Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
Mérou revelaba en lo concerniente a este punto una agudeza que no se percibía en su compañero de recorrido: en su discurso, el interior de la ciudad, su alma o su “espíritu” (García Mérou, 1989, p. 118), encarnado tanto en la intimidad de la casa bogotana como en la cultura, los modales y la educación de los citadinos, era equiparable a la hegemonía que mantenía el centro en el ámbito nacional. La aserción precedente la ratificaba arguyendo que los “nombres distinguidos en la ciencia, en las artes y en la política” que habían llenado los anales de la “historia de Colombia” se habían “acogido” a su “seno cariñoso”, pues era usual que “los talentos más notables” acudieran “a ella del confín de la República, como creyendo indispensable su consagración” (p. 117).
El extranjero que logró enunciar de forma más explícita la importancia que tenía Bogotá en la esfera nacional fue el suizo Ernst Röthlisberger,66 quien curiosamente había coincidido a finales de 1881 en La Guaira con los dos diplomáticos argentinos.67 Las apreciaciones que efectuó sobre la realidad citadina trascendieron la dualidad interior-exterior para convertirla en una antítesis centro-región.68
Su llegada a la urbe se produjo porque había sido contratado por el Gobierno, gracias a las gestiones de “Carlos Holguín, Ministro Plenipotenciario de Colombia acreditado ante las cortes española e inglesa” (Röthlisberger, 1993, p. 17), para dictar en el “curso académico” (p. 18) que arrancaba en 1882 “la cátedra de Filosofía e Historia de la Universidad Nacional” (p. 17). Las discrepancias existentes entre las costumbres que observó en las regiones y la cultura que percibió en la capital no solo lo condujeron a certificar la primacía intelectual de esta última sobre el resto de la patria, sino que a la vez lo habilitaron para calificar a Colombia como un entorno “de violentos contrastes” (p. 85).
Usando la misma correlación capital-país identificada por Miguel Cané y Martín García Mérou, él aseveró que, aunque muchas casas parecieran insignificantes en su portada, adentro se distinguían “por la comodidad”, la “pompa de la instalación” y el lujo de los salones (Röthlisberger, 1993, p. 124). La otra cara de la moneda estaba personificada por los arrabales de la ciudad, donde era frecuente encontrar
a los indios […] agrupados a docenas en algunas de las muchas tabernas o tiendas, de pie junto al mostrador tomando la bebida popular, la chicha, un líquido amarillo y espeso, parecido al vino nuevo y hecho de maíz fermentado [que poseía] […] fuertes efectos embriagantes. (Röthlisberger, 1993, p. 107)69
Un tópico que es pertinente resaltar es que García Mérou no vio con la misma aquiescencia que Miguel Cané el hecho de que el entorno bogotano exteriorizara las carencias urbanísticas antes señaladas: aunque admitió en Impresiones que la urbe progresaba, fue reiterativo en que la forma en que lo hacía era demasiado lenta, bien fuera porque se encontraba “entrabada por mil causas extrañas”, o bien porque era “detenida por mil corrientes contrarias” (García Mérou, 1989, p. 119).
La legitimación de esa primacía del interior (el espíritu bogotano) sobre el exterior (el desarrollo de la capital) es palpable en su discurso, pero esto no le impidió cuestionar el papel cumplido por el poder central en la falta de modernización urbana que presentaba Bogotá. Llama la atención que la responsabilidad de ese devenir recayó en su relato en las “instituciones”, las cuales a su modo de ver “ha[bían] llevado el respeto y el anhelo de la libertad, hasta un extremo peligroso y perjudicial”, convirtiéndose así en “una amenaza constante para la tranquilidad pública y el desenvolvimiento de la riqueza nacional” (García Mérou, 1989, p. 119).
La génesis de tal situación se encontraba en “el afán de la política” (García Mérou, 1989, p. 119): los continuos debates que se fraguaban entre los habitantes alrededor del que iba a ser el próximo candidato presidencial, estimulando una “alarma” permanente en “los ánimos”, eran para él síntoma irrefutable de que la población padecía de ese “mal general” (p. 119), el cual se evidenciaba en la ciudad a través de los duelos que se disputaban a plena luz del día, en los “carteles insultantes” y en los “pasquines difamatorios y virulentos” que se exhibían “en las esquinas de las calles principales” (p. 120).
En su concepto, tales actitudes, en su condición de remanentes del legado español, de vestigios “de fiereza y de atraso bárbaros” (García Mérou, 1989, p. 119), debían ser extirpadas si se quería posicionar a Bogotá en un sitio destacado dentro de las capitales hispanoamericanas. La ausencia de modernización urbana respondía, en su pensamiento, por consiguiente, a un problema estructural en el que la política cumplía un rol cardinal.70
La explicación dada por Martín García Mérou a la inacción modernizadora gubernamental no pasó inadvertida para los letrados colombianos, testimonio de lo cual es que fue utilizada por los detractores de la Regeneración (aunque también por los defensores del régimen, cuando querían demostrar que el Ejecutivo era atacado de manera injusta por la oposición), para legitimar su petición de materializar un cambio de rumbo.
Esta constatación es cardinal para entender lo sucedido en la esfera bogotana porque afectó significativamente durante los decenios en estudio la actuación de los entes encargados de administrar la ciudad: a pesar de los intentos realizados tanto desde la Alcaldía como desde el Concejo municipal por mejorar el espacio citadino, las medidas adoptadas con ese fin fueron torpedeadas por una serie de intereses políticos que dificultaron su aplicación. Y fue precisamente en medio de esta atmósfera en donde el debate sobre la disyunción administración-política cobró una fuerza notable.
Los regeneradores se caracterizaron por reivindicar la instauración de un orden regido por la fe católica (a semejanza de un orden divino), por la tradición hispánica, por el anticosmopolitismo y por la antimodernidad. El país que emanó de la lógica regeneracionista se cimentó “en el predominio de la definición negativa, de la definición por el enemigo” (Martínez, 2001, p. 540), a través de la cual se impuso una distinción entre quienes eran ejemplo moral y espiritual de la sociedad (los que detentaban las virtudes) y quienes buscaban con su comportamiento conducir al territorio patrio al caos. Los primeros eran los únicos capacitados para gobernar, mientras que los segundos debían ser disciplinados para “exorcizar los defectos [y] las taras” (p. 541), labor que podía realizarse mediante la contención policial.
Los sucesos posteriores pusieron en evidencia los efectos perniciosos de este proceder, tal como lo demuestra la desazón mostrada por Rafael Núñez ante la “neurosis radical incurable” de los “anarquistas colombianos” que se manifestaba en un “incesante anhelo de cambios” (Núñez, 1950, p. 154),71 o como lo acreditan las cartas escritas por Carlos Holguín a El Relator para responder a los ataques proferidos en el diario a la Regeneración. La estratagema acuñada por Miguel Antonio Caro para frenar este devenir se plasmó, en cambio, en un afianzamiento de la autoridad a través del ejercicio de la represión, actuación que terminó dando origen a la Guerra de los Mil Días.
Hay que recalcar que las voces de inconformidad ante las circunstancias imperantes aparecieron casi de inmediato al ganar el partido nacionalista las elecciones de 1892, pero solo fue hasta después del estallido de la conflagración que la opinión pública exigió al unísono una reforma estructural del andamiaje institucional. La prensa capitalina, consciente de que debía suministrar una explicación verosímil con respecto a las penurias por las que estaba atravesando el país, llamó la atención sobre la urgencia de emprender un viraje en todos los niveles.
La instauración del orden moral, social y político que distinguió al movimiento regenerador fue tempranamente evidenciado por los extranjeros que visitaron la capital bogotana al comenzar la década de 1880, quienes describieron la ciudad en función de una dicotomía interior-exterior que se tradujo en la exaltación de la intimidad de las casas de la élite local frente al aspecto del damero bogotano. El muladar que por entonces personificaba la urbe fue, por consiguiente, minimizado para poder enaltecer la cultura de una minoría de