El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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teníamos nada que objetar ni alternativa a la propuesta que nos hacía. Pensamos que Adánez conocía Madrid, que estaría bien relacionado y nadie mejor que él para orientarnos.

      —¡Vamos!; subid a la compañía a por vuestras cosas. —nos apremió— No carguéis con mucho; llamaríamos la atención y hasta es posible que tengamos que correr. No sabemos qué nos espera ahí fuera.

      6. Nosotros, como todos… El Cuartel de la Montaña

      20 de Julio de 1936

      En cinco minutos estábamos otra vez los tres juntos en el portalón del cuartel y, como habíamos acordado, cada uno con un pequeño hatillo. No habíamos cogido ni los petates militares ni maleta alguna. Había que ir ligeros.

      —¡Vámonos! —ordenó Adánez echando a andar calle abajo—Mejor por Ferraz; habrá menos jaleo. Por arriba está la Cárcel Modelo y he oído que también hay follón, porque están liberando a los presos comunes y metiendo en ella a todos los golpistas que encuentran.

      En el mismo paseo de Moret, haciendo esquina con Ferraz, había un buzón de Correos.

      —Esperad un momento. Tengo que echar esta carta que escribí ayer a mi novia.

      —¡Vamos, date prisa! A ver si tienes suerte y le llega.

      Había pensado Adánez que por Ferraz sería mejor, pero se equivocaba.

      Marchábamos rápidos, pero poco antes de llegar a la calle Alberto Aguilera nos encontramos con un tumulto de gente que, con el puño en alto, gritaba:

      —¡Al Cuartel de la Montaña!, ¡acabemos con esos hijos de puta de una vez! ¡Panda de cabrones, rebeldes cobardes que se esconden como niñatas!

      —¡Además, nos tienen que entregar las armas! —dijo otro—. ¡Es una orden del Gobierno! ¡Son nuestras! ¡Las necesitamos para defender nuestra causa nacional y nuestra República!

      En el Cuartel de la Montaña se guardaban, según decían, además de un arsenal de fusiles y otras armas, cuarenta y cinco mil cerrojos de Mauser, necesarios para que los que se requisaron en diversos acuartelamientos fuesen operativos. Si no, serían inútiles.

      Mientras marchábamos por Ferraz, a través de una ventana abierta a la calle se oía una emisora de radio con el volumen elevado al máximo. Una voz femenina aclamaba:

      Trabajadores, antifascistas, pueblo laborioso:¡todos en pie, dispuestos a defender la República, las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo

      —¿Quién es esa? —pregunté.

      —Creo de es Dolores Ibarruri o Urribarri, no sé —contestó Gabino.

      —La Pasionaria, creo que la llaman —informó Adánez—. Es una diputada del Partido Comunista.

      Un concurrido grupo de milicianos subía desde el paseo de Rosales para unirse a los que por allí se manifestaban. Otros muchos continuaron por el mismo paseo en dirección al Cuartel de la Montaña, que se encontraba en el alto del Príncipe Pío. Un lugar despejado que dominaba la estación del Norte y la ribera del Manzanares.

      —¡Viva la Republica! ¡Muerte a los sublevados cobardes! —se voceaba.

      En la calle había todo tipo de personajes gritando con el puño en alto: hombres maduros y muchachos jóvenes, chicas con mono y gorrito de puntas. La mayoría eran paisanos, aunque también había algún guardia civil y otros uniformados que parecían de la Guardia de Asalto, que era las fuerzas del orden gubernamental.

      Muchos marchaban llevaban escopetas de caza, algunos con fusiles y los más, desarmados y vociferantes.

      Gritos, insultos, consignas e imprecaciones de odio.

      —¡Vamos a por ellos, a echarlos de allí! ¡No dejéis ni uno!

      —¡Mueran los fascistas rebeldes!

      Nosotros tres, meros espectadores, no sabíamos qué hacer ni cómo escaparnos de aquel tumulto sin llamar la atención.

      Estábamos en eso cuando un escandaloso y vociferante miliciano nos empujó hacia abajo de la calle para que nos uniésemos a ellos.

      —¡Eh, vosotros…! ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Vamos! ¡Luego os daré fusiles para que os carguéis a esos hijos de puta!

      No tuvimos más remedio que seguirlos. Nuestra seguridad estaba en peligro si les llevábamos la contraria.

      Ya antes de llegar al final de la calle Ferraz, donde se junta con el paseo de Rosales, oímos muchos disparos y el tableteo de una ametralladora: «¡ta, ta, ta, ta, ta!». Disparaban desde los tejados de las casas y otras ametralladoras, me pareció, respondían desde el cuartel disparando a los asaltantes que se aproximaban. Aquello creó un gran desconcierto entre los que nos acercábamos.

      Ahí fue donde percibimos peligro.

      —¡Hay que tener mucho cuidado! —dije a mis amigos, que se protegían en la entrada de un portal—. ¡No hay que ponerse a tiro!

      Un hombre de edad avanzada había sido abatido y estaba en el suelo boca abajo con una mancha de sangre en su espalda. No se movía. Una mujer miliciana trataba de arrastrarle a un lugar más protegido.

      —¡No os separéis! —dijo Adánez—. ¡Pero pegaos a la pared y ojo con asomar la cabeza por las esquinas abiertas al oeste! ¡Parece que desde el Cuartel de la Montaña están disparando! ¡Tened mucho cuidado y no os expongáis!

      —Deberíamos largarnos —dijo Gabino asustado.

      Yo no me atrevía ni a asentir, aunque era lo que deseaba.

      —Todavía no. No es el momento —dijo Adánez— Si intentamos marcharnos ahora podríamos llamar la atención y no sé cómo reaccionarían estos energúmenos.

      Adánez había tomado las riendas de nuestra situación y nos ordenaba lo que debíamos hacer. A nosotros nos parecía bien. Él conocía la ciudad y confiábamos en que tendría capacidad para sacarnos del atolladero. Además, tenía la posibilidad de ayudarnos después. Nosotros dos, Gabino y yo, solos, estábamos perdidos.

      Un grupo de asaltantes se dividió para, dando un rodeo, acceder al lugar y tenerlo a tiro desde la plaza de España, que se situaba al sureste del cuartel.

      —¡Ahora! ¡Vamos con ellos! —nos gritó Adánez—. Correremos menos peligro por detrás que si seguimos por Ferraz o Rosales, donde estaríamos más al descubierto.

      Y tras ese grupo fuimos. Unidos a ellos, con el puño en alto como ellos, y gritando, igual que ellos. Para nosotros era una farsa, pero nos teníamos que camuflar y salir indemnes de allí lo antes posible.

      Maldita era la gracia que nos hacía a nosotros aquella situación. A mí me daban igual tanto los fascistas encerrados en rebeldía en el cuartel como los comunistas, los anarquistas o los de otras organizaciones que los asediaban y amenazaban con matarlos. Yo lo único que quería era salir de allí y marcharme cuanto antes. Pero la consigna era: «o con nosotros o contra nosotros». Había que tenerlo en cuenta y jugar con ello para salvar el pellejo.

      Cuando llegamos a la plaza de España, vimos cómo dos baterías estaban disparando contra el cuartel. El estruendo de los disparos era infernal. La gente se parapetaba en los árboles, en los bancos de piedra, en el monumento a Cervantes que había en el centro de la plaza con la figura de don Quijote, que parecía que señalaba al cuartel, y Sancho, su fiel escudero que le seguía resignado, como nosotros a las masas en un hipotético símil.

      Estando allí, apelotonados en la esquina de la plaza de España, intentando quedarnos atrás de la muchedumbre y sin exponernos mucho, oímos llegar un camión de cerveza que arrastraba otro cañón de campaña de gran calibre. Sus bocinazos hicieron que nos apartásemos para dejarlos pasar con su ruidoso trepidar de las ruedas de hierro por los adoquines de la plaza. Se apostaron casi en la esquina de la calle Luisa Fernanda con Ferraz, frente al cuartel; un emplazamiento perfecto para bombardear el edificio con eficacia


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