El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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con eso de «arreglar las cosas», pero todo era tan incierto que yo ni siguiera me planteaba la situación. Saludé a mi compañero Santiago, que acababa de bajarse de la litera y, dándole una palmada en la espalda, dije:

      —Vamos…. A ver qué nos depara hoy el destino.

      Al bajar por la escalera de la compañía, nos encontramos con mi amigo Gabino, que había dormido en el dormitorio de abajo con su unidad, y juntos salimos al patio.

      Allí el revuelo era enorme. Ni siquiera formamos, como era habitual. Todo el mundo iba de un lado para otro: algunos arrastrando un petate o con él al hombro, seguramente con intención de marcharse; otros habían conseguido un fusil y se reunían en un grupo que parecía que tramasen algo; y los más, como yo, mirábamos a todas partes sin saber qué pensar ni qué hacer. Vi cómo rompían los cristales de una ventana, la abrían y unos cuantos entraban a una estancia que yo no conocía.

      —Da a la despensa y al almacén —informó Santiago.

      Enseguida comprendí.

      —Hoy, seguro que nos quedamos sin desayuno —dijo mi amigo Gabino—. Menudo follón hay armado… ¡Vamos a ver qué pasa!... ¡Ah!, y aprovechad bien el chusco que nos han dado, que puede que sea lo único que vayamos a comer hoy.

      Los soldados se mezclaban sin orden: algunos ya sin uniforme; de paisano o vestidos con monos de mecánico, que no sé de dónde los habían sacado. Era, según me dijeron, la vestimenta adecuada para ser considerado proletario e integrarse en las milicias populares revolucionarias.

      Un grupo con fusil al hombro, voceando consignas en contra de los subversivos, contra el clero y contra los empresarios se disponían a salir del cuartel dispuestos a luchar. Otros, como nosotros, éramos meros observadores. Y los más, temerosos de ser implicados y arrastrados a los acontecimientos, trataban de escabullirse sin saber dónde ni cómo.

      Gritos e imprecaciones es lo que se vociferaba en el patio del cuartel.

      —¡Viva la República! ¡Abajo los golpistas fascistas! ¡Mueran los curas! ¡Mejor sin religión y sin iglesias! ¡Al paredón!

      Y más voces animando a la acción inmediata:

      —¡A por los curas, que se meten en todas partes y se quedan con todo! ¡Ellos son culpables de nuestra ruina!

      —¡Muerte a los ricos y a los terratenientes que se enriquecen con nuestro trabajo!

      —¡Sííííí…! —contestaban apoyándola—. ¡Ellos se forran y a nosotros no nos dejan ni las mondas de las patatas que cultivamos para los suyos! ¡Cabrones! ¡Hijos de puta! ¡Vais a morir todos!

      —¡Abajo los empresarios que nos explotan!

      —¡Explotadores! ¡Se hacen ricos y a nosotros no nos dan ni para comer!

      —¡La tierra para el que la trabaja; eso es lo que tiene que ser! —vociferaban.

      A mí me parecía que nos habíamos vuelto locos de repente. Lo que hacía solamente un día era respeto y orden, ahora era algarabía y descontrol.

      Las noticias, algunas con una base mejor informada, otras lanzadas sin más en función del pensamiento político de quien las difundía, corrían por el patio. De un lado a otro. Ora en voz alta, ora en somero cuchicheo.

      —¿No os dais cuenta? —nos hizo ver el compañero Adánez, que se había unido a nuestro pequeño grupo—. Es como una estampida incontrolada. Odios contenidos que de repente se desatan y no son capaces de discernir dónde está el límite de lo que dicen o de lo que hacen. No saben razonar y, mucho menos, llevar al convencimiento con la lógica más elemental. Solamente entienden el lenguaje de la violencia. Esto no puede terminar bien. Si lo que pretenden es que las cosas vuelvan a su cauce normal y corregir los desmanes, hay que actuar con cabeza; y estos cenutrios no la tienen. Se creen que, porque les han dado un fusil, pueden imponer por la fuerza sus opiniones y cargarse al primero que les lleve la contraria o que no les cae bien. Y, para colmo, he oído que han soltado de la cárcel a todos los presos comunes para que se unan a ellos y favorezcan sus intenciones,… que vaya usted a saber cuáles son. Ahora, con el descontrol que hay, esos delincuentes estarán haciendo de las suyas. «A río revuelto, ganancia de pescadores», dicen por mi tierra. ¡Esto no se puede consentir!

      Se produjo un corto silencio entre nosotros, tal vez reflexionando sobre lo que Adánez nos estaba diciendo.

      —A alguien se le tenían que inflar las pelotas—concluyó— Era evidente.

      Por los comentarios y la forma de describir la situación, estaba claro que Adánez, que ese era su apellido y por él se le nombraba, era partidario de adoptar una postura a favor de controlar ese desorden de la forma que fuese. Era evidente que su posicionamiento político era de derechas y creo que incluso sería favorable a la causa de los sublevados; aunque no lo manifestase abiertamente.

      Se veía que Adánez manejaba dinero muy por encima de todos nosotros. Nos suministraba frecuentemente cigarrillos ya liados, a veces unos muy olorosos que se llaman Lucky Strike o algunos franceses que se llaman Goluas, o algo parecido. Vamos, de gente rica. Nosotros no teníamos su capacidad económica y nos conformábamos con los populares de la Compañía de Tabacos, que fumábamos de vez en cuando entre dos o tres y cada dos o tres días.

      Por lo que habíamos hablado con él, sabíamos que era hijo de un afamado abogado de Madrid y que habitualmente vivía con sus padres por el barrio de Salamanca. Creo que, aunque era listo, había sido un tarambana que no se esforzaba en aprobar las asignaturas de la carrera de Derecho y, en un conato de rebelión tras una bronca con su padre, se había alistado voluntario en el Ejército para hacer la mili.

      El cuartel se había convertido en un lugar descontrolado. Ya no había oficiales ni oíamos las imperiosas órdenes de sargentos. Cada uno campaba a su aire.

      Un coche negro, con cinco o seis exaltados muchachos en su interior y alguno más en los estribos cantando La internacional entró por la puerta haciendo sonar el claxon insistentemente. Desde la ventanilla exhibían ondeando una bandera roja, con la hoz y el martillo, del partido comunista. Sin dejar de agitar la bandera, bajaron del vehículo y animaron a los presentes a unirse a cantar el himno.

      —¡Viva el comunismo! ¡Cantad con nosotros el himno de la libertad! —gritaban a coro— ¡Viva la República!

      En el centro del patio, un soldado con gorra de puntas, correajes y fusil al hombro, que vestía un mono azul y alpargatas de esparto, gritaba subido en un cajón con un megáfono en la mano:

      —¡Compañeros! ¡Unámonos a las milicias que se están formando para acabar con estos hijos de puta! ¡Hay que impedir que entren aquí, en Madrid, y se hagan los dueños de la situación! ¡Están viniendo desde el norte y quieren entrar por la carretera de La Coruña! ¡Están mandados por un hijo puta, un tal general Mola, y hay que ir a impedírselo a los altos de Guadarrama, que es por donde pretenden pasar! ¡Vamos a por ellos! ¡Muerte a los fascistas!

      Los que habían llegado en el coche negro cantando la internacional, exaltados, rodearon al miliciano que intentaba enardecer los ánimos de los indecisos soldados queriendo también participar en el mitin.

      —¡En intendencia están dando armas a todo el que se aliste a las columnas del Frente Popular para detenerlos! —continuó el soldado— ¡A Madrid no pasarán!

      Muchos de los presentes se animaron a apoyarle

      —¡Viva la República!... ¡Vamos ya a por ellos!... ¡No perdamos tiempo y marchemos a la sierra de Madrid a detenerles y darles su merecido! —gritaban.

      El soldado del megáfono viendo que su arenga lograba su objetivo, enardecido, voceó de nuevo:

      —¡La República os necesita! ¡Defendedla! ¡Id al pabellón, recoged vuestro fusil y alistaos! —y continuó— ¡Ayer ya partieron hacia la sierra de Guadarrama varias columnas de milicianos voluntarios y tropas formadas por las unidades militares que, como la vuestra, han sido disueltas por orden del Gobierno! ¡Valientes como vosotros… que


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