Juan Genovés. Mariano Navarro
que poner a trabajar igual, porque el destino de todos era el trabajo, pero a lo mejor hubiera podido hacer algún estudio, porque a Eduard también le gustaba dibujar y habría podido, a lo mejor, hacerse delineante. Pero era una familia necesitada del sueldo de los hijos. Eduard daba la mayor parte de su sueldo a sus padres, para él se quedaba muy poco. Juan se sentía siempre muy responsable. Vino a Madrid, lo que fue muy bueno para él, porque si no hubiera acabado haciendo un trabajo remunerado. Se le daba muy bien pintar abanicos o fallas o lo que fuera… Tiene esa responsabilidad de alcanzar el éxito en el trabajo, porque los demás habían puesto mucho en él”.
Siendo Juan muy pequeño, la familia se trasladó a vivir a la calle Naturalista Rafael Cisternes, n.º 10, mucho más próxima a Mestalla. En aquella casa, un cuarto piso, desde el balcón se podían ver los partidos que se jugaban en el estadio. Los domingos acudían los amigos del padre y Juan los veía con ellos. Allí nació su afición y su fidelidad al Valencia Club de Fútbol. El campo de Mestalla se había levantado en 1923 e inaugurado en mayo de aquel año, y el club ascendió a la primera división en marzo de 1931. Curiosamente, uno de sus primeros ídolos llevaba el apellido Cubells, el segundo apellido de su padre. Aún hoy, transcurridos tres cuartos de siglo, Juan sigue acudiendo cada quince días a Mestalla, viaja desde Madrid hasta Valencia y en el estadio se reúne con su hermano Eduard, igual de aficionado que él.
Sin embargo, en sus apuntes autobiográficos, Genovés ofrece una versión de aquella casa más agónica que feliz:
El comedor daba su salida a la galería, que era como se llamaba entonces el balcón de la parte de atrás de las casas: una gran balconada abierta al exterior donde se solían poner los trastos, tender la ropa, etcétera. Su barandilla era de hierro fundido con barrotes cuadrados, a ellos me agarraba yo como un preso añorando su espacio de libertad, mirando a la calle desde mis alturas (de un cuarto piso) debía de pasar allí las horas muertas mirando los espacios, para mí infinitos. Mi vista más inmediata, y debajo tenía el campo de fútbol de Mestalla. El graderío entonces era mínimo, dos o tres gradas de madera, y se podía contemplar casi toda la superficie del césped y el corretear de los jugadores en sus entrenamientos diarios. Cuando había partido, mi casa se llenaba de gente. Aquello me daba mucho apuro, acostumbrado a la soledad y la calma habitual. Mi recuerdo es confuso, tenía la sensación de no entender nada y ganas de desaparecer; creo que me escondía por cualquier rincón. Según me contaron, acudían a mi casa los días de partido los amigos de mi padre y la numerosa familia para ver gratis el fútbol. Aquellos ‘llenos’ me cohibían y mi confuso recuerdo es desagradable. Más allá del campo de fútbol, recuerdo los campos de la huerta y al final de todo el azul y el brillo del mar lejano, inalcanzable.
Eduard, por su parte, dice que Juan era más futbolista que él y que incluso jugó mientras hizo el servicio militar. Y recuerda cómo, sirviéndose de una barra de hielo cargada al hombro, se colaban en el estadio, o cómo jugaban cerca para coger los balones que saltaban por encima de la grada. Ahora prefiere ir al estadio del Levante antes que al del Valencia. En el primero encuentra “gente sencilla”, dice. “Cuando vamos al Valencia, como vamos al palco, todo es muy serio”.
En su tesis doctoral sobre el artista, Juan Genovés Candel: Arte y Sociedad (1930-1999), María Jesús Rodríguez Gallego da más detalles biográficos acerca de estos años:
La familia se traslada en 1935 a casa de los abuelos paternos, en la calle General Pando, n.º 1, en el desaparecido ‘Barrio Obrero’, también junto al campo del Mestalla y al club de tenis, con viviendas construidas al estilo inglés, unifamiliar, de una sola planta. Su abuelo paterno Vicente, serrador de oficio, era de tendencia progresista de izquierdas y en su juventud fue amigo personal de Pablo Iglesias, tenía el número cinco del carnet del Partido Socialista y también era compañero de la lucha política junto a Josep Renau. Sus opiniones sociales y políticas influyeron en su nieto, al estar siempre juntos y muy unidos. En muchas ocasiones el abuelo intentaba explicarle los porqués de las cosas y le contaba historias que le apasionaban; también escuchaban el aparato de radio que tenía en su casa. La familia de los Genovés o genoveses –como indica en muchas ocasiones el pintor– formaban un clan, viviendo, no obstante, en continuo contacto con la gente, pues siempre la sociedad ha sido importante en su vida.
El porqué de “los genoveses” se lo explica el pintor a María Jesús Rodríguez Gallego: “Un historiador valenciano amigo mío me ha contado la historia del apellido Genovés, relacionado con Valencia. Él me dijo que el apellido proviene de una familia de picapedreros, que debía ser, casi seguro, de origen judío y que fue la que hizo una fuente que hay en Valencia y que data del siglo xviii. Esta gente pasó por allí y decidió quedarse, y se estableció en un lugar muy preciso de la huerta valenciana, donde se concentraron y de donde son todos los que llevan este apellido que yo llevo. Que yo conozca, personas que se llamen Genovés no hay demasiadas”.6
En sus apuntes, Genovés dedica un extenso fragmento al primer colegio en el que estudió y a la vida del barrio meses antes del inicio de la Guerra Civil:
Mis recuerdos de aquel entonces son muy difusos, salvo ráfagas o flashes clarísimos, como las letras del alfabeto que veo con nitidez: caligráficas y con orla, agrandadas, ocupaban la totalidad de las dos páginas enfrentadas de un libro; la primera página, de la ‘a’ a la ‘ll’, y en la otra, de la ‘m’ a la ‘z’. Esta división del alfabeto en dos partes quedó tan grabada en mi mente que ha sido un recuerdo permanente en mi vida: las letras como dos familias separadas, las de primera y las de segunda. Unas son importantes y las otras menos. […] Me acuerdo también del edificio que había enfrente de la Fábrica de Tabacos y me acuerdo perfectamente de las operarias, con sus largas faldas, que salían por la puerta en tropel y se quedaban quietas, con las piernas separadas, en aquel solar, orinando de pie. Bajo las faldas se notaba el chorrito señalando la tierra con un pequeño charco. Los niños las observábamos.
–¿Qué mireu xiquets? ¡Aneusen d’aci! –nos decían.
Eran muy descaradas y se reían a grandes voces. Se convirtió en un espectáculo habitual, ya que el colegio estaba casi enfrente de la puerta de la Tabacalera. Quizá esto no corresponda a la época del primer colegio, sino que sea algo más posterior. El recreo de aquel colegio –todos los colegios tienen un nombre que no recuerdo– tenía el piso firme, muy compacto y áspero, lo menos indicado para jugar los niños. Era un romperodillas, una pesadilla; siempre con las rodillas hechas polvo. Primero la herida, luego la costra, luego se infectaba y después caía la costra; era una pesadilla continua.
¿Quiénes fueron mis maestros? Me gustaría saberlo, pero no tengo medio de enterarme: mis padres no existen y ya no queda nadie vivo de aquella época, al menos que yo conozca. Recuerdo que para entrar a mi clase había que subir una pequeña escalerilla, de unos ocho o diez escalones, con barandilla de hierro de forja con dibujos, demasiado lujoso, pienso, para un colegio de pobres. Todo aquel conjunto de edificios correspondía a lo que fue la Exposición Internacional de principios del pasado siglo, incorporados con posterioridad a diferentes servicios, como la misma Tabacalera. La Exposición le pilló a mi padre de niño y siempre me contaba aquellos fastos que para mí eran maravillas, donde él vio a los reyes y no sé qué lujos extraordinarios. Para mí era el parque de bomberos, con sus cascos y mangueras, y en la puerta, siempre uno de guardia con su brillante casco metálico. Los niños pasábamos delante de él y le hacíamos preguntas y según estaba de humor nos contestaba o nos enviaba a fer la mà.
A disgusto debía hacer aquellos interminables ejercicios con mi pizarra y mi pizarrín, un artilugio antipático que consistía en una placa de pizarra negra enmarcada con unas varillas de madera, y se escribía con un trocito también de pizarra que siempre se rompía. Se escribían los ejercicios y a menudo se borraban con saliva; aquel chisme negro que pesaba un montón para mis escasas fuerzas, encharcado de saliva y mis dedos que frotaban para borrar mis desastres caligráficos. Fer redolins, o más bien desfer redolins, que era lo que más me gustaba: borrar los odiosos ejercicios y empezar mis dibujos. Aquella sensación tan agradable de dibujar en blanco sobre el negro de la pequeña pizarra –tan odiosa cuando tenía que escribir aquellos redondeles iguales, sin fin, y los palotes todos con la misma inclinación y el miedo a equivocarme de un momento a otro y la consiguiente reprimenda de alguien