Juan Genovés. Mariano Navarro

Juan Genovés - Mariano Navarro


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clavado en el suelo. Era republicano. Nos metimos en una acequia y, cuando se quemaron los depósitos de la Campsa, se veían las llamas y el humo negro a lo lejos. Siempre me cogía de la mano, muy majete, mi hermano”.

      Genovés vuelve al recuerdo de su primo Ramón. “Se acabó la guerra y estuvo dos o tres años escondido en mi casa. No podía volver a Barcelona. Fue como mi maestro. Yo tenía nueve o diez años y ya me había leído hasta cosas de Marx. Me hizo ver lo que era la sociedad, lo que era la política, lo que era la injusticia y tantas cosas. Fue mi maestro”.

      “Con la edad que tenía entonces, ahí le cambió la vida”, afirma, categórico, Eduard. “Ahí es cuando Juan entró conscientemente en lo que ha sido toda su vida. […] Cómo le viene a él esa idea de pensar en el prójimo, en la idea de las libertades, el no soportar la autoridad que le venga impuesta por cualquier clase de organización o de gobierno. Y ese rechazo viene de la profundidad con la que le hablaba mi primo Ramón”.

      “Era anarquista y, muchos años después, se llevó una gran desilusión cuando supo que yo estaba en el PC. Dejé de verle una temporada muy larga y ya muy mayor, en los años ochenta, vivía en Barcelona y teníamos muy pocas ocasiones para vernos. La última vez que lo vi me dijo: ‘Tú ves a los Beatles, pues los Beatles son anarquistas. Todo movimiento que rompa con lo establecido es anarquismo’”.

      Y concluye contándonos: “[Ramón] murió en 2003, a los ciento dos años de edad. Con motivo del entierro de Paco Candel, mi primo escritor, me trasladé a Barcelona y tuve ocasión de ver allí reunida a toda mi familia catalana, de la que llevaba tiempo alejado. Saludé a Palmira, hermana de Ramón. Ella me contó el fin de la vida de su hermano. A medida que envejecía, la obsesión por el anarquismo fue creciendo hasta llevarlo a la locura. Sus dos hijos lo acogieron sucesivamente en sus casas y, al final, no lo podían aguantar. Los acusaba de burgueses. Los insultaba a ellos y a sus hijos, torturaba a sus nietos con sus teorías. Le buscaron una residencia de ancianos y los acusaba de encarcelarlo, decía que lo habían metido en una cárcel encubierta del capitalismo para encerrar a los rebeldes como él.

      ”Finalmente, Palmira se lo llevó a su casa. Estuvo diez años con él. Una pesadilla. ‘Créete Juan’, me decía, ‘que me alegré cuando me quedé sola. Estaba alucinado con su anarquismo, me contaba cien veces al día su propia historia y se enfadaba. Me llamaba de todo: burguesa, reaccionaria, de todo, y quería arreglarme la vida; en fin, un loco insoportable, mi pobre Ramón. Tan confiado estaba con que la anarquía estaba tan próxima que no se podía morir. Miraba por la ventana a la calle y gritaba: ¡No ha llegado! ¡No ha llegado la liberación, el Estado libre y libertario, aún no, pero pronto, ya verás, el anarcosindicalismo, la libertad, están ahí, a la vuelta de la esquina…”.

      El 30 de marzo de 1939 cayó Valencia en manos del bando nacional y muy poco después cayó también Madrid. El 1 de abril un comunicado del general Franco declaraba el fin de la contienda y la victoria del bando nacional: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

      El mismo Genovés nos ha dejado un vivo apunte de lo que fue su experiencia, en esta descripción de los comedores de Auxilio Social, en los que se combatía la espantosa hambre que asolaba a la población española:

      Unas señoritas muy simpáticas, de amplia sonrisa, con la voz agradable, atiplada y serena –hablaban un castellano muy especial que no era de aquí, de mi barrio–, servían en grandes cazos la comida. A mí me parecían seres de otro mundo, maravillosas. No las podía identificar con ‘los malos’. Cuando al fin se llegaba a aquel mostrador ventana, era un placer encontrarse allí, tan bien situado. Se veía el ir y venir de los cocineros con sus calderas relucientes. Olía la comida a limpio, y ellas, las señoritas, con sus bromas, su felicidad, como blancas palomas revoloteando y repartiendo sus manjares. Llegado a esta meta, con mi lechera en la mano, quedaba paralizado y creo que con la boca abierta, prendido, sin perder detalle de aquel paraíso. Lo malo, lo angustioso, era lo que se pasaba antes de llegar allí. Aunque mi recuerdo es confuso en los detalles concretos, en forma de retazos aislados y en general, aún ahora puedo sentir con qué intensidad se vivía en aquel tumulto el sentimiento de la rabia y el odio. El enfrentamiento entre nosotros atados a aquella cola diaria, cada uno con su cacharro metálico, de diversa especie, en la mano. Entrechocando unos contra otros, apretados y empujados como enemigos. Protestando de todo y de nada. Discusiones violentas por no sé qué, cualquier cosa. […]

      Todos los líos y problemas duraban hasta que aparecían los guardias. Terminaban las voces, los gritos, se hacía un silencio absoluto; se podía cortar el silencio. Nos ordenaban, serios, con su cara malhumorada, mandaban y nos ponían de a uno. Había que retroceder, la cola se hacía larguísima hacía atrás. Era extraño, nadie comentaba nada, nadie osaba pronunciar palabra alguna. Cuando se marchaban los guardias con su fusil al hombro calle arriba, venía otra vez el lío, los gritos y los insultos, se renovaba con fuerza el odio y el tumulto. La espera se hacía interminable. Era un tiempo infinito el que teníamos que esperar allí. A mí se me hacía interminable hasta conseguir el triunfo que significaba obtener la lechera llena de comida caliente, humeante, y el saquito de tela amarilla preparado por mi madre para ese uso, abultado de cosas maravillosas para comer. Y llegar a casa y desplegarlo todo, como si se tratase de un trofeo de victoria. Pronto desaparecía. Algo quedaba y se guardaba ‘para luego’.

      No sé cómo pensaría la gente mayor que había vivido otras experiencias, pero para un niño como yo entonces, que abría los ojos a la vida, el mundo que me ofrecían ‘los malos’ no me parecía tan malo.

      ‘Ellos y nosotros’. Siempre tuve la impresión de que los humanos estábamos repartidos en dos bandos. ‘Ellos’ eran los inaccesibles, los que veía de lejos, los que mandaban y eran dueños; estos eran ‘los malos’. ‘Nosotros’, ‘los buenos’, llenos de líos y problemas, de no tener casi nada; mis amigos y también las risas y las discusiones y las alpargatas y los remiendos éramos ‘los buenos’. Me había tocado la peor parte. De mi bando quedaba lo peor. La suciedad, el desorden, el inconformismo, los lloros, los colores grises, los ocres sucios, la pobreza y tantos tormentos que adivinaba por venir.

      Lo bonito, lo armonioso, lo limpio, las buenas maneras, la distinción, la abundancia y el lujo, los colores pastel, la ropa elegante y tantas, tantísimas cosas más, eran de ellos, quizá para siempre.

      Notaba la injusticia, pero no podía comprender entonces


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