El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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cosa! También se comenta que en Madrid hay un follón de cojones; que se han hecho dueños de las calles los partidos de izquierdas, sin ningún orden ni respeto a nada ni a nadie; que cada uno actúa como le parece bien: los comunistas, los anarquistas, los sindicatos como la UGT y la FAE por otro lado y… ¡Yo qué sé! Igual nos envían ahora a nosotros a poner orden… ¡Menudo lío nos pueden armar!

      Nos marchamos al edificio de la compañía a esperar órdenes, «A ver qué pasa ahora», pensábamos con preocupación.

      La mía era la 4ª y ocupábamos la planta superior del pabellón cuatro. Al batallón al que pertenecía mi amigo Gabino lo alojaron en el mismo pabellón, pero en la planta baja, donde había un dormitorio con literas que ahora estaba desocupado.

      Ya en las dependencias de la compañía, después de guardar mi fusil en el cuarto de armas, pregunté a mi compañero Adánez:

      —¿Qué está pasando? ¿Tú sabes algo?

      Adánez era un cabo de mi compañía que, aunque no conocía bien, yo tenía como mejor informado.

      —No lo sé, Mariano —me contestó—. Pero a mí no me extrañaría nada que los que tienen la fuerza de las armas quieran acabar con el desmadre que hay en España: sin un Gobierno que controle la situación; con la gente soliviantada y haciendo lo que les viene en gana… No se respeta nada ni a nadie. ¿Y quién tiene la fuerza y puede?, ¡pues los militares! ¡Pues ahí lo tienes…! ¡Eso es lo que pasa!

      —Se ha impuesto el odio sobre la cordura —continuó—. Hay enfrentamientos armados entre los militantes de los partidos políticos de derechas y de izquierdas; están matando a los curas, saqueando las casas, quemando iglesias… Y al primero que se les ocurre, porque no les cae bien o porque lo consideran de otra clase diferente a la suya, se lo cargan y listo. Si eres una persona con formación, o si eres empresario o tienes en el pueblo alguna tierra, ya te puedes esconder y pasar desapercibido, porque pueden ir a por ti en cualquier momento. ¡Puta envidia y nada más! ¡No sé qué podíamos esperar…! ¡A alguien se le han inflado las pelotas y ya está…!

      —Y el Gobierno, ¿no hace nada? ¿Y el presidente Azaña(10) se queda tan tranquilo? — intervino Santiago, que nos escuchaba y estaba sentado en su litera.

      — ¿Y qué va a hacer? —contestó Adánez—. Si ya no tiene ni fuerzas del orden público para detener la desastrosa situación que sufre el país. Ha degradado a muchos militares que se habían jugado el pellejo en la guerra de África. De veintiún mil oficiales que había, solo ha dejado ocho mil; y de dieciséis divisiones, se ha cargado ocho… Imaginaos cómo tienen que estar los militares. Y encima, en las últimas elecciones ha ganado el Frente Popular, que autoriza las huelgas y permite la insurrección. Los comunistas, que integran la coalición del Gobierno, quieren quitar las propiedades a los ricos para dárselas a los pobres. Lo están haciendo, de hecho, con las tierras de los que llaman «señoritos» en Andalucía. Esto no puede seguir así, sin ningún tipo de control. ¡Algo tenía que pasar! Desde mediados de junio, parecía que todo el mundo barruntaba que los militares planeaban una sublevación…

      —Bueno… —dijo Santiago—, todo el mundo excepto este inútil Gobierno que tenemos. Al menos eso parece.

      Yo escuchaba los comentarios y guardaba silencio. Prefería no opinar. Por supuesto que estaba en contra de que la gente se descontrolase y no se respetase el orden y la ley, pero rechazaba la represión y cualquier tipo de violencia. No me parecía correcto que las cosas se impusieran por la fuerza, y estaba convencido de que la única forma sensata y eficaz de gobierno era la democracia basada en el diálogo y el consenso. Estaba seguro de que era la condición indispensable para una convivencia pacífica y ordenada.

      —Tenemos una República legalmente establecida y un Gobierno elegido por el pueblo, y a ello hay que atenerse —volvió a intervenir Santiago—. Si algo queríamos modificar, hay que hacerlo democráticamente.

      Cierto era que, tras la ajustada victoria del Frente Popular, que era una coalición de partidos de izquierdas y en algunos aspectos radicales, algunas decisiones políticas fueron mal tomadas e inoportunas. Habían hecho temer a los grandes terratenientes, industriales, burgueses y oficiales del Ejército, así como un aumento del poder de la clase obrera, y parecía que tomaba forma la temida dictadura del proletariado, cercana a la revolución bolchevique.

      A última hora de la mañana nos volvieron a llamar a formar en el patio.

      —¡Bajad al patio todo el mundo y formad las compañías en uniforme de faena! ¡Sin armamento! —ordenó el sargento.

      Cuando bajamos, el teniente y el capitán de la compañía ya estaban allí. Formamos.

      El comandante se acercaba cabizbajo por el patio. Al verle llegar, el capitán y el teniente se cuadraron y saludaron.

      —¡Atención! ¡Os va a hablar el comandante! —anunció el capitán.

      —¡Soldados! —dijo el comandante en voz alta—. El Ministerio de la Guerra del Gobierno de la República ha emitido la siguiente orden:

      Quedan licenciadas las tropas cuyos cuadros de mando se han colocado frente a la legalidad republicana.

      Nos mirábamos entre nosotros, sin comprender bien qué significaba aquello que nos comunicaba el comandante. Creíamos estar junto a la República y a su servicio.

      —Y en nuestro caso —continuó—, al haberse comprobado que el coronel de este regimiento, don Tulio López Ruiz, se disponía a secundar la rebelión militar perpetrada el día 18 de julio, y no habiendo sido nombrado mando sustitutivo, el Regimiento Wad-Ras queda en este momento disuelto; y las tropas que lo componen, licenciadas.

      El desconcierto fue enorme. Fue tan sorprendente el comunicado que no sabíamos qué decir, qué pensar o qué hacer. Nos quedamos paralizados y en silencio. Mirándonos unos a otros pero sin deshacer la formación.

      El comandante ya se retiraba, pero antes de desaparecer por el portal del pabellón de oficiales, volvió sobre sus pasos y tomó la palabra:

      —¡Soldados! —dijo en voz alta—. Me consta que sois buenos españoles y fieles a la República; la que todos los españoles y la que vosotros mismos habéis instaurado en España para lograr un país moderno y de progreso, que mejore el bienestar de todos y no solamente el de unos cuantos privilegiados. Por eso os conmino a que defendáis nuestra nación de las hordas golpistas y que detengáis esta rebelión. Este traicionero y cobarde golpe de Estado pretende acabar con nuestra democracia e imponer la represión fascista, que quiere instaurarse en Europa y en nuestro país.

      —Quiero que sepáis —continuó hablando— que esta rebelión militar que se ha iniciado en Marruecos ha asesinado impunemente a todos los oficiales que se mantenían fieles a la República en aquella zona, y están consiguiendo transportar en aviones tropas africanas a la península. Una ofensiva militar se ha iniciado en Andalucía y marcha hacia el norte por Extremadura, arrasando campos y ciudades; asesinando a inocentes y masacrando al pueblo desprevenido y desarmado. Al mismo tiempo, otras tropas rebeldes avanzan desde las ciudades castellanas del norte. Ambas tienen como objetivo entrar en Madrid. ¡Hay que evitarlo, soldados! ¡Hay que sofocar esa rebelión y acabar con los traidores! ¡Hay que defender España! ¡Viva la República! ¡Viva España! —y se marchó.

      —¡Rompan filas! —ordenó el teniente.

      Se deshizo la formación con desánimo y aquello fue un deambular de jóvenes hombres indecisos. Fue tal la sorpresa y el desconcierto que nos quedamos parados, incluso mudos. Ni siquiera sabíamos qué decirnos. Andábamos de forma cansina, sin rumbo. Yo no sabía qué hacer: si regresar a la compañía, si quedarme en el patio, si marcharme… Ahora, según nos había dicho el comandante, estábamos licenciados. Pero la situación irregular que se había generado nos tenía desconcertados. ¿Y el documento que certificaba nuestra licencia? Necesitábamos alguna documentación. ¡A ver si ahora salíamos a la calle y nos detenían por desertores! Teníamos todos que aclararnos y comprender.

      Me topé con Adánez y con Santiago. Observé en ellos,


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