El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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estás.

      He recibido tu carta; me llegó ayer en el correo de las cinco y me la dio la Justina, que bajó al coche de línea a ver si había correo para ella. La pobre está muy intranquila porque a su hijo se le han llevao para la guerra y no sabe a dónde. Antes repartía el correo el Ustaquio, que esa era su función, pero anteayer entraron en el ayuntamiento unos hombres con fusiles y se llevaron al alcalde, al secretario y a dos o tres más que había por allí; y también a él, que, ya ves tú, solo era el que repartía las cartas y a veces hacía los pregones. Decían que a dar un paseo, pero cerca del cementerio les pegaron un tiro a cada uno y allí los dejaron. ¡Menudo paseo que les dieron!

      Aquí están pasando cosas muy malas. Entran en los corrales, a los que quieren ellos, y se llevan los cochinos, las gallinas o lo que les viene en gana y no puedes decir ná.

      A don Robustiano, el cura, y al otro cura, que era amigo suyo, los tuvieron encerraos, y a don Robustiano, que se asomó al balcón de su casa, le pegaron un tiro desde abajo y después entraron; y a su amigo, el otro cura, le sacaron los ojos con un tenedor y luego le mataron. Después los pasearon por el pueblo puestos de pie y ataos a las estacas de un carro; y ellos, los que los habían matao, se pusieron las sotanas y las ropas de misa y tiraban tiros para que la gente saliese a verlos. Iban dando voces, cantando no sé qué y soltando blasfemias contra Dios y contra los curas. Después los entraron en la iglesia con carro y todo y la prendieron fuego. De la iglesia no ha quedao más que los muros.

      Han cogido a mucha gente que no había hecho nada y los han fusilao por fuera del pueblo. A lo mejor solo porque tenían más tierras o una huerta buena. ¡Y ya está!

      Don Julio, el maestro, se escapó. También fueron a por él, pero alguien le había avisao y había huido no se sabe dónde y no le cogieron. Pero a su mujer y a otras siete u ocho les han cortao el pelo al cero en la plaza, pa que lo viera la gente, y las han obligado a beber aceite de ricino, pa que les entrase cagalera y se reían. Decían que a todos los de las derechas había que matarlos. A dos mujeres, que eran más jóvenes, las metieron en un corral y las han violao allí mismo. No eran del pueblo, pero también había algunos que sí que lo eran y que iban con ellos y también hacían lo que ellos decían. Igual de malos todos.

      A mi padre le avisó un vecino que se juntaba con ellos de que iban a venir a buscarle y tuvo que esconderse en el tiro de la chimenea. Menos mal que es verano y estaba apagá. Estuvo atao un día entero a la barra donde se cuelga la caldera. Entraron en casa y le buscaron, pero que no le vieron. Menos mal. Mi madre les dijo que estaba en el campo.

      Yo no sé por qué le querían coger, si él no ha hecho na. Dicen que porque tenía criaos en las tierras; fíjate tú.

      Nos preguntaron y les dijimos que se había ido a la sierra a por las algarrobas y que siempre tardaba dos o tres días en regresar. A mi madre y a mí no nos hicieron na, aunque pasamos mucho miedo.

      Como no eran de aquí, después se marcharon y ya nos dejaron tranquilas. Me parece que hubo uno del pueblo que dijo que era un hombre bueno y se calmaron; si no, no sé qué hubiese pasao.

      Aquí ya la gente no se fía de nadie y se piensan que unos han denunciao a otros y luego otros a unos. No sé cómo va a acabar esto. ¡Mu mal, mu mal!

      Fui a ver a tu madre y ya le dije que estás bien. Está muy preocupada y me dice que te diga que tengas mucho cuidao y que vengas en cuanto puedas, pero con mucho ojo.

      Tu hermano Ángel también se ha tenido que ir. Creo que está en Toledo o en la guerra; no lo sabemos. Y tu padre, tu hermana y el pequeño están bien.

      Yo te echo mucho de menos, porque te quiero mucho y solo espero que todo esto se acabe para que nos podamos casar y ser felices.

      Recibe un beso mu fuerte de tu novia que te quiere mucho,

      Pilar

      Supe, al leer esa misiva, lo mal que lo estaban pasando en los pueblos. El miedo se debía de estar palpando en cada momento y, al ser poblaciones de pocos habitantes y conocerse entre ellos, la desconfianza, los resentimientos, las envidias y el odio generado por pasadas rencillas podrían ahora estar cobrando su tributo. Bastaba con que, en alguna ocasión, a alguien se le hubiese negado un favor, que un pretendiente hubiese sido rechazado, que hubiese habido algún roce por la habitual convivencia o, cosa frecuente, porque se adeudase algún dinero, para temer la reacción de ese circunstancial enemigo que la vida te había colocado en el camino. Una simple denuncia anónima a aquellos desalmados verdugos valdría para decidir una injusta sentencia de muerte.

      Estaba seguro de que Mariano, aunque pudiese suponer algo, nunca podría pensar que, en su pacífico y tranquilo pueblo, donde aparentemente todo el mundo se llevaba bien, pudiesen estar pasando las cosas que su novia, Pilar, escribió en esa carta que nunca fue depositada en el buzón de correos.

      5. ¿Y ahora, qué hacemos?

      20 de julio de 1936

      A las 7:30 debería haber sido el toque de diana habitual, pero hoy no habíamos oído la trompeta. Era raro.

      La noche había estado revuelta. Observé que algunas literas se encontraban vacías. Allí no habían dormido todos los soldados; se veían camas sin deshacer.

      Toda la noche se habían oído cuchicheos, corrillos que hablaban en voz baja, murmullos. Seguramente, después de la notificación de que el regimiento había sido disuelto y podíamos marcharnos, la tropa, desconcertada, hacía planes: ¿había que armarse y alistarse en el Frente Popular para marchar a la sierra de Madrid y evitar el avance de los golpistas facciosos?; ¿había que tomar una iniciativa personal de supervivencia y arreglárselas para salir lo mejor posible de esa incierta situación? Hubo quien, como mi amigo Adánez, de alguna forma justificaba la rebelión militar, el «levantamiento», como se decía; y creo que se planteaba la posibilidad de unirse a los sublevados. Era una sospecha mía.

      Entre nosotros, comentábamos la situación y analizábamos las imprecisas opciones que teníamos. ¿Qué era lo correcto en nuestra situación? ¿Cómo debíamos actuar? Las opiniones eran muy diferentes y las posturas políticas que denotaban, también. Cuando llegábamos individualmente a la decisión que considerábamos mejor y más justa, tratábamos de arrastrar a algún compañero, con el convencimiento de ser lo mejor. El que cree tener razón, quiere difundirla y muchas veces imponerla.

      Esa noche también habíamos oído ruidos en las dependencias anexas. Al lado del dormitorio se encontraba la armería; allí era donde se guardaban los fusiles. A muchos de ellos les faltaba el cerrojo y lógicamente eran inútiles para el disparo.

      Se decía que el Gobierno había dado orden de armar al pueblo, pero, como se podía comprobar, no era fácil. Sí, podríamos tener fusiles colgados al hombro; pero sin el cerrojo, pieza fundamental, y sin balas, solamente sería un adorno.

      En la sala de oficiales y en el despacho del capitán ya no había nadie. Sin entrar, lo comprobamos observándolo a través de las puertas acristaladas que daban al pasillo. Sorprendentemente, la mesa escritorio tenía los cajones abiertos y sobre ella una regla, un tintero, que permanecía milagrosamente en pie, y algún palillero con plumín. La papelera de alambrera contenía algunos papeles rotos y otros arrugados descuidadamente arrojados. El sillón se encontraba volcado en el suelo. Todo era desorden. Parecía como si el capitán hubiese salido precipitadamente y, al levantarse bruscamente, lo hubiese derribado sin preocuparse por levantarlo. Por prudencia, callábamos. Todavía no sabíamos cómo actuar.

      Ya a las 7:00, incluso antes, algunos soldados se estaban marchando del cuartel, ahora sin vigilancia. Los vimos desfilar por el pasillo, entre las literas, cargando sus bolsas y macutos; y con azoro y en silencio, salían del cuartel.

      A las 7:30 aproximadamente, el sargento entró en la compañía acompañado del cabo furriel, que arrastraba una cesta de mimbre con chuscos de pan y repartía uno a cada uno mientras pasaba por el pasillo entre las camas.

      Parecía como que el sargento quisiera hacernos ver que no pasaba nada; que la rutina se mantenía como cada día y dando voces y golpeando con un palo los barrotes de las literas, decía:


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