El legajo de la casa vieja. Jesús Albarrán

El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán


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el sargento asomándose a la puerta de la compañía— ¡Vosotros a callar! ¡Limitaos a limpiar bien las armas y las cartucheras en silencio! ¡No quiero oír ni una palabra!

      El silencio se produjo de inmediato. Solamente se escuchaba el roce de las baquetas con los cañones de los fusiles cuando se limpiaban o los paños frotando las cartucheras y las botas.

      Estábamos desconcertados. No se oían risas como en otros días. Solo había gestos que mostraban ese preocupante no saber qué estaba pasando. Se percibía el miedo en la actitud de los soldados.

      Era domingo. Por la anormal actividad que estábamos viendo en el cuartel, intuimos que hoy no íbamos a salir, como era habitual cuando no teníamos servicio.

      Mientras limpiábamos nuestras armas, confinados en las dependencias de la compañía, oímos un gran alboroto en el patio. Nos asomamos a la ventana y vimos que había entrado a las dependencias del cuartel un coche negro. Tenía las puertas abiertas y dos soldados lo custodiaban. Uno de ellos, con el fusil Mauser dispuesto, expectante a lo que sucedía.

      Acto seguido vimos salir de la zona de oficiales y jefes al coronel del regimiento, don Tulio López. Iba conducido a punta de pistola por dos oficiales; uno creo que era el capitán de mi compañía, al otro no le conocía. Subieron los tres al coche. Situaron al coronel entre ellos, en el centro en los asientos de atrás. Los dos soldados, uno el conductor, ocuparon los asientos delanteros; arrancaron el vehículo, dieron la vuelta en el patio y salieron del cuartel.

      Solo nos faltaba ese espectáculo para que nuestro desconcierto y preocupación fuese aún mayor.

      —¿Dónde llevan al coronel? —dijo un compañero—. ¿Habéis visto? ¡Le llevan encañonado!

      Comenzaron las especulaciones. Se comentaba, pues siempre hay algún entendido, que, aunque no nos habían dicho nada, el Regimiento Wad-Ras, en el que estábamos, en principio se había unido a la rebelión militar: al «alzamiento», como lo llamaban. Pero en Madrid el golpe de Estado había fracasado y eso hizo que el coronel, como máximo mando y responsable, se entregase. Por eso fue arrestado y se lo llevaron.

      —Pobre hombre —comenté—. No me parecía a mí mala persona.

      Eran ya más de las diez de la mañana, que era la hora prevista para la revista, y esperábamos a que en cualquier momento nos llamasen a formar en el patio. Se escuchó el toque de llamada. La corneta no nos sorprendió. Todos estábamos inquietos y expectantes. No sabíamos, ni siquiera intuíamos, qué pasaría ahora. Ya con las armas limpias, engrasadas y dispuestas, nos esperábamos cualquier cosa. Todos, apresuradamente, bajamos al patio y formamos para pasar revista.

      Las preguntas mudas se agolpaban en nuestra cabeza y la imaginación, incontrolada, basándose únicamente en especulaciones y en los comentarios sobre los acontecimientos que se decía que estaban sucediendo, creaba una incierta percepción de la realidad.

      Temíamos las órdenes que podríamos recibir; pero, por otra parte, estábamos ansiosos por conocer qué estaba sucediendo.

      Al bajar al patio desde las dependencias de la compañía, encontramos ya formado un batallón que no era de nuestro acuartelamiento. Otra sorpresa más. «¿Qué harán aquí?», nos preguntábamos: «¿A qué habrán venido?». Por las insignias que llevaban en el cuello de su uniforme, supimos que eran de artillería. Eso incrementó nuestro desconcierto. ¿Un pelotón de artillería en el centro de la ciudad?, ¿para qué?

      Una vez formadas todas las compañías en el patio, el destacamento recién llegado estaba situado a la derecha de mi compañía. El ángulo de su disposición, en perpendicular a la nuestra, me permitía repasar visualmente a sus integrantes.

      Me pareció reconocer a un soldado que, si no me había confundido, se llamaba Gabino y había sido compañero mío en la Escuela Normal de Magisterio de Toledo. Él no me reconoció o, al menos, no me miraba. Me pareció que me eludía.

      Estudiaba las expresiones de esos soldados que venían de fuera. Examinaba sus actitudes respecto a sus compañeros. Buscaba no sabía qué, pero algo que me diese una pista de la incierta situación que estábamos atravesando.

      —Si puedo, hablaré después con él — me dije a mí mismo.

      El comandante, secundado por los capitanes de las compañías y algún que otro oficial, se situó en el centro del patio, frente a las formaciones.

      El silencio de la tropa era sepulcral. Todos observábamos y esperábamos.

      —¡Soldados! —dijo el comandante—. Hoy, la unidad de nuestro Ejército ha sido rota por algunos generales que quieren acabar con nuestra República. La rebelión ha sucedido en territorios alejados, en nuestros protectorados de África, pero su intento armado, en este momento, ya está siendo sofocado. Algunos generales y jefes de otras plazas dentro de nuestra geografía, unos pocos, parece que tienen intención de secundar esta rebelión. Nosotros, los españoles de bien, los buenos soldados patriotas y respetuosos con el orden marcado por todos democráticamente, tenemos la obligación de no permitírselo.

      Y continuó:

      —No creo que por ahora sea necesaria nuestra intervención, pero debéis estar preparados y alerta por si tuviésemos que reforzar la actuación de otras unidades, que ya están controlando estos focos de insurrección. Por eso, hasta nueva orden, no podréis salir del acuartelamiento y deberéis tener vuestras armas y equipo preparado y en perfecto estado de revista.

      —¡La República os llama y os pide que la defendáis! —dijo levantando la voz.

      La situación parecía que se nos complicaba aún más. Yo estaba asustado. No tenía más remedio que obedecer. Estaba claro que mis planes se habían trastocado definitivamente. Habría que esperar y ver el desarrollo de los acontecimientos.

      —¡Rompan filas y tengan su fusil junto a ustedes en todo momento, en el armero de la compañía! —ordenó.

      En otras ocasiones, la orden de «rompan filas», al verse la tropa liberada de la rigidez marcial, se recibía con júbilo y provocaba una algarabía, pero en esta ocasión no fue así.

      Se deshizo la formación, con parsimonia; en silencio, con dejadez. Se notaba la tensión a la que nuestros pensamientos nos abocaban.

      Cuando rompimos filas, tuve la oportunidad de abordar al soldado al que me había parecido que conocía, del destacamento que no era de nuestro regimiento y que había formado en el patio junto a nosotros.

      —Hola… ¿Tú eres Gabino? —pregunté.

      —Sí… Hola, Mariano —me reconoció—. Sí, me acuerdo de ti, pero ya ves cómo está la situación y no sé si es bueno que sepan que nos conocemos. Creo que la discreción ahora es importante.

      —¡No me asustes, Gabino! ¿Por qué dices eso? ¿Qué es lo que tú sabes?

      —Realmente no sé nada. Únicamente sé que esta mañana muy temprano nos han llamado, nos han hecho subir en dos camiones y, sin desayunar siquiera, nos han traído aquí.

      —Pero tú, ¿dónde estabas?

      —Estoy destinado en una compañía de artillería, en Campamento. Se ha ordenado que nos trasladasen urgentemente aquí, a este cuartel… Y aquí estamos. No sé para qué.

      —¿Pero también habéis traído baterías aquí?

      —¡Qué va! Solo con armas ligeras.

      —¿Y para qué os han traído entonces?

      —Tampoco lo sé, Mariano, pero aquí estoy… A lo que manden. Se comenta que aquí, en Madrid, no ha llegado a triunfar la rebelión militar, esa que han empezado en Marruecos y que se está extendiendo por el sur de la península. Supongo que nos han desplazado aquí por si acaso: para sofocar algún conato de rebelión contra la República, de alguna unidad que todavía quieran seguir las directrices de los sublevados. ¡No sé! No dicen nada. Solamente mandan y a obedecer toca.

      Continuó:


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