El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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ellos parece que logró introducirse por uno de los balcones del edificio, logrando mayor destrucción y, seguramente, la desmoralización de los sitiados que, momentáneamente, abandonaban sus puestos de tiro en las ventanas antes de la nueva andanada. Luego, otra vez disparos de uno y otro lado y las ametralladoras con su mortal tartamudeo: «¡ta, ta, ta, ta, ta…!».

      En aquel momento, un avión sobrevoló a baja altura lanzando octavillas. Algunas, arrastradas por el viento, cayeron a nuestra altura. Cogí una del suelo y pudimos leerla. En ellas se instaba a los sitiados a deponer las armas y rendirse.

      Ciudadanos civiles y militares: la República os hace un último requerimiento a la rendición y os promete respetar vuestras vidas. Deponed vuestras armas y rendíos a las fuerzas del orden.

      Pasado un rato, como los asediados no parecían haber decidido la rendición, el avión lanzó una bomba sobre el cuartel que cayó al patio. Me parece que fueron dos aviones los que sobrevolaron el cuartel y lanzaron algunas bombas más. No estaba seguro. Las explosiones que oía, no sabía si eran bombas lanzadas por los aviones o cañonazos.

      Los asaltantes disparaban desde las terrazas de los edificios contiguos a los encerrados en el cuartel e incluso instalaron más ametralladoras que no cesaban de disparar hacia los balcones y ventanas del cuartel.

      Yo nunca había vivido nada igual. Fue espantoso y, para mí, era la primera vez que me veía involucrado en un acto de guerra. Tuve miedo.

      Nosotros no queríamos que los exaltados que allí estaban denotasen nuestra falta de entusiasmo por el asalto; y, si había que decir «¡a por ellos!», pues lo decíamos y ya está. Eso sí, asomábamos poco la cabeza, por si acaso.

      Dentro del cuartel parecía que no todos estaban con los sublevados golpistas e, incluso, creo que había partidarios de la legalidad republicana, porque en algún momento me pareció oír y ver cómo desde un balcón cantaban La internacional y sacaban una escoba con un trapo blanco atado, en señal de rendición.

      Por otras ventanas y balcones los sitiados, asustados, ya mostraban banderas blancas. Los sitiadores estallaron en júbilo:

      —¡Se rinden, se rinden! —gritaban.

      El regocijo fue grande y animó a algunos a abandonar sus precauciones y quisieron ir al cuartel para entrar.

      Enorme error. Desde algunas ventanas y balcones del cuartel, ocultas con sacos terreros, las ametralladoras de los sitiados abrieron fuego sin respetar el símbolo de rendición y sorprendieron a los asaltantes, ya seguros de ser dueños de la situación. Muchos cayeron heridos o muertos.

      Ante aquella reacción de los sitiados, algunos de los que pretendían entrar en la efusiva avanzada regresaron a su situación protegida. Otros continuaron corriendo hasta situarse pegados al propio muro del edificio, donde no podían ser disparados desde el interior de las ventanas. Sin embargo, esa cobarde acción de los rebeldes provocó la cólera de las enardecidas masas y, sin pensarlo dos veces, se lanzaron al asalto definitivo disparando sus armas y gritando. Muchos cayeron en el avance pero, al final, lograron franquear la puerta del cuartel.

      En ese momento, todos los asaltantes querían entrar en su interior y acabar con los rebeldes. No querían que los tachasen de cobardes. Había que entrar y matar, y el gentío que se había acumulado en torno al cuartel se lanzó al asalto, confiado en que la situación había cambiado y ahora eran ellos los que la dominaban.

      —¡Vamos, ahora, a por ellos! ¡Muerte a los fascistas! ¡Viva la Republica! —gritaban.

      Salieron de todas partes: de los portales donde se protegían, de las calles adyacentes, de los improvisados parapetos; y corrieron al asalto del cuartel.

      Pero los fusiles y las ametralladoras siguieron disparando desde los balcones del edificio y algunos asaltantes fueron alcanzados. El gentío saltaba sobre los que caían y avanzaban. Parecía más seguro seguir hacia adelante y protegerse pegados al muro del edificio, que retroceder. El cuartel tenía unas rampas y escalinatas para acceder a la entrada principal que, llegando a ellas, ofrecían protección.

      Por fin muchos de los sitiadores lograron entrar en el cuartel.

      Los únicos con un mínimo de organización y con conocimiento militar, los guardias de asalto y guardias civiles, quisieron imponer cierto orden, pero las hordas populares poco caso hacían a sus consejos. Entraron en tropel, gritando; con un furor marcado por el odio y el deseo de matar.

      Pronto disminuyó el cruce de disparos. Los del interior, en desorden, se iban rindiendo, exhibían improvisadas banderas blancas y salían de sus escondrijos con los brazos levantados. Las piezas de artillería dejaron de disparar. Desde fuera se sentía cómo en el interior parecía que proseguía el macabro espectáculo. Disparos y más disparos se oían y ya nos imaginábamos lo que estaba sucediendo. La masacre había comenzado.

      —¡No os quedéis quietos! —nos gritó Adánez—. ¡Sé que os importa tres narices todo esto, pero tenéis que hacer entender que estáis con ellos! No hace falta que entréis al cuartel, pero que os vean correr hacia él… y gritad… ¡Gritad con fuerza…! ¡Insultad, como hacen los demás!

      —¡Parece que ahora ya disparan menos! —continuó—. ¡Vamos! ¡Vais sin armas, no os expongáis! ¡Entrad, pero quedaos al margen de todo! Si nos perdemos, en cuanto esto se calme un poco nos vemos junto al monumento a Cervantes, en el centro de la plaza de España.

      Cuando los asaltantes entraron en el patio del cuartel, los refugiados y los defensores salían asustados con los brazos en alto, con actitud de rendición. De nada les valió. A medida que iban saliendo al patio, los iban asesinando. Mataron a más de trescientos. El patio quedó sembrado de cadáveres.

      En esos primeros momentos, a todo al que encontraban con un fusil en las dependencias del cuartel, o llevaba uniforme militar del Ejército, o suponían que era de los que se habían encerrado voluntariamente en el cuartel y resistieron, era ejecutado en el acto; sin más contemplaciones. En algún caso vi cómo a un muchacho que no portaba fusil le hacían quitarse la camisa para ver si tenía el hombro derecho irritado por el golpeteo producido por el retroceso del fusil al disparar. Si era así, era una prueba definitiva y le descerrajaban un tiro allí mismo, sin más. Observando el descontrol y la impunidad con la que se actuaba, estoy seguro de que también alguno de los asaltantes, por llevar un fusil en la mano, fue confundido y pagó con su vida.

      El general Fanjul, que dijeron que había sido el que promovió el encierro y organizado la defensa, debió de pensar que las tropas del general Mola, que avanzaban hacia Madrid, entrarían de inmediato y llegarían a tiempo. Se equivocaba. También fue herido por un disparo de la artillería y posteriormente apresado.

      —A ese ya no le salva nadie —dijo un asaltante—. Seguro que le fusilarán.

      Algunos oficiales de los allí encerrados se rindieron. A unos cuantos los mataron en el acto; otros, sabiéndose vencidos, se reunieron en un despacho y se pegaron un tiro.

      Muchos de los encerrados en el cuartel aprovecharon la confusión. Desarmados y vestidos de paisano, consiguieron mezclarse con los asaltantes y escabullirse. Menudo caos había.

      Los asaltantes entraron a saco en las dependencias del cuartel y se apoderaron de cuanto les interesó: armas y enseres, fusiles arrebatados a los soldados caídos, pistolas, bayonetas, incluso cartucheras y cascos. Todo lo que les apetecía o quisieron. Vi salir a uno vestido con el atuendo clásico de un miliciano, correajes, pistola al cinto y botas altas, con una máquina de escribir; otro portaba una caja metálica que me pareció una caja fuerte; y hasta vi a un hombre, ya entrado en años, que se llevaba una caja de puros. Vamos, un saqueo en toda regla.

      La mayoría de los fusiles y cerrojos almacenados en el cuartel, codiciados por el pueblo y cuya entrega había sido ordenada por el Gobierno, fueron requisados por los guardias de asalto para ser trasladados a algún lugar más seguro y poder armar a las milicias que se estaban formando.

      Yo entré en el cuartel empujado por el tropel. Me quedé cerca de la puerta que daba entrada al patio. Permanecí pegado a la pared, sorteando el gentío


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