El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


Скачать книгу
conducir por la noche. Además, aunque no era imprescindible, había quedado algún fleco que resolver: quería acercarme a ver cómo estaba la pequeña tierra de mi madre; esa que había sido primitivamente de mis abuelos, ahora seguramente abandonada. Decidí quedarme en el pueblo hasta el día siguiente.

      Había sido uno de esos días insulsos en los que contemplaba pasar las horas sin interés, y estaba deseoso de terminar con los necesarios trámites burocráticos a los que la muerte de mi madre me obligaba: indagaciones en el ayuntamiento, pago de contribuciones, baja y liquidación de los suministros… Ahora, que si un certificado de fallecimiento; después, que si una nota del registro… Papeleos interminables y tediosas esperas ante la incompetencia y poca costumbre del eventual funcionariado municipal que, sin experiencia, se avino a atenderme. Había ya poca demanda de su trabajo burocrático. Apenas quedaban una docena de viejos habitantes en el pueblo.

      Hubiese preferido no ir al lugar, pero no tuve más remedio. No era un viaje deseado.

      Hacía muchos años que no pisaba por allí. En la calle, aunque pocos, aún había alguien que me reconoció y saludó al cruzarse conmigo.

      —¿Cómo estás?, ¿te acuerdas de mí? — preguntaban.

      Yo, casi a ninguno reconocía ya, pero saludaba a todos con los que me cruzaba y, si alguno me preguntaba, respondía amablemente, como si tuviese una memoria de elefante y nunca me hubiese olvidado de nadie desde los tiempos de mis andanzas infantiles.

      —¡Claro que me acuerdo! —respondía de forma imprecisa para que no denotasen mi desconocimiento, y preguntaba como interesado—. ¿Qué tal la familia?

      Para no meter la pata, intentaba cortar rápidamente la conversación.

      —Bueno, me alegro de verte —me apresuraba a decir—. Hasta luego; que tengo que ir ahora al ayuntamiento a ver lo de mi madre…

      Y, sin detenerme con más conversación, me marchaba.

      Nada que fuese de mi interés podía suceder ese día. El tedio era insoportable, pero tenía que quedarme hasta el día siguiente y pasar allí la noche.

      Pregunté, pero ya no había en el pueblo, como antes, aquella concurrida fonda que hubiese podido proporcionarme una cama, al menos con un mínimo de limpieza. Hacía mucho tiempo que la vieja pensión La Juanita había cerrado. Aún se encontraba allí, cerca de la plaza del pueblo; abandonada. Su descolorido rótulo, que todavía mantenía sobre la puerta, denotaba haber pasado muchos años cerrada.

      No había otro remedio: decidí pasar la noche en la vieja casa de la abuela; la que después fue de mis padres y que ahora yo heredaba. Hacia ella me encaminé con intención de airearla.

      «¿Cómo estará?», pensaba.

      Cuando abrí la puerta con aquel llavín hueco que tan bien conocía, una bocanada de aire húmedo y podrido me azotó el rostro. La estancia olía a dejadez; a aire viciado, a humedad. Había telarañas y el polvo depositado cubría con su blanquecina capa muebles y enseres.

      Todo era olvido, y se percibía la irremediable huella que el tiempo deja en un lugar cerrado.

      Abrí ventanas y balcones, sacudí con un paño algún mueble, levanté las sábanas blancas que alguien había puesto para cubrir el diván, el aparador, la mesa y el viejo televisor.

      Aunque para hacer las camas, apiladas en un armario, aún había sábanas aparentemente limpias; al abrir sus puertas noté un olor a moho que me hizo desistir. No me apetecía hacer y usar una de las antiguas camas de níquel, polvorientas, destartaladas y con el desagradable olor que había en las cerradas habitaciones. Me quedaría en el sofá, ese que usaba mi padre para sus plácidas siestas. Al menos, al haber estado tapado, parecía que se mantenía más limpio. «Una noche se pasa rápido», pensé. Ahí, en el cheslón transcurrirían las lentas horas de aquella noche inesperada.

      Desde la abierta ventana del salón comedor, miré el conocido y aburrido escenario que se divisaba: el seco abrevadero, el pozo abandonado, las calles desiertas. Un paisaje vacío de emociones donde nada nuevo había. A lo lejos, campos yermos, lisos, secos… silenciosos.

      Sin saber bien qué hacer, me puse a pasear por el salón. De la ventana al sofá, del sofá a la ventana y, otra vez, vuelta al sofá. Me sentaba, me levantaba. No sabía cómo gastar el tiempo. Repasaba con la mirada los antiguos cuadros que habían quedado colgados en las paredes. En este, una lámina de un paisaje verde con montañas azules. En aquel otro, una enmarcada hoja de calendario con la imagen de La mujer morena de Julio Romero de Torres. Dentro de otro marco estilo art nouveau, agrietado y con el barniz reseco y desprendido, una foto ya gris y descolorida de mis abuelos maternos en el día de su boda. También había, encajado en una esquina de ese marco, una foto mía de cuando era niño sujetando un corderito.

      Vagando mi mirada por la atiborrada estancia, reparé en aquel viejo aparador prohibido; el de las tenebrosas cabezas de guerreros barbudos; el que de pequeño la abuela no me dejaba abrir y mi madre tampoco. Me quedé mirándolo, recordando aquellos momentos y, con un sentimiento de rebeldía, me aproximé y fui violando uno a uno sus cajones.

      A simple vista, nada importante me pareció que contenían; no había joyas, ni una caja con monedas, ni medallitas de primera comunión, o cualquier cosa de valor como presuponía poder encontrar. Solo un vetusto álbum con viejas fotografías de mis abuelos, de mi madre y de su hermana cuando eran niñas; de mis padres en sus mejores años; algunas de mi madre conmigo de la mano y con mi hermano en brazos. Una escarapela estudiantil que me hizo aquella infantil «novieta» que yo decía que tenía. Postales manuscritas de diferentes lugares y personas, pequeños pañuelos bordados, un rosario, un libro de familia amarillento, con un pétalo de rosa seco en su interior…, y un legajo de cartas atadas con una ajada cinta manchada de tiempo y olvido.

      Cogí el legajo entre mis manos y, con pequeños golpes sobre mi pierna, sacudí como pude el polvo que entre los viejos sobres se había depositado.

      En un primer vistazo, sin desatar la lazada de su cinta, observé cómo, en la primera de aquellas cartas, se podía leer burdamente escrito:

      Mariano Gracián García

      Y en la dirección del destinatario:

      Regimiento de infantería Wad-Ras

      Paseo de Moret, Madrid

      En el remite, ponía:

      Petra Garcia. Plaza del Pozo Nuevo.

      Sotillejo (Toledo)

      Me sorprendió: Mariano Gracián García, a quien esa carta se dirigía, fue mi padre.

      El hallazgo elevó mi ritmo cardiaco; me puse nervioso.

      Observé que, en esa primera carta del legajo, la dirección del destinatario estaba tachada y sobre ella, escrito con lápiz rojo, un «devolver al remitente».

      Se intuía, más que se veía, un casi ilegible matasellos de la Oficina de Correos de Toledo con la fecha 21 de julio 1936, sobre un sello de la República Española de 5 céntimos.

      Comprendí que la carta nunca llegó a su destino.

      Deshice el nudo de la cinta que sujetaba el legajo. Un fuerte olor a humedad fue lo primero que percibí. Fue como un acto de profanación que me produjo una especie de remordimiento.

      Extendí sobre la mesa su contenido. Había sobres de distintos tamaños. Vi que la mayoría eran cartas que mi padre había escrito a su madre y a la que entonces era su novia, mi fallecida madre.

      Me sorprendió ver que algunas cartas no tenían dirección de destino y que en el sobre ponía simplemente el nombre del destinatario, Mariano Gracián García, pero sin ninguna dirección, ni sello de correos, ni franqueo de ningún tipo. En el remite ponía el nombre de Petra García, la madre de Mariano. Estaban cerradas, pero aquellas cartas nunca habían sido enviadas por correo.

      Tomé de la mesa una de ellas y, mirándola detenidamente, descubrí por la parte de atrás, en el ángulo inferior


Скачать книгу