El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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Madrid; pero dicen que hay una quinta que ya está aquí dentro. Es la que aquí surgió desde el principio, incluso antes de la rebelión militar; y que aquí actúa: esa es la Quinta Columna. Son partidarios de las derechas que, en secreto, se encuentran esperando dentro de la ciudad. No dan voces, no salen luciendo sus fusiles ni sus banderas, pero su eficacia puede ser demoledora. Pueden ser desmoralizadores del pueblo, difusores de noticias desalentadoras para unos y esperanzadoras para otros, organizadores de planes de huidas para quienes quieren pasar al lado de los sublevados, falsificadores de documentos de identificación, saboteadores cuando llega el momento, espías, informadores. En definitiva, infiltrados que anhelan el triunfo de las derechas y están dispuestos a cualquier acción a favor de los levantados en armas. No hay que subestimarlos. Serán silenciosos, pero eficaces y difíciles de descubrir.

      Comprendí.

      —En la guerra, todo vale —concluyó.

      —Pues en cualquier momento se puede armar una batalla por las calles de Madrid, porque seguro que estos camuflados tienen armas y puede que estén dispuestos a enfrentarse a estas milicias populares que se están armando. Fijaros si desde estas ventanas —dije señalando las que abiertas daban a la plaza— no podrían acribillar a todo este gentío.

      —No creo que lo hagan ahora —contestó Gabino— no tendían forma de escapar y saben que el populacho se los cargaría rápidamente. Esa acción no tendría consecuencias que decantasen la situación significativamente. Solo valdría para enervar más a los ciudadanos y, seguramente, esperarán a que la situación les favorezca. Ya veríamos que pasaría si los otros lograsen entrar en Madrid. No lo quiero ni pensar.

      7. La familia Adánez

      Fuimos por la Gran Vía hasta llegar a la calle de Alcalá. Llegamos a la plaza de Cibeles. Era tal la muchedumbre que allí había concentrada, con banderas y pancartas de «NO PASARÁN», que tardamos en atravesarla, intentando no involucrarnos con el arrebatado gentío. Subimos hasta la Puerta de Alcalá y después tomamos la calle Serrano en dirección a la calle de Goya.

      Más coches, con las siglas burdamente pintadas en blanco de la CNT y la FAI, circulaban con milicianos y milicianas armadas. Algunos iban subidos a los estribos y sujetos de las ventanillas abiertas. Camionetas también repletas de hombres con el puño en alto, pertrechados y dispuestos a la lucha que decían encaminarse a la sierra de Guadarrama para detener las columnas del general Mola.

      —¡Vamos compañeros…! —vociferaban a los transeúntes—. ¡Venid con nosotros a detener a los fascistas! ¡Hoy ya les hemos vencido aquí, en Madrid! ¡Ahora les venceremos antes de que logren llegar!¡Abajo Franco y sus tropas moras! ¡Abajo Mola y sus esbirros! ¡No entrarán en Madrid!

      Cerca de la calle de Goya, un grupo de hombres y mujeres exaltados, cada uno portando su fusil amenazante, conducía a un grupo de unos seis u ocho hombres desarmados con los brazos en alto.

      —A estos se los van a cargar —dijo Adánez.

      Otro grupo numeroso bajaba por Goya con banderas: la negra y roja anarcosindicalista de la CNT y la comunista con el martillo y la hoz. Cantaban La internacional y animaban con el puño en alto a que los transeúntes que se iban encontrando para que se uniesen a su jolgorio.

      Por la calle de Serrano anduvimos hasta Hermosilla. Casi esquina a la calle de Velázquez, en una casa señorial de cinco plantas, vivía Adánez. La fachada tenía unos amplios balcones en la planta principal, con barandillas de hierro y ventanas adornadas con cornisas labradas en el resto de las plantas. Se accedía a ella a través de unas amplias y macizas puertas de madera con sólidos herrajes de hierro. Solamente mantenía semiabierta una de las puertas.

      Un descarado conserje, con cara de pocos amigos, nos salió al paso cuando intentábamos entrar.

      —¡Eh, eh…! ¿Qué desean ustedes? — parece que no reconoció a Adánez y pienso que, en su inspección, no le debió de gustar mucho nuestra pinta.

      —¿Es que no me reconoces, Andrés? —dijo Adánez—. Soy Juanito…

      Se quedó un rato parado; mirándonos, primero a los tres y después a Adánez.

      —¡Huy!,… ¡perdone, señorito! ¡Es que está usted muy cambiado! Como hace tiempo que no le veo… Y además como va usted vestido con un mono, pues…

      Adánez, por pasar más desapercibido, se había puesto un mono de mecánico de los que se usaban en el cuartel.

      —Y eso no es lo suyo, señorito —continuó hablando—. Usté siempre ha vestido muy elegante y no le había reconocío.

      —No pasa nada, Andrés… ¿Sabes si está mi padre en casa?

      —Bueno,… no sé…—titubeó— Bueno, sí lo sé; pero me tié dicho que no diga a nadie si está o no y que toque el timbre de la casa para que él sepa si sube alguien.

      —¡Pues sí, vamos a subir! —dijo Juanito.

      —¿Quiere usted que le avise?

      —¡No, prefiero darles una sorpresa!

      En el amplio portal, que daba acceso a un patio, había un coche negro lustrosamente limpio y brillante. Creo que era un Hispano Suiza. Seguramente sería del padre de Adánez, pensé.

      Subimos al piso principal por la ancha escalera con barandilla de hierro forjado, pasamanos de madera y sofisticado ascensor en el hueco.

      Nos encontramos con una puerta de caoba que denotaba lo señorial de la casa. Adánez llamó al timbre y vimos cómo la mirilla metálica bruñida se abría por dentro. Alguien, después de mirar por ella y emitió un gritito de sorpresa.

      —¡Huy, Dios mío…!, ¡si es el señorito! —dijo al tiempo que abría la puerta— ¿Cómo lo iba yo a suponer?... Pasen, pasen. Ahora mismo llamo a la señora…

      Adánez nos empujó al enorme hall de altos techos y trabajado artesonado de escayola que tenía la casa. Una vez dentro, cerró la puerta precipitadamente.

      —¡Señora, señora! —fue corriendo y gritando la chica por el pasillo—. ¡Está aquí el señorito Juanito con dos amigos!

      Casi al mismo tiempo salieron la madre y el padre, y se lanzaron a abrazarle y besarle.

      —¡Hijo mío, nos tenías preocupados! ¡Hace muchos días que no sabemos de ti, y con lo que está pasando estábamos temblando!

      Gabino y yo nos quedamos un poco rezagados, contemplando lo efusivo del momento.

      El padre se nos quedó mirando. Su gesto denotaba sorpresa y curiosidad, o tal vez preocupación. No era momento de buenas formas.

      Sin esperar la necesaria pregunta, Adánez informó:

      —Estos son Mariano y Gabino, dos amigos compañeros del cuartel… Y que, por si no lo sabéis, nuestro regimiento ha sido disuelto y hemos salido para no volver más a él. Estamos licenciados.

      —¿Licenciados? —dijo el padre manifestando su duda.

      —Bueno… —respondió su hijo—. Eso nos han dicho. Al menos no tenemos que regresar al cuartel.

      El padre nos examinó intentando hacerse una idea de lo que pensábamos y cuál sería nuestra posición en aquella España dividida. Su desconfianza era evidente.

      Hubo un silencio y, dándome cuenta de la reticencia para abrirse a nosotros, me adelanté y dije:

      —No se preocupe, señor —dije señalándonos— Nosotros dos somos maestros de escuela.

      Me pareció que eso aclararía que no éramos la gente inculta que imperaba en ese momento por las calles

      Y aunque nuestra postura es de respeto a la democracia —continué— no tomamos partido por ninguno de los bandos que ahora pelean. Solo deseamos que el orden sea restablecido y vivir en paz y libertad. Esperamos que eso sea pronto. No aceptamos este caos ni la violencia de unos y de otros.

      —¡Ya…!


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