El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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los requetés que vienen hacia Madrid con el traidor Mola ¡Quieren masacrarnos, pero no lo conseguirán, porque la sierra de Guadarrama será su tumba! ¡Muerte a los fascistas!

      —¡Y a los curas! —gritó otro desde una ventana que daba al patio

      —¡Viva el ejército del pueblo! —vocearon algunos de los presentes— ¡Muerte a las tropas de los traidores rebeldes!

      Nosotros nos quedamos mirando la situación; sin saber qué pensar y mucho menos qué hacer.

      —¿Es que os vais a quedar sin hacer nada? ¿Qué hacéis ahí parados como pasmarotes? —gritó otro miliciano también armado empujando a los que observábamos indecisos.

      —¡Es hora de que detengamos a esos cabrones golpistas de derechas!, ¡esos traidores a España y a la República! —continuó el del cajón—. ¡A Madrid no pasarán! ¡A por ellos…! ¡Vamos a detenerlos! ¡Manifestad vuestra ira!

      Me parecía que la situación podría llegar a ser peligrosa. Yo no sabía bien a qué venía esa arenga, pero estaba claro que pretendía reclutarnos para llevarnos a la guerra; a pegar tiros; a matar a semejantes, y esa idea, planteada de repente, no concordaba con mi ánimo de participar en ese conflicto que, ni quería ni entendía. Me dieron ganas de esconderme. No lo hice por respeto a mis amigos y porque no sabía por dónde escabullirme. Me entró miedo. Aquello me asustaba.

      Había entrado más gente desde la calle; incluso algunas mujeres, vestidas de forma parecida a la de sus compañeros. También iban armadas y enarbolaban banderas rojas y negras, con las siglas de la CNT, y otras rojas, con el símbolo comunista. Me sorprendió su atuendo: pañuelo rojo al cuello, correaje y cartucheras a la cintura, y algunas el clásico gorrito militar de dos puntas con borla roja y, por supuesto, su Mauser al hombro y hasta alguna había con pistola al cinto.

      A mí, la participación bélica activa, no me parece una actitud muy femenina precisamente, pero yo ya estoy desconcertado. Desde hace un par de años para acá, la reivindicación de la mujer se manifiesta en todos los ámbitos que se les ofrece y tienen oportunidad; yo creo que tanto se esfuerzan en ello, que llegan a olvidarse de su condición de hembras de una especie.

      Mis compañeros también estaban desconcertados ante aquel espectáculo

      —Bueno, —dije elevando la voz— esto solo sucede en Madrid; en mi pueblo, las mujeres son de otra forma

      Ellas gritaban y se esforzaban en animar a que nos uniésemos a su grupo de exaltados milicianos. Cuando alguno, convencido, manifestaba su intención de sumarse a su grupo de milicias populares, alguna le abrazaba y estampaba y beso gritando para que todos lo oyesen y se animasen:

      —¡Aquí hay otro hombre valiente!

      No se sabía quién y cómo, pero habían requisado los fusiles Mauser y otras armas que normalmente guardábamos en los armeros de las compañías; el caso es que quedaron pocos a los que podíamos acceder y todos desmontados. Deduje que se habían llevado los furrieles a las dependencias de intendencia, porque a su puerta se había formado una larga cola para alistarse a las Milicias del Frente Popular y recoger, con cierto orden, un fusil y algunas municiones. Seguramente el traslado de esas armas a un lugar más seguro era lo conveniente ante el revuelo y descontrol que se había formado.

      Había más gente esperando fusiles que soldados en el regimiento, y seguían entrando más paisanos desde la calle. Además, muchos de aquellos fusiles, como estaba previsto, carecían de cerrojo y, por tanto, eran inútiles.

      —¿Y dónde están los cerrojos? — preguntaban.

      —Dicen que en el Cuartel de la Montaña los tienen almacenados y que hay allí, por lo menos, cincuenta mil fusiles y mosquetones completos —contestó uno que parecía mejor informado— y también los cerrojos que nos faltan.

      —Pues el Gobierno ha ordenado que se arme al pueblo, así que tienen que entregarlos —contestó uno aún con camisa del Ejército, que lucía unos galones de sargento, aunque no sabíamos si realmente le pertenecían.

      —Pues a mí me parece que, tal y como se está estructurando todo, es un error —comentó Adánez con cierta lógica—. Para derrotar a los sublevados de derechas, las izquierdas tienen que estar unidas y eso, ya lo estamos viendo, es imposible. Todo el mundo manda y no hay una dirección única, que es imprescindible. Los comunistas, los anarquistas, los socialistas, los sindicalistas… cada uno por su lado buscado soluciones y dando órdenes. Así no puede ser. Los políticos del Gobierno podrán temer al fascismo, pero al pueblo, en posesión de armas y sin control, deberían temerlo aún más. Esa panda de energúmenos incultos de la CNT y otras similares, que son más dados a la lucha callejera haciendo solo desmanes, serán incontrolables y, ante el enemigo real, ineficaces. Lo primero que tienen que hacer, antes de darles fusiles, es crear una estructura organizada y bien dirigida, no como lo que ahora está pasando, que la actitud de estas masas populares es la de campar por sus respetos y hacer lo que les da la gana, sin orden ni control. Además, esas armas, la mayoría de ellos y las dispuestas señoritas, no sabrán usarlas.

      —Puede que tengas razón —dije yo.

      Lo malo es que, en la situación que se había generado, las emociones, exaltaciones y sus consecuencias eran ya difíciles de controlar. Este resultado, a la vista de los acontecimientos, debería de haber estado previsto.

      Allí nadie sabía nada ni nadie imponía el orden más elemental.

      Los oficiales del regimiento o se habían escondido o, tal vez, se habían vestido de paisano para pasar desapercibidos. La realidad era que por allí no se veía a ninguno.

      Del pabellón de oficiales, ahora invadido, salió uno con uniforme de teniente. Arrebató el megáfono al miliciano que lo portaba y gritó subiéndose a la improvisada tribuna:

      —¡Orden! ¡Orden, por favor! ¡Escuchadme! Los mandos de este regimiento somos leales a la República y, si queréis hacer las cosas bien, tenéis que guardar orden y someteros a la disciplina militar marcada en el ejército.

      Las risas y pitidos se oyeron por el patio del cuartel.

      —¿Y tú quién eres, «general»? ¿Eres tú quien nos dirá qué tenemos que hacer…? ¡Ja, ja, ja! —increpó un miliciano animado por las risas de sus compañeros.

      —¿Y cómo sabemos que tú no eres uno de esos traidores rebeldes? —intervino otro, cargado de correajes y fusil en la mano.

      —¡Escuchadme!, ¡escuchadme! —continuó sin hacerles caso— El coronel de este regimiento, don Tulio, fue destituido y apresado ayer por ser adepto a los golpistas. El y algunos oficiales más que le secundaban fueron apresados y conducidos a la Cárcel Modelo, que está aquí cerca. Los oficiales que permanecemos en el cuartel permanecemos leales a España y la República, y somos los responsables de esta purga de traidores. ¡Hacednos caso! ¡Con este desorden no lograremos nada y todo estará perdido!

      —En Madrid —siguió diciendo—, los militares y otros que secundan la rebelión se han refugiado en el Cuartel de la Montaña. Allí están las armas que el pueblo pide y que necesitamos para defendernos. Tenemos que acabar con ese foco de resistencia y apoderarnos de las armas para formar los batallones bien armados e ir a detener a las fuerzas del general Mola que, por la carretera de La Coruña, se aproximan a Madrid desde el norte. ¡Tenemos que impedir que entren en la capital, porque si lo logran, estaremos perdidos y será una masacre! ¡Tenemos que defender a nuestros padres, a nuestras mujeres, a nuestros hijos…! ¡Pero para ello hay que terminar con este alboroto y organizarnos bién! ¡No vale solo con el entusiasmo o la rabia que demostráis! ¡Hay que actuar con orden y estrategia militar! ¡Nosotros, los oficiales con formación y experiencia, estamos con vosotros y a vuestro servicio! ¡Fiaos de nosotros, los militares profesionales fieles a la República, y así conseguiremos que los rebeldes no logren sus objetivos! ¡No pasarán!

      —¡No pasarán! ¡A Madrid no pasarán! —corearon todos.

      En ese momento, un camión que tenía burdamente rotuladas en blanco las siglas de la CNT irrumpió en


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