El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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¡Hay que levantarse, que al que madruga, Dios le ayuda!

      Los vendedores ambulantes voceaban sus mercancías por la calle:

      —¡Espárragos y cardillos, ricos conejos de esta noche!

      Otros, su servicio:

      —¡El afiladoooooor! ¡Fruiiiiiiiii, fruiraaaaa! —haciendo sonar su chiflo característico.

      Sus voces y sonidos eran mi despertador. Me levantaba de un salto, me asomaba al balcón y miraba desde su balaustrada para adivinar si el día me depararía una nueva jornada de juegos y aventura con mis amigos.

      Al bajar a la cocina ya me estaba esperando la abuela con un buen tazón lleno de café con leche, repleto de pan ensopado. Me lo tomaba deprisa… ¡y a correr! Ya mi pandilla debería de andar por la plaza.

      —¡Anda, hoy es domingo! —me sorprendía algún día. Y no lo sabía por haber mirado el calendario que colgaba en la cocina. Lo sabía porque, al bajar, me encontraba con los churros calentitos ensartados en un junco del río que la abuela había bajado a comprar a la plaza del pueblo, antes de que me levantase.

      Al lado derecho del portal, una puerta de cristalera con visillos bordados de flores multicolores y pasamanería de ganchillo daba paso al comedor, como entonces se denominaba a esa estancia, aunque casi nunca se comía en él. Allí dentro había un aparador con dos puertas, una a cada lado del frontal, y en ellas, talladas en su negra madera, unas barbudas cabezas enfrentadas de guerreros con casco y penacho. En el centro del sólido mueble, entre las barrocas puertas, tres cajones cerrados con una llave.

      Mi abuela me lo tenía advertido:

      —¡Ese aparador no se abre!, ¿entendido?

      Eso despertaba aún más mi curiosidad y, en mi rebeldía infantil, alguna vez intenté incumplir aquella orden. No lo conseguí. Mi abuela, consciente de mi actitud traviesa, guardaba el llavín en algún lugar para mí desconocido. Y así quedó ignorado el misterioso enigma del aparador con cabezas de guerreros barbudos.

      En el centro, una mesa de madera maciza del mismo estilo acogía seis sillas. Sus respaldos también tenían tallas parecidas. Reproducían las mismas cabezas de guerreros con casco militar de alguna época pasada y sus patas, también talladas, terminaban en forma de garras recogidas de algún felino. A mí esas barbudas figuras me producían cierto respeto.

      También había un diván; de esos que llamaban cheslon y frente a él, una de esas mesas camillas con faldas verdes que, en invierno, cobijaba bajo ellas un brasero de ascuas de carbón y picón protegido con una alambrera. Próximo a la ventana, un sillón de mimbre con dos mullidos cojines era el lugar de recogimiento donde, en silencio, a mi padre le gustaba leer.

      Después de comer, recuerdo ver a mi padre, con la habitación en penumbra, dormir plácidas siestas en ese sofá. La ventana, abierta, con la persiana verde de lamas de madera bajada para que «no entrase el calor», decían, mantenía el ambiente fresco. Se estaba bien allí en aquellos calurosos días de verano.

      —¡Niño, a callar, que padre está durmiendo! —me advertía mi abuela—. Tú súbete un poquito a dormir también, que ahora hace mucho calor…, y si no, ala…, ¡a la calle!

      A esas horas del mediodía en la calle no había nadie. El sol «derretía los sesos», se decía. Me subía a la habitación a releer mis tebeos del Guerrero del antifaz o del Capitán Trueno y a esperar a que refrescara para jugar a las canicas con mis amigos en la calle.

      ¡Qué agradables recuerdos me traen aquellos tiempos!

      A la caída de la tarde, me divertía ver cómo abrevaban las caballerías: caballos, mulas, burros y algunas veces gigantescos bueyes, con unos enormes cuernos y grandes cencerros.

      —¡Tolón, tolón…! —sonaban mientras bebían, moviendo sus cabezas en baldío intento de espantar las insistentes moscas verdes que se posaban en sus lomos.

      Si estaba dentro, el sonido de sus cencerros me avisaba, y al oírlos salía a verlos. ¡Eran tan grandes…!

      El gañan que conducía la recua, valiéndose de onomatopeyas y silbidos, animaba a sus animales a acercarse a las piletas y beber:

      —¡Aleee!, aleee!, ¡fuiuuuu, fuiuuuu! — silbaba.

      Lanzaba el cubo al pozo; lo izaba lleno de agua y lo vaciaba en los abrevaderos procurando hacer ruido al verter el agua. Aquello incitaba a beber a las bestias.

      Algunas gallinas y los gorriones picoteaban entre sus patas en el barro sucio de estiércol.

      A mí no me dejaban acercarme. Si alguna vez lo intentaba, el mozo que los llevaba me gritaba:

      —¡Cuidado! ¡No te acerques a los animales cuando están bebiendo! ¡No les gusta que les molesten y te pueden «tirar» una coz o toparte!

      En aquella época, me parecía que no existía otro lugar en el mundo donde se pudiese pasar mejor: jugaba con mis amigos; montaba en el burro de la abuela, encaramado a las alforjas cuando había que ir a por agua «buena»; subía al carro de mi tío cuando llevaba los haces de mies a la era o los costales de trigo al molino; fabricaba espadas de madera en el taller de carpintería de mi tío Emilio; y hacía mil travesuras que me tenían todo el día entretenido.

      En el campo había una frenética actividad. En verano, durante la trilla, me gustaba subirme al trillo de pedernales que, arrastrado por un burro y una mula, trituraba la mies dando vueltas y más vueltas por la parva extendida de la era. Me imaginaba en una de esas diligencias que a veces salían en el cine.

      Entonces era un pueblo vivo. Veía todos los días el tránsito de carros con mulas; enormes carretas de bueyes, conducidas por aquellos arrieros que, con una larga vara y sonoras e inteligibles órdenes, los llevaban por el camino correcto. Se oía el ruido del trajín, del laboreo, de las conversaciones que venían de lejos, de algún rebuzno, de los ladridos de los perros y de los cantos del gallo; del campanario de la iglesia marcando las horas del reloj o llamando a la novena o a misa...

      —¡Tang, tang! … ¡Tang, tang! …,

      —Hoy tocan a muerto — alguna vez oí decir a mi abuela, y salía a la calle a informarse.

      Alguien, a lo lejos, entonaba quejidos de cante jondo o lamentos de coplas mientras trabajaba.

      A veces se oía en la radio la voz de Carmen Sevilla o Lucho Gatica, que acompañaba a mi abuela mientras, sentada en el patio, a la sombra, «apañaba» algún calcetín o remendaba alguna ropa.

      Así sonaba el pueblo. Nunca lo olvidaré.

      De niño, me gustaba vivir en aquella casa. Habían pasado ya muchos años de aquello, pero mis recuerdos eran nítidos.

      Ahora, ya nada de eso quedaba por allí. Ya no había burros, ni mulas, ni carros. Ya no se oían gallos cantando al amanecer, ni los gruñidos de los cerdos en sus cochiqueras. Creo que ni siquiera se escuchaban los ladridos de los perros. Ya no existían aquellos ruidos que coreaban el quehacer diario. Había escuela, pero sin maestro. Había iglesia, pero sin cura. Aquel padre Don Tirso, que te daba un capón si no te aprendías el catecismo; o que, para anunciar la misa, nos dejaba hacer sonar la campana de la iglesia… Ya no se oían risas lejanas ni coplas olvidadas.

      Mis amigos de entonces crecieron y, poco a poco, fueron desapareciendo, «buscándose la vida», como se dice ahora. Unos lo hicieron para estudiar, otros para mejorar su actividad laboral o para conseguir un trabajo alejado del pueblo moribundo. Todos lo hemos hecho. Ahora solo queda la tristeza de uno de esos núcleos urbanos que llaman «vaciados». Las pocas gentes que aún lo habitan pasean su decrepitud por sus solitarias calles y, con su andar cansino, ralentizan aún más la casi inexistente vida.

      Lo que ahora era tristeza y soledad, con nostalgia, me transportó a aquellos felices años.

      Cuando la abuela falleció, la casa la heredó mi madre y, con grandes esfuerzos y escasos recursos, mis padres la adaptaron a su conveniencia. Y allí estaba yo ahora, viendo lo que quedaba de otros tiempos


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