices, que no cambiaría nuestro atraso por la prosperidad de ninguno de los países que he visitado. Nuestra gran necesidad aquí es la paz, para que a su sombra se vayan desarrollando paulatinamente, pero de modo estable, los gérmenes de nuestras diversas industrias. Y esto sin gravar a las generaciones venideras con el pago de empréstitos, y sin poner en peligro nuestros derechos señoriales con grandes masas de emigrantes. (Martínez, 2001, pp. 466-467)35
Los planteamientos proferidos en la cita no solo exhortaban a reivindicar el progreso moral frente al progreso material, sino que además insistían en la amenaza que podría suponer para la élite colombiana la entrada al territorio patrio de numerosos inmigrantes que, con sus ideas y costumbres, pusieran en riesgo la estabilidad del orden regenerador.
Lógicamente, la postura de Carlos Holguín no era producto de la casualidad sino que constituía un testimonio tangible de la crisis en la que se hallaba el régimen: el inconformismo sentido por la población a causa de las penurias económicas que exteriorizaba el país, patentizadas en el exceso de papel moneda, en el exclusivismo político, en la represión estatal y en las irregularidades electorales perpetradas por el partido nacionalista, ocasionó que al iniciar los años noventa, desde distintos ámbitos, se clamara por reformar la Constitución de 1886.
Una petición semejante suponía para los líderes del movimiento un peligro inminente, pues sabían que en el pasado esa exigencia había marcado el comienzo del fin para el radicalismo liberal. En vista de lo anterior, ellos comprendieron que la manera de permanecer en el poder era cimentar el orden social en el afianzamiento de la autoridad estatal.
La urgencia era doble: a corto plazo, “contener la sociedad para evitar” la “explosión” de un conflicto mayor, y a largo plazo, "transformar” esa sociedad “inculcando a las generaciones futuras el respeto” a la institucionalidad plasmada en la carta magna (Martínez, 2001, p. 470). La conservación de la paz en la cual fundaba Carlos Holguín la prosperidad de la patria implicó, en consecuencia, hacer uso de todos los medios posibles para asegurar que la anarquía no se apoderara de Colombia.
Vale subrayar que las críticas elevadas al poder central, propiciaron que Carlos Holguín empezara a culpar a la oposición de tener “dos morales”, porque no aplicaba a “la cosa pública los mismos principios con que se [gobernaba] en lo privado” (Holguín, 1893, p. 5).36 Tal dualidad lo llevó a aseverar que existía una clara diferenciación entre la “conciencia” que se manifestaba en “la casa” (el ámbito de lo privado) y la que se mostraban en “la calle” (el ámbito de lo público) (p. 19), argumento que rememoraba la crítica proferida en 1885 por Rafael Núñez en contra de los funcionarios que en el seno del hogar abandonaban “sus opiniones ficticias” (Núñez, 1986, p. 76).
La materialización de un orden autoritario supuso entonces llevar a cabo cinco operaciones. La primera fue contratar congregaciones religiosas europeas para que a través de la educación disciplinaran a los colombianos, accionar que, si bien rindió sus frutos en cuanto al robustecimiento del catolicismo en el país, no obró de la misma forma en cuanto a contener a las masas. Una muestra de ello es que en la revuelta urbana que se produjo en 1893 en Bogotá, los artesanos culparon a los salesianos de representar una “competencia desleal” para “los modestos talleres de la ciudad” (Martínez, 2001, p. 491).
La segunda fue restringir la libertad de prensa aduciendo que los diarios eran los que