Juan Genovés. Mariano Navarro
ganó la selección de ese país.
Su padre, Juan Genovés Cubells, era un artesano, grabador de metales y pintor decorador de muebles; su madre, María Candel Muñoz. La familia paterna era una familia obrera: el padre trabajaba en una fábrica de muebles y su abuelo, Vicente, en un aserradero; los ocho hermanos del padre trabajaban todos en la madera y tenían una muy definida posición política, en la izquierda y, más concretamente, en el PSOE. La familia materna es de origen campesino. Su madre era la más pequeña de seis hermanos, trabajadora en el servicio doméstico hasta que se casó y, paradoja entonces común, de fuertes convicciones religiosas que ocultaba a la familia de su marido.
Al proclamarse la República, Juan Genovés padre, en su júbilo, quiso sacar a la calle a su pequeño de apenas un año, para que, en sus propias palabras, “viese la alegría de los trabajadores”. La madre, horrorizada ante la amenaza de la quema de iglesias, se lo impidió. No pudo convencerlo, sin embargo, de que no diese clases en la Casa del Pueblo, a la que acudía casi todos los días tras el trabajo a impartir a los obreros clases gratuitas de cultura general y de dibujo. No le arredraron siquiera las primeras dificultades económicas que empezó a sufrir la familia, ni las quejas de María, que no entendía por qué trabajaba gratis.
El matrimonio tuvo otros dos hijos: Eduard, nacido en 1933, con ciertos problemas de salud –el propio Juan padece de sonambulismo desde la niñez–, y Palmira, nacida en 1938, en plena Guerra Civil.
Entre sus primeros recuerdos, Genovés escribió en un cuaderno de notas: “el álbum ‘precioso’ de colores, los cromos de chocolate Nestlé, el osito amarillo con funcionamiento de cierta música al apretar la tripa. Riñas de perros observadas desde el balcón. Multitud, apreturas observadas desde dentro y arriba de los hombros de su padre (¿entierro del escritor Blasco Ibáñez?). Grecas de colores en las baldosas del suelo, a través de un pasillo larguísimo, interminable (cinco metros en realidad)”.
En un manuscrito relativamente reciente, Genovés ha recogido algunas notas autobiográficas, que tienen, a nuestro modo de ver, mucho interés tanto por lo que suponen de indagación en la memoria propia y de revelador de ciertos momentos cruciales de su infancia como por su indudable calidad literaria.
Así, apunta un primer recuerdo infantil en el que se revela su germinal mirada de pintor:
La luz resbalando por los azulejos, muy brillantes, del suelo producía un contraluz deslumbrador desde el fondo del pasillo, largo y obscuro. En la penumbra de aquel corredor el reflejo brillaba por contraste muy potente. La claridad reflejada venía a mí como un primer término, dejando el resto del espacio en su lobreguez y su misterio.
Quizá sea este uno de los primeros recuerdos que me vienen a la cabeza, aquello lo observaba y razonaba (quizá gateando por el suelo) con mente de pintor. ¿Es posible que entonces fuera así o quizá la memoria lo enmascara y lo traduce con mi pensamiento actual? (¿o tal vez fuese como lo recuerdo ahora?). Quizá los niños no sean tan simples como creemos los adultos, el hecho de no poder expresarse con palabras no quiere decir que no reflexionen con mucha mayor profundidad de la que nos imaginamos.
Mi hermano Eduardo nació tres años después que yo y en estos recuerdos que estoy intentando reflejar aquí, aún no había nacido, luego yo tenía menos de esa edad. Distingo muy bien, en mi memoria, cuando estaba solo en ese mundo de niños y cuando vino la compañía de mi hermano. Es una sensación especial que no puedo describir pero que tengo presente. No sé hasta dónde se podrían describir con palabras estas sensaciones tan sutiles. Siento mi limitación para expresarme. Los recuerdos están envueltos en aromas y en sonidos dentro de otra dimensión y soy incapaz de llegar hasta ahí con la palabra escrita, no soy un escritor y me he metido en este lío laberíntico literario. Todo es tan subjetivo. Creo que las palabras estarían a un 50% del pensamiento ideal del escritor, la otra mitad le corresponde al lector que puede leer entre líneas lo que su imaginación pueda sugerirle sobre lo que está escrito. Me consuela que como lector puedo también percibir estas limitaciones hasta en los grandes profesionales de la escritura. […]
Aquel pasillo está unido a mis primeras sensaciones. A un lado una larga pared, sin puertas, al otro todo eran puertas, tres o cuatro, entre las que estaba el terror del ‘cuarto obscuro’ en el que no me acuerdo que me hubiesen encerrado nunca, pero al menos sí me debieron de amenazar más de una vez con hacerlo, estaba más tranquilo cuando lo veía con la puerta cerrada. De arriba abajo de aquel corredor debí organizar mis incursiones con pasos vacilantes o a gatas, con mis trastos, juguetes y pelotas todo el día. Al fondo del mismo clareaban los cristales translúcidos de la puerta del dormitorio de mis padres y al otro lado, de espaldas adonde me estoy situando con la memoria, estaba el comedor. Recuerdo la sólida mesa grande, vista corrientemente (para mí entonces) desde el suelo y debajo de ella, los remaches de madera pegados toscamente como piezas agregadas y fijadas con enormes tornillos, la calidad de la madera desnuda con las cabezas de los tornillos. La mesa, vista por fuera, brillante de pulimento o lacado y, mirada desde abajo, la de los toscos tornillos. La chapuza interior. El revés del mundo, lo que se supone que nadie ve. A mí me impresiona esto. ¿Es posible a los tres años? Es como lo recuerdo, debajo de esta mesa también me hacía pensar mi osito amarillo, lo recuerdo de aspecto peculiar sobre todo con la característica de su tripa verdaderamente inquietante, allí se hacía notar como un óvalo rígido que no correspondía con su anatomía ni por su forma, ni su tacto, pues se trataba de un cuerpo duro, posiblemente de madera, con el borde ancho, cubierto por el peluche. Cuando se apretaba aquella protuberancia, sonaba una musiquilla, pero se debía seguir todo el tiempo con apretoncitos sucesivos para que el suceso tuviera continuación y poder oírla entonces hasta el final, lo cual era un fastidio. Mi obsesión por escrudiñar de una vez el mecanismo interior no tenía límites, pero era cobarde, no me atrevía a romperlo. Me contaron que al fin lo hice, pero es curioso, de esto no me acuerdo, a pesar de que debió de ser un hecho transcendente de una felicidad maravillosa, ¡qué ingrata memoria!
Deslumbrante, literaria y emocionalmente, es el retrato que traza de su padre:
Un auténtico reto tratar de desentrañar el recuerdo de un ser tan entrañable que conocí y pude desconocer durante tantos años. Que he visto envejecer hasta su desaparición, en tantos y tantos momentos diferentes; en ocasiones tan diversas, íntimas, cotidianas y también extraordinarias. Dudo. Quizá el sistema de ‘representación’ sería narrar momentos que se repetían como calcos. Describir su monotonía, costumbres rutinarias. Silencioso y contenido, aunque de tiempo en tiempo tenía sus catarsis e intentaba romper y cambiar su pequeño y limitado mundo. Como un canario poniendo orden en su jaula. De pronto cambiaba la posición de todas las cosas de la pequeña habitación llamada ‘sala’ (su jaula), que le pertenecía solo en parte. Disponía de una mesa llamada escribanía con dos amplios cajones cerrados con llave y un flexo con la luz, la silla de madera cuadrada en forma de cuatro, la librería y encima de ella la radio. Arriba de esta librería (una simple estantería), en lo alto sobre la pared: el reloj con su fuerte tictac y sus horas sonoras de campanadas rotundas las veinticuatro horas que oía toda la vecindad. A este reloj le daba cuerda dando vueltas con una llave como una ceremonia religiosa todos los sábados por la mañana. Se subía a su silla después de poner un paño para no ensuciarla y empinado de pie: rac, rac…, crujía la llave a cada vuelta. ‘Está el papá dando cuerda al reloj’. Sobre la pared había, además, tres cuadros, dos alargados en tonos azules, de temas griegos clásicos y la ‘mora’. En el suelo una papelera de alambre. De la misma habitación no le pertenecían la mesa camilla, tres sillas más y las macetas del balconcillo, que eran propiedad materna, así como el resto de la casa. Nunca se cambiaba nada de sitio, salvo cuando a mi padre le entraba ‘la catarsis’ (cada dos o tres meses). Nos levantábamos por la mañana, una revolución total, todas las cosas cambiadas de sitio, excepto el reloj, que era inmutable. Me maravillaba su derroche de imaginación para colocar de otra manera sus cuatro cosas. Él se sentía orgulloso y nosotros asombrados con cierta admiración. Se ponía a silbar música de zarzuela (silbaba muy bien) o a canturrear (también lo hacía muy bien) piezas de operetas decimonónicas que entonaba a media voz. Sin molestar, sin imponer, mantenía sus rutinas imperturbables, sorteaba las puyas de mi madre, siempre provocativas hasta cierto punto, cuidadosa de no pasarse, él seguía la vida como un barco de vela con discreción