Juan Genovés. Mariano Navarro

Juan Genovés - Mariano Navarro


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como Juan, con esa vocación, que tú entiendes y compartes, pues te metes en ello. Él, sin embargo, lo tenía muy claro”.

      “Un artista es el espacio que tienes para ser artista”, explica Ana. “La vida no te da ese espacio; la vida la tiene que llevar otro, la mujer o… esa es la lucha continua que tenemos mis hermanos y yo. La vida te quita de tu espacio mental, que es una burbuja en la que te tienes que meter. Siempre tiene que haber otro que te ordene la vida, que se ocupe de la logística, de que haya comida, de que no tengas que ocuparte de esas cosas, porque esa es la manera en que puedes crear bien, y eso es muy difícil, esa es la batalla de todo artista. Juan tiene suerte, porque encontró a Adela, y Adela hizo eso. Son como un ying y un yang, al que no se le llama ying y yang, sino solo yang: Juan. Se llama a uno solo. Sobre todo, es esa ayuda; ella se la da y a nosotros también”.

      “Mi vida con Juan tiene sus etapas”, afirma Adela. “Una primera de amor, sexo y entrega total por mi parte; luego, enseguida, llegaron los hijos, un poco por influencia de mis padres, que esperaban una hija reproductora. Los tuve porque quise, no me habrían podido obligar; siempre me han gustado los hijos, y a Juan también, pero estaba condicionada. Con la dedicación a ellos, Juan ya vivía un poco a su aire. Hacía viajes solo, exposiciones fuera; a veces estaba todo un mes fuera, y tuvimos una época de separación física por el trabajo.

      ”Hemos atravesado también situaciones económicas terribles, porque lo de la pintura es una aventura. Tan pronto se vendía toda una exposición como solo uno o dos cuadros, y luego nada, un año o dos sin vender. Cuando los hijos eran ya un poco mayorcitos, me planteé hacer una oposición para enseñanza. Regresábamos de Londres y en el barco viajaba también una amiga, con la que había estudiado Bellas Artes, y sus hermanas, que la intentaban convencer de que hiciera oposiciones porque había plazas de dibujo. Yo lo oí y me animé. Al volver, nos organizamos: cogimos a una chica para ayudar en la casa, yo hice las oposiciones a Instituto de Enseñanza Media, las saqué y estuve trece años trabajando. Cuando todos los meses me llegaba el sueldo, nos quedábamos admirados; eran sueldos bajos, pero era una maravilla. Yo trabajaba mucho y estábamos distanciados porque estaba volcada del todo en la enseñanza, que me gustaba muchísimo. Empecé en el instituto de Villacañas, en la provincia de Toledo, y pasaba días sin estar en casa. A Juan no le interesaba mi trabajo, incluso yo le daba la tabarra con mis problemas. Pedí traslado a un instituto más cercano, en Madrid, por el paseo de Extremadura, un barrio muy popular, con chavales de clase humilde. El último trabajo fue en el instituto de Pozuelo de Alarcón, de clase media. Fui pasando de clase social… En el instituto estábamos divididos los de derechas y los de izquierdas, con CCOO, que ayudaban mucho, porque si querías protestar por algo lo hacían los de Comisiones. Te haces amiga de los tres o cuatro de izquierdas, y los demás, enemigos, aunque convivíamos. Al final estaba quemadísima, volvía rendida, me lo tomaba muy en serio; son muchos alumnos y corregir en casa es muy complicado. Estaba harta”.

      Adela cambia de tercio: “Hubo otra época, en la que nos unió mucho la política, la lucha contra la dictadura. Juan venía hecho políticamente de su familia, de tradición socialista. Yo no, mi familia nada”. Y continúa: “No trabajé nunca directamente en el Partido Comunista. Fui al Club de Amigos de la UNESCO, en Tirso de Molina. Tuve mucha actividad. Llevaba la biblioteca, daba charlas y defendíamos los derechos humanos. Repartíamos prospectos en la calle; eran nuestro catecismo. Me detuvieron por repartir, pero me soltaron enseguida. Me detuvieron en un sitio en la calle Arenal, adonde iban los profesores a realizar alguna gestión burocrática. Y allí los repartíamos, y en los tranvías y autobuses, y en el metro. Como me dijo un amigo: ‘Vais como catequistas de Acción Católica’. Lo debía hacer, por lo visto, con mucha formalidad. Juan trabajaba a otros niveles”.

      Pablo toma la palabra: “Tengo una anécdota que nos pasaba a Silvia y a mí; a Ana, menos. En casa el teléfono estaba sonando siempre, y mis padres nos decían que teníamos que contestar: ‘No, no, mis padres están de viaje’. Siempre nos repetían: ‘Decid que estamos de viaje y que no sabéis cuándo volveremos’, lo hicimos así años y años”.

      “Recuerdo las reuniones, las fiestas del partido, el dogmatismo”, evoca Ana. “No había nadie, yo era la más pequeña, estaba sola. Tenía unos ocho años, Adela se iba a trabajar y Juan, en el estudio, y yo sola en casa; y mis hermanos ya mayores: Pablo, con dieciocho, y Silvia, con dieciséis, iban por su cuenta… Estaba sola. Recuerdo la utopía y el dogmatismo del comunismo. La pared de la cocina, llena de eslóganes escritos a mano; cuando se te ocurría un eslogan, lo apuntabas. O, por ejemplo, nos decían: ‘aprende la palabra solidaridad’. Todo era así. Para mí fueron los años de la explosión de una ilusión. Se podían decir cosas. Eso sí, no podía decir en el colegio que era comunista. Una euforia que, si lo piensas, es otro tipo de dogma. Porque había también cosas que no podías hacer o que tenías que hacer de una manera; es otra forma de marcar límites”.

      “Yo he perdido esa fe en la política”, afirma Adela. “Me he vuelto muy escéptica. Sigo sosteniendo los principios de los derechos humanos, sigo creyendo en la lucha de clases, pero soy escéptica”.

      “En nuestra familia siempre late esa idea de la utopía”, explica Ana. “Aunque ya no seamos comunistas, no sabemos qué somos… Veo que se mantiene esa ilusión de que hay otra manera de hacer, otro sitio que levantar, y eso está siempre subyacente a todos nosotros. No sabes muy bien cómo llegar a esa manera, parece un poco lejana, y acabas no haciendo nada porque ¿qué haces en el día a día? No soy activista, pero tengo esa preocupación política, ese acoger la utopía; incluso aunque no quiera, lo noto. Pero, como Adela, yo también estoy un poco desi­lusionada, incluso con el arte. ¿Qué significa el arte para la sociedad? ¿Qué función cumple? Me preocupa que parezca que el arte pone aceite en el engranaje capitalista. Soy escéptica ante los partidos organizados, aunque no quisiera serlo; quisiera tener una dirección por la que luchar, pero no la encuentro ni en el arte ni en mis ideas políticas. Estoy en un momento difícil, como todos, creo. La democracia se ha convertido en algo que no se reconoce, y estamos todos como preguntándonos ¿qué hacemos?”.

      Silvia coincide con su hermana: “Tiene razón Ana, es así. Tenemos en nuestra mente el chip ‘utopía’, quizá por eso somos tan críticos; siempre podemos imaginar un mundo más justo y mejor”.

      “Juan, por un lado, tiene una gran seguridad en sí mismo, aplastante, pero, inconscientemente, tiene una sensación de que ese mundo…”. Pablo no concluye la frase, pero continúa: “Se ve con la responsabilidad de cumplir su utopía. Ha sido muy utópico. Recuerdo, por ejemplo, que éramos una familia muy democrática en la que se votaba todo. Cuando yo era pequeño, teníamos una prima que nos ayudaba en casa, pero las cosas de la casa las hacíamos por turnos, votábamos a ver quién va a hacer esto… Todo era democracia, desde los cinco años. ‘Estos niños tienen que aprender democracia’, repetía Juan. Esa utopía de la democracia, de creer en un ser humano diferente, que mis padres tenían como ideal, era lo que les movía en la vida. Casi puedo decir que mi madre estaba más desaparecida que mi padre. Empezó a militar en el Club de Amigos de la UNESCO y se iba allí todas las tardes. Yo venía del cole y mi madre nunca estaba en casa. Esa fue una época dorada: había dinero, mi padre estaba siempre trabajando, siempre con la idea de ‘voy a poner mi arte al servicio de esa utopía’”.

      “La triste realidad es que el artista, si quiere sobrevivir, tiene que aceptar la monarquía, la Iglesia y el capital, porque ¿de qué sobrevive, si los pobres no pueden pagar lo que vale el arte? Ahí está el conflicto del artista, lo más que puede conseguir es hacer algo que les ponga en cuestión”, concluye Adela.

      “Toda la familia hemos sido muy peculiares”, tercia Pablo, que regresa a sus recuerdos: “Siempre me he sentido muy rarito: vestía diferente, hacía cosas diferentes, mis amigos en el cole eran todos de derechas y yo no encajaba ahí. La sensación de ser extraño la he tenido siempre. La Aravaca de los años sesenta no tenía nada que ver con la de ahora; era todo campo, no había vallas. La pusieron de moda los artistas: Mompó se vino a vivir aquí, Molezún, José Luis Sánchez… Hasta los diecisiete años no viví en Madrid. Antes, nos fuimos más de un año a Londres. La gente venía a casa y era como ir a un lugar en libertad. Todos los niños del barrio, muy reprimidos por familias


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