El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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las incipientes reformas que las izquierdas estaban promoviendo durante los primeros años de la República: libertad de expresión y manifestación, derechos consolidados de la mujer, educación laica y mixta y muchos otros.

      ¡Ocho gobiernos se han formado en dos años! ¡Fijaos bien...! ¡Ocho gobiernos! Esto nos puede dar una idea del desconcierto político que hay en España.

      La entrada del CEDA en el Gobierno en octubre de 1934 ha llevado al pueblo al desencanto social, ha desencadenado protestas populares y, para colmo, una insurrección por el norte, que ha sido rápidamente sofocada por el ejército a base de pegar tiros.

      Un par de semanas duró esa revuelta en Asturias. Ha sido sangrienta. En ella han muerto, no sé cuántos, pero muchos mineros y gente del campo. También metieron a muchos en la cárcel y dicen que los torturaban hasta matarlos. Aquella revolución obrera, con la posterior represión militar y las ejecuciones que han seguido después, ha radicalizado la situación y los dos bandos se han extremado aún más. «Fieras cuyo instinto es solo el de matar», decían los periódicos de derechas, como el ABC, que calificó el hecho de «macabra explosión marxista».

      Pero los republicanos y socialistas no han condenado rotundamente la insurrección y alegan que «eso pasa por permitir la llegada al Gobierno de los enemigos de la República». Algo similar se ha publicado en algún otro periódico de izquierdas.

      ¡La mecha ya estaba encendida!

      La polarización ideológica se está viviendo en la calle y me temo que la situación pueda determinar el devenir político de la nación. ¡Habrá lío!, pensábamos todos.

      En las últimas elecciones, las del 16 de febrero de 1936, ha ganado el Frente Popular, y lo ha hecho por una escasa diferencia de votos. Muy pocos como para hacer que las derechas se conformen y quieran aceptar democráticamente los resultados, sobre todo cuando en el programa de gobierno de los partidos de izquierda, ganadores de las elecciones, se promete abolir los ya muy consolidados privilegios de la aristocracia y de la gente de dinero. Asimismo, se pretende limitar el poder del Ejército, incluso reduciéndolo considerablemente, según dicen. También se quiere acabar con el poder de la Iglesia, porque se mete en los asuntos del Estado y monopoliza la educación. En definitiva, pretenden cortar las alas a los ricos para ponérselas a los pobres.

      Los logros sociales obtenidos por la República han sido claramente favorables a las clases obreras del Frente Popular: jornadas de ocho horas, igualdad de la mujer, educación y sanidad pública y reparto de las tierras que no producen; las de los ricos, claro. «¡Las tierras para quien las trabaja!», se comenta por las calles.

      Como era de esperar, estas medidas son opuestas a los intereses de los colectivos afectados: la Iglesia, el Ejército, los partidos monárquicos y las clases privilegiadas.

      En Madrid, los enfrentamientos armados entre militantes de los diferentes sectores políticos últimamente están siendo demasiado frecuentes.

      ¡Algo tiene que pasar! Se ve venir, me temo.

      Se habla que los militares planean una sublevación, pero la gente, generalmente pasiva, es simplemente espectadora de los acontecimientos y se resiste a creer que algo así pueda suceder.

      Habíamos comentado entre nosotros noticias inquietantes que se venían sucediendo. En el periódico del día 12 de julio, leímos que, a un teniente de la Guardia de Asalto, un tal José Castillo, le habían asesinado en la calle a tiros; al día siguiente, el 13, como represalia, algunos compañeros del asesinado fueron a buscar a su casa a José Calvo Sotelo, que era un conocido político de derechas, se lo llevaron y le pegaron un tiro en la cabeza; sin más.

      La cosa ya está tomando mal cariz.

      3. Días de desconcierto ¡Malos días aquellos!

      Madrid, sábado, 18 de Julio de 1936.

      Hoy ha amanecido un día lluvioso y triste. El cielo está cubierto por unos nubarrones que presagian tormenta. Llevamos ya dos días encerrados en el cuartel. No sabíamos qué, pero algo se barruntaba. Es fin de semana. Habían suprimido los pases de pernocta habituales y doblado la guardia. Nadie podía salir.

      Estábamos desconcertados. La sospecha flotaba en el ahora enrarecido ambiente del cuartel. «¡Algo está pasando!», pensábamos.

      Ya, a media mañana, entre la tropa circulaban rumores de que había habido un golpe militar. Se hablaba de un tal general Franco, aunque pocos sabían quién era. La mayoría de nosotros nunca habíamos oído hablar de él.

      —Dicen que ese tal general Franco fue el que acabó con lo de Asturias en el 34 —comentó uno.

      —Y ahora, ¿va contra la República? —respondió alguien—. Si entonces la defendía…

      —No creo que esté en contra —contestó otro—. Lo que debe de suceder es que al Gobierno se le han inflado las pelotas de aguantar tanta huelga, tanta manifestación y tanta inseguridad en la calle. ¡Algo tenía que hacer!

      —¡Pues ahora resulta que a todos los que la armaron en Asturias y están en la cárcel los quieren poner en la calle, sin más…!

      —¡Ala, como si no hubiesen hecho nada! —intervino alguien más—. ¡A la calle, porque sí!, ¡con la de gente que mataron…! ¡No hay derecho!

      Surgió el debate.

      —Bueno… ¡No, no…! Los que mataron no fueron los trabajadores asturianos que iniciaron la revuelta; fueron los militares y los guardias civiles, que se liaron a tiros y no dejaron títere con cabeza —intervino otro, encarándose a los que defendían la postura represora—. ¡Menuda la que armaron allí! ¡Dicen que mataron a inocentes, incluso a mujeres y niños! ¡Liquidaron a más de mil personas!

      —¡Y yo qué sé…! — se oyó comentar a otro, desentendiéndose de la polémica—. ¡Yo estaba en mi pueblo, tan tranquilo y no me enteré de nada! ¡Que se apañen entre ellos, que a mí ni me va ni me viene! ¡Solo quiero que me dejen en paz…!

      —¡Espérate! ¡So ignorante, tú harás lo que te ordenen! —le respondieron—. A ver si ahora te van a decir que tienes que ir para allá a pegar tú los tiros; y, dime: ¿qué puedes hacer…? Pues ná. Ir y a lo que te manden.

      La verdad era que, entre la tropa, a la mayoría lo único que nos preocupaba era terminar cuanto antes esa impuesta obligación de hacer el servicio militar, cumplir con lo que se nos ordenaba para no soliviantar a nuestros mandos y regresar cuanto antes a nuestras casas. Por lo menos, esa era mi pretensión.

      Con certeza, no sabíamos nada. El rumor que corría era que algunos jefes del Ejército se habían levantado en armas contra el Gobierno de la República. Que la rebelión había comenzado en Marruecos y que estaban involucradas las tropas moras. Que habían sido los regulares marroquíes los levantados en armas y que, transportados, no se sabía cómo, habían entrado a saco por Andalucía; como cuando entraron los musulmanes en la península ibérica en el siglo VIII, que creía recordar por lo que había estudiado, que también fue por las mismas fechas.

      —¡Bah…! No os preocupéis… —intervino otro soldado, intentando terminar con la disputa—. Será que los moros, después de la que les dimos en Marruecos, están cabreados. Enseguida los meteremos en cintura, para que se vuelvan por donde han venido.

      La verdad es que todas las conjeturas que hacíamos no tenían otro fin que el de acallar nuestra preocupación. Ya conocíamos cómo se las gastaban esos moros. Se había hablado de su crueldad y de sus espantosas acciones en la pasada guerra de África. Eran temibles.

      ¡A ver si ahora nos iba a tocar a nosotros ir a poner fin a esa insurrección de la que se hablaba! ¡Menudo plan!

      La información, a nuestro nivel, era muy imprecisa y todo lo que se contaba tenía como base la ingeniosa imaginación de algunos. No sabíamos nada y esa incertidumbre nos llevaba a preocuparnos aún más por nuestra situación individual. Intuía que me iban a obligar a romper mis planes.

      —Y ahora, ¿qué puede pasar con los


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