El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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estaba lleno de cadáveres. A veces volvían a disparar a los caídos en el suelo, por si alguno permanecía con vida. Yo no podía soportar ese espectáculo macabro.

      Algunos asaltantes también habían sido abatidos desde las ventanas del cuartel y quedaron tirados en la rampa de entrada y en los jardines adyacentes, sin que el resto les hiciese mucho caso. Algunos de los heridos del exterior fueron atendidos por un grupo de mujeres y transportados no sé a dónde, con unas improvisadas camillas. La hoja de una puerta, en algún caso, valió para ello. Otros, arrastrados o asidos entre dos, los sacaban de allí. Oí las sirenas de algunas ambulancias que acudían al macabro escenario.

      Me asustaba ver lo que el odio podría hacer si la situación bélica continuaba. No quería ni pensarlo.

      Ya había pasado un buen rato desde que irrumpieron en el recinto y los asaltantes se extendieron por todas las dependencias buscando más víctimas para satisfacer su cólera. Yo me quedé parado un rato a la entrada, antes de llegar al patio; sin moverme. No quería ver más el resultado de ese odio desbocado.

      Había perdido de vista a mis amigos. Aún se oía algún tiro en el interior. Temía por ellos.

      «¡Otro tiro más!», pensaba yo: «Ojalá mis amigos estén a salvo».

      Salí de aquel siniestro lugar escabulléndome como pude y me dirigí al punto de encuentro convenido en la plaza de España. Fui andando despacio, a pequeños tramos; parándome a cada momento y, como haciéndome el despistado, miraba a un lado y a otro oteando la situación. Poco a poco descendí la rampa del cuartel para acercarme a donde habíamos quedado en encontrarnos.

      Allí estaba ya mi amigo Gabino y poco después llegó Adánez.

      —¡Hola, chicos! —saludó Adánez al llegar—. Menos mal que estáis a salvo.

      —¡Asustados! —fue la única y agitada respuesta que pude darle.

      —¡Vámonos! ¡Salgamos de aquí! —aconsejó Gabino, y preguntó—: ¿Por dónde vamos que sea más seguro?

      —Por donde haya más gente —respondió Adánez—. Así pasaremos más desapercibidos. Iremos desde la Gran Vía hacia el barrio Salamanca. Tenemos que ver a mi padre para que nos ayude.

      Coches con las siglas burdamente pintadas de la CNT y de la FAI, seguramente requisados a sus propietarios, circulaban en todas direcciones haciendo sonar las bocinas: banderas desplegadas por las ventanillas. Puños en alto. Sirenas de ambulancias y camionetas circulando; algunas en dirección al Cuartel de la Montaña para recoger muertos y heridos de la horrible masacre que había tenido lugar hacía unos momentos.

      Algún tiro aún se oía. Gabino y yo estábamos muy asustados, pero lo que nos dijo Adánez, lo de ver a su padre para que nos ayudase, nos dio esperanzas. Nos marchamos de allí.

      La gente circulaba por la calle; muchos ya con armas, otros buscándolas y preguntando dónde conseguirlas a los que ya las portaban.

      Apresurados, nos dirigimos hacia la Gran Vía.

      Grupos de hombres y mujeres pertrechados, armados y gritando nos atropellaron subiendo hacia la plaza de Callao.

      —¡Vamos!, ¡recoged vuestro fusil y venid a defender España! ¡Muerte a los fascistas traidores! —nos gritaron.

      Nos echamos a un lado dejándolos pasar y, para que no nos percibiesen ajenos a sus intenciones, gritamos levantando el puño:

      —¡Viva la República!

      Otros bajaban la calle, seguramente movidos por una morbosa curiosidad de ver la masacre del Cuartel de la Montaña.

      El tránsito de hombres, algunas mujeres, también pertrechadas, y vehículos de todo tipo era grande.

      —¿Os habéis dado cuenta? —dijo Gabino cuando ya estábamos en la Gran Vía—. ¡Todo el mundo ya va armado! He oído antes, entre la gente que estaba alrededor del cuartel, que el jefe del Gobierno, un tal Casares Quiroga, había dicho que de entregar armas al pueblo, nada; y que fusilaría a todo aquel que lo hiciese; y, sin embargo…

      —¡Ya!; ¡sí, sí! —dijo Adánez—. Pero ese presidente del que hablas dimitió ayer. Hoy ya hay uno nuevo, un tal José Giral; y este nuevo ha ordenado armar a las milicias obreras; es decir, a todo el que quiera. Claro, que mañana puede haber otro que diga lo contrario… ¡Menudo desconcierto hay!

      —Oí que esa ha sido una de las razones por la que se ha asaltado el Cuartel de la Montaña —comenté yo—, porque en él se guardaban muchos fusiles y cerrojos de Mauser.

      —¡Vaya usted a saber… cuales han sido!

      Madrid era un caos. Una ciudad de locos. La gente arremolinada por la calle; muchos ya con armas, otros buscándolas. Enervados e inquietos todos. Unos con miedo; otros indecisos sin saber que hacer y los más, con efusiva y manifiesta violencia.

      —¿Dónde habéis conseguido las armas? — preguntó alguno.

      —¡Ahí! —dijo un miliciano señalando con el dedo—. En la plaza de Santo Domingo hay un camión que está repartiendo las que se han sacao del Cuartel de la Montaña —contestó otro que iba en un grupo ya armado.

      Subiendo por la Gran Vía y llegando a la calle Jacometrezo, que desemboca en la plaza de Santo Domingo, encontramos un vociferante tropel. Sus componentes se empujaban y hacían una desordenada cola ante un camión. Subidos en él había dos soldados que repartían fusiles sin ningún control a todo el tumulto que los demandaba. Abajo del camión se encontraban dos soldados republicanos que iban entregando los cerrojos de los Mauser, que les habían dado previamente, así como algunas balas.

      —¡Oye! —pedía uno—. ¡Mira a ver si tienes por ahí una pistola Star, que ahora mismo me voy a cargar a mi cuñao por hijo de puta fascista!

      —¡A mí…, a mí también! —gritaba otro.

      En algunas ventanas y balcones colgaban banderas tricolores republicanas y algunas de la CNT o comunistas. Desde ellas, ciudadanos antes silenciosos y ahora exaltados con el puño en alto gritaban amenazas e imprecaciones de odio; insultos a los sublevados, a los curas y a todo el que, por su apariencia o condición, fuese considerado de derechas.

      Me pareció que el peligro se palpaba en cada situación; en cada esquina, en cualquier momento. Tuve miedo. No sabía con qué nos podríamos encontrar ahora sin ningún orden ni control de la situación. Mis amigos, desconcertados, debían de estar tan asustados como yo.

      Lo que veía me hacía pensar que la situación social que estábamos viviendo era muy peligrosa. Temía que se complicase mucho más. Me preguntaba que si toda esa gente, que pertenece a la mitad de la España que votó a la coalición de los partidos de izquierdas, era la que se manifestaba en la calle y se estaba armando, ¿dónde estaba la otra mitad?, ¿esos que no estaban a favor de esa «República de los trabajadores»? Me refería a esa llamada «gente de orden», que no eran los militares sublevados; porque en Madrid, capital de España, tendría que haber muchos civiles que estuviesen más a favor de no admitir ese desmadre. Esos no se manifestaban abiertamente. Claro que, por otro lado, solía suceder que las manifestaciones populares casi siempre eran de las masas de izquierdas: reivindicativas y protestonas. «Tomad las calles», siempre había sido consigna y actitud de esa clase social. Ese era su poder: la manifestación y la huelga. Y, cuando sobre esos derechos no se ejercía ningún control, podía, como ahora estaba sucediendo, provocarse el caos.

      —Oye, Adánez —pregunté, suponiendo que su lucidez me daría alguna respuesta, aunque ya la intuía—. ¿Y los otros? Todos esos que viven en Madrid, pero que fueron casi el 50% de los votantes que se decantaron por los partidos de derechas, ¿dónde están?

      —¡La Quinta Columna! —contestó—. Lo oí comentar el otro día.

      Gabino y yo nos quedamos mirando, expectantes de su explicación.

      —Parece ser que Madrid está amenazada por cuatro columnas —dijo—: una, la de Franco y su ejército de legionarios


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