El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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a por ellos! ¡Que no quede ni uno! —y apoyaban sus proclamas haciendo disparos al aire con sus fusiles.

      Más calladamente, a mi alrededor, también se escuchaban otros comentarios:

      —¡Vaya desmadre! Así lo único que lograremos será enconar más las cosas y estropearlas —comentó uno.

      —Esto parece una verbena. Aquí cada uno va a lo suyo. ¡Yo me largo! ¡Esto no tiene remedio! —dijo otro.

      —¿Quién tiene una pistola? ¡Cambio «naranjero» por una pistola! —vociferaba un paisano que se había agenciado una gorra de plato con la estrella de alférez. Portaba un subfusil ametrallador, de esos que llamaban «naranjeros»; dicen que porque son construidos en Valencia.

      «A quién se lo habrá quitado», pensé yo: «Hasta es posible que se haya cargado al verdadero oficial al que le pertenecía».

      Ya no había guardia en la puerta. Ahora estaba abierta de par en par sin nadie que vigilara. Algunos soldados del regimiento ya se marchaban apresuradamente. Otros, como yo, estábamos desorientados. No sabíamos qué hacer. Necesitábamos saber algo más de lo que pasaba. ¿Qué nos encontraríamos ahí fuera? La incertidumbre nos detenía y hasta nos daba miedo el momento y la situación.

      Fuera del cuartel se oían algarabías y algún tiro. Olía a humo y salí a la puerta para ver qué averiguaba. Me pareció divisar un penacho de humo, que parecía procedente de una iglesia que había por allí cerca. Ya se había comentado que los anarquistas y comunistas estaban quemando las iglesias y si encontraban al cura, le pegaban un tiro y listo.

      Muchos soldados del regimiento ya no vestían el uniforme. Era conveniente confundirse con la gente y no llamar la atención. Por eso, lo mejor era vestirse como la mayoría. Llevar puesta una prenda que te pudiese identificar como militar, podría hacer dudar a los malpensados si eras o no uno de los rebeldes sublevados. Había que intentar que no te situasen por el atuendo en un bando u otro del conflicto. Un traje de chaqueta, un sombrero o unos zapatos cerrados, no podían usarse, porque parecerías un burgués de buena vida y, en este momento ese aspecto podía llevarte a una mala situación. Por lo que estaba observando, parecía que lo conveniente era vestirse con un mono de trabajo y calzar unas sencillas zapatillas o unas abarcas, como la mayoría. Yo no tenía esas prendas y tampoco sabía cómo conseguirlas. Por supuesto, portar un arma, en las manos, al hombro o al cinto, era sinónimo de miliciano o participante activo en el conflicto. En fin, un problema la apariencia en ese momento.

      Yo también me quité el uniforme. Me vestí con una simple y poco lustrosa camisa blanca y unos raídos pantalones grises que me había metido mi madre en el petate la última vez que estuve en el pueblo.

      Quería pasar desapercibido. No me impulsaba entusiasmo bélico alguno y me pareció lo más prudente, no fuese que me obligasen a subir al camión que se preparaba para partir, lleno de los nuevos milicianos armados con los fusiles que les habían dado.

      Iban cantando y riendo, como niños con zapatos nuevos; como si fuesen a una romería.

      Yo no lo podía entender. ¡Querían matar y así lo proclamaban!

      No es que su motivo fuese el de defender la República y mantener el orden establecido, no; ¡ni mucho menos…! Ellos querían matar. Era una pandemia de odio que infectaba a todo el que se involucraba, y era ese odio, el marchamo con el que se estaba marcando a las generaciones de este nefasto siglo XX.

      ¡Qué tiempos malos me ha tocado vivir!, pensé.

      Yo no era un cobarde; pero no estaba motivado para participar en aquella siniestra función de teatro y arriesgar mi vida por ninguna ideología. No la tenía o, al menos, no tenía ninguna de las que ahora imperaban en España y pugnaban por imponerse. No comulgaba con los pensamientos comunistas, marxistas, leninistas y todos aquellos istas que por aquellos tiempos proliferaban y que habían sido sembrados por el mundo entero; en especial por Europa después de la revolución rusa. Me parecía una quimera imposible y su teoría, destinada al fracaso. La condición humana no se podría adaptar a su lógica, aunque teóricamente pudiese parecer correcto. Siempre surgiría el dictador que, bajo sus premisas y valiéndose de promesas, mentiras y engaños, impondría las reglas del juego. Lo pensaba y siempre llegaba a la misma conclusión: «mal de muchos, consuelo de tontos», decían en mi pueblo. Si en algún lugar se instaura, el tiempo me dará la razón.

      Tampoco estaba de acuerdo con la teoría fascista o nazi que salió a la palestra principalmente después de la Gran Guerra; donde el corporativismo o esa unidad monolítica del Estado, que exalta la idea de nación sobre la del individuo, elimina su libertad y su libre albedrío y donde un único partido totalitario determina el quehacer político de la sociedad que controla. Esa teoría, anularía la incipiente democracia que queríamos instaurar en nuestra sociedad española. Ni aun lo que nos quieren vender como plena libertad: el liberalismo extremo, donde cualquiera podía hacer lo que le viniese en gana; simplemente siguiendo lo que su moral o ética individual le marcara. Eso es lo que estaba sucediendo en estos días. Y por supuesto, mucho menos el anarquismo, que anula toda autoridad y nadie tiene la obligación de sujetarse a derecho. Así no se pueden controlar los desmanes: sin normas y sin leyes. Promulgando la abolición del Estado y cualquier tipo de gobierno. Menudo caos.

      ¡No!, yo no estaba por ninguna de esas opciones. Todo lo que estaba sucediendo era un desastre. A mi parecer, las alternativas que nos ofrecían los de uno u otro bando no eran válidas para establecer una convivencia de paz y conseguir adelantos sociales, que era lo que, curiosamente, los involucrados promulgaban. Yo no podía tomar partido por ninguno.

      Analizando mi postura he llegado a la conclusión de que lo que sí soy es un perfecto demócrata; donde la libertad del individuo en expresarse, el diálogo y el consenso de la mayoría impone las normas de la convivencia.

      Todos teníamos el derecho a elegir a quienes queremos que nos representen, a debatir en el parlamento su proyecto, a votarlo entre todos y la obligación de aceptar la decisión de la mayoría. Así se conseguía una convivencia pacífica y próspera.

      ¡Sí!, por eso sí que estaría dispuesto a luchar y a jugarme la vida. Pero por las alternativas que en ese momento me daban, no.

      Mi reflexión me hizo guardar silencio un buen rato. Me hubiese gustado exponerlo al grupo que habíamos formado, pero no me atreví. Todavía no tenía el conocimiento suficiente de lo que cada uno pensaba para hacerlo con tranquilidad.

      Estábamos allí los cuatro, parados, mirándonos y sin saber qué hacer:

      —¡Vaya desmadre! —comenté por decir algo.

      —¿Desmadre? ¡Locura, parece a mí que es!... ¡Yo me largo ya! ¡Me voy a mi casa! —dijo Santiago—Ya sabéis que mi padre tiene una peletería en la plaza Mayor, aunque con la que está cayendo, no sé si aún estará abierta. Lo dudo.

      Y continuó

      —Bueno; ya sabéis dónde encontrarme por si puedo ayudaros en algo. Solo tenéis que ir a la plaza Mayor y buscarla, está en los soportales. No tiene pérdida. Es la única.

      Y, sin pensarlo dos veces, sin más despedida y sin nada en las manos, salió corriendo calle arriba, hacia la Moncloa.

      —¡Adiós, Santiago…! —nos dejó con la palabra en la boca.

      Allí, en el cuerpo de guardia ahora vacío, junto a la puerta, nos quedamos, indecisos, los tres restantes del grupo.

      Sabíamos que Adánez vivía en Madrid y supuse que también se marcharía en cualquier momento.

      —¿Y qué hacemos nosotros ahora? —preguntó Gabino—No tenemos dónde ir, claro, pero si nos quedamos aquí, en el cuartel, corremos peligro. No sé qué puede pasar ahora. Tened en cuenta que aún somos soldados, pero sin regimiento. Si nos quedamos, es posible que nos enganchen y nos líen para que nos alistemos a esas milicias de locos e ignorantes, que llevan a pegar tiros por esos montes de Madrid. Puede que nos suban a la fuerza a alguno de esos camiones; que nos den un fusil y que nos lleven a donde les de la gana… Hay que largarse. Ya nos apañaremos.

      Adánez


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