Juan Genovés. Mariano Navarro

Juan Genovés - Mariano Navarro


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certifica las palabras de Pablo: “Sí, lo de raritos es completamente así. Teníamos que callar ciertas cosas en el colegio, porque así nos lo habían advertido Juan y Adela, pero lo que más raritos nos hacía era no tener normas autoritarias en casa. Podíamos volver a la hora que quisiéramos e ir adonde nos diera la gana. Mis padres se fiaban de nosotros, tenían confianza en que sabríamos vivir y nos dejaban vivir, nos decían sus ideas y discutían si no estaban de acuerdo, pero nunca nos las imponían. Éramos muy libres, mucho.

      ”Recuerdo que decidíamos la organización de la casa en reuniones, lo que cada uno tenía que hacer para mantener la casa limpia, las reglas de respeto y de comportamiento y esas cosas… Pero era la teoría, luego, en la práctica se empezaba a disolver lo decidido y todo se iba hacia quién sabe dónde. Recuerdo mi niñez muy libre. Mis padres siempre nos respetaron, siempre estuvieron interesados en nuestras ideas y en nuestro punto de vista. Hubo épocas distintas, lo que recuerda Ana de que se quedaba sola fue porque nos hicimos Pablo y yo mayores, yo me fui a estudiar a Barcelona, mi hermano trabajaba, mi madre también y, entonces, ella notó mucho el vacío porque aún era pequeñita… Antes habíamos estado todos muy unidos. Fueron épocas, pero, en general, hubo muchísima confianza entre todos; éramos como amigos”.

      “Mi padre era, y es, muy extrovertido. Un poco incómodo, un poco gritón, con mucha personalidad, muy seductor, también con los niños; siempre tenía algo que contar”, comenta Pablo, y añade: “Era expansivo, agotador, de esas personas que no paran, siempre trabajando, siempre haciendo algo. Pero, a la vez, tenía un mundo interior muy intenso, muy cerrado. Era muy contradictorio. Por un lado, era el padre estrella, era culto; no diría que posee una cultura académica, sino más bien leída y vivida. Después, había otro Juan: el del dramatismo; era un Juan que nunca se mostraba, pero que yo siempre tuve la sensación de que existía de puertas para adentro. No en la relación con mi madre; ellos han sido casi la misma persona, siempre, siempre juntos. Eso nos daba a los hijos mucha seguridad. Aunque ser hijo de alguien tan grande es duro, has de buscar tu sitio. Tuve desde muy niño consciencia de la importancia de mi padre, porque mi infancia coincide con su época dorada. Recuerdo ir al cole, con seis años; los compañeros hablaban de tu padre y te sentías raro”.

      “Sí, mi padre es el sol”, añade Silvia. “Está lleno de vida, de ilusión y de marcha, tiene un camino y va contento por él. […] Mi padre disfruta de su tiempo y está dedicado solo al trabajo, es lo principal de su existencia. Quizá sí hubo un tiempo en que tuvimos que alejarnos unos de otros para encontrarnos a nosotros mismos; puede ser. Ahora las cosas las ve una de distinto modo, te empiezan a necesitar más”.

      “Siempre me he posicionado como la pequeña”, sostiene Ana, “porque tenía por encima a cuatro portentos. Adela, parece que no, pero, de manera distinta a Juan, es una persona muy fuerte. Juan es ‘soy el más grande’, y Pablo es muy fuerte, más calladito, pero fuerte. Silvia es como Juan. Yo a los diecisiete tenía un agobio que no podía ni respirar. Gracias a mi madre, me fui a Londres a estudiar arte, porque mi padre decía: ‘No sabemos si se le da bien…’. Mi padre solo se ve a él. Eso sí, siempre nos anima a dar nuestra opinión, siempre nos da voz, nos da el poder de decir. Pero siempre está muy ensimismado. Irme fue maravilloso, porque me liberé de estos cuatro, que me pesaban, sobre todo, Juan, porque si quieres ser artista, tenerle a él ahí…”.

      “Yo nunca he sentido el peso de ninguna losa, esa presión de la que habla Ana. Quizá es más la responsabilidad de sentirse uno pleno. Quizá, ahí sí está mi padre como comparación. Ser feliz como él, quizá sea esa la mayor presión”.

      “A medida que he visto que mis hijos eran tan capaces, artistas, todos con mucho sentido y amor al arte, y que le apoyaban tanto, yo me he ido retirando”, confiesa Adela. “Ha supuesto un gran cambio, incluso en nuestra relación, porque al hacerme mayor me he ido apartando bastante del trabajo diario de Juan y han ido tomando mi espacio los hijos. Ahora lo que sostiene intelectualmente a la familia son los hijos. Conmigo solo no creo que Juan hubiese podido trabajar tanto, y exponer tanto, y hacer tanta cosa. Tampoco me ha gustado mucho ir por el mundo de mujer del artista, de ir siempre de florero. Hubo una época, cuando empezó a trabajar con la galería Marlborough, en la que le acompañaba a ver al director de la galería y a las exposiciones”.

      “Conservo una foto muy bonita de mi madre, en la inauguración de una exposición en Nueva York, creo que en los años setenta. Está sentada sola en un silloncito, vestida muy moderna, con los cuadros de Juan detrás, y está como esperando. Es una foto preciosa”, comenta Ana.

      “Nosotros nos empezamos a interesar por el arte desde niños”, sigue Pablo. “Recuerdo un viaje a la Documenta de Kassel de 1972, la Documenta 5, la de Beuys, que era entonces, y ahora, el certamen que marcaba la hora del arte contemporáneo. Juan dijo: ‘Tengo este cheque’, que no era mucho, no daba para hoteles ni lujos. Fuimos en tienda de campaña los cuatro: mi padre, mi madre, Silvia y yo, y dimos una vuelta a Europa. Recuerdo un día que dormimos al borde de la autopista, como gitanos del arte. Cada cuatro días cogíamos un hotel y los restantes dormíamos donde podíamos”.

      “Los tres hermanos salimos habilidosos con el lenguaje visual”, afirma Silvia. “No hacemos pintura en concreto ninguno de los tres, pero hoy en día el arte ya no tiene una especialización tan determinada, puedes hacer pintura en un show teatral e inventar las palabras que dice un personaje disfrazado con un traje escultura. Yo me disfrazo mucho, siempre me ha gustado y trabajo en teatro o vídeo, pero siempre en lo visual. Me interesa lo que se expresa con las imágenes. También hago joyería… Mis padres quizá no estaban interesados en que fuéramos artistas, pero hicieron todo lo posible para que no supiéramos ser otra cosa”, concluye, y rompe a reír.

      Ana coincide con las palabras de Silvia: “Yo, desde el principio, solo he sabido hacer arte porque estudiar no se me daba bien. El colegio no me gustaba nada; no soy académica. Volvía a casa y Juan decía: ‘Pero ¿por qué te mandan hacer eso? Eso es una tontería’. Adela, en cambio: ‘Hay que estudiar’, e insistía: ‘Hay que sacarse el título’. Pero no había manera… Yo veía las dos posibilidades, y pensaba: ‘Lo que hace mi padre es más divertido’. En su estudio aprendí técnicas y cosas, aprendí mucho. Me encantaba, pero cuando era mayorcita. De pequeña no, porque armabas líos. Lo normal para nosotros era lo del arte, lo raro para mí era el colegio. Luego, mis amigos no eran del mundo del arte y te das cuenta de que el raro eres tú”.

      Es Ana, quien, casi al término de la charla, brinda otra afirmación definitoria de las relaciones internas de la familia: “Llega un momento en que la fama es ridícula. Hay personas que son mitómanas. A veces producen una sensación rara. La misión de mi hermana y mía, más que de Adela y Pablo, es bajar a Juan del pedestal donde le pone la gente. Somos las críticas. A veces vuelve de cualquier evento a los que asiste demasiado crecido, y tiene la capacidad de escucharnos y de darse cuenta; lo sabe, pero hay que recordárselo”.

      “Sí, siempre hemos hecho eso: criticar”, coincide Silvia. “Es la especialidad de la familia Genovés, pero han de ser críticas para mejorar lo que tenemos delante y, a la vez, ¡hay que ser fuerte para resistirlas y que no te tumben, eh!”. Y vuelve a sus risas.

      “Juan piensa que es una suerte tener estos hijos, porque le hablan con honestidad, no como otras personas. Son muy críticos, y le ayudan en eso”, concluye Adela.

      Para llegar a este punto, para que las cosas sean como son en los días en que redactamos estas páginas, hubieron de pasar muchos sucesos, muchos dolores y fatigas, que se iniciaron hace más de ochenta años. Vayamos, pues, al principio.

      Vino al mundo en los momentos más duros de la Gran Depresión norteamericana y la crisis económica europea, semillero de los totalitarismos que arrasaron el continente. En España, esos años de 1930 y 1931 fueron los de la “dictablanda” del general Dámaso Berenguer, que sucedía a la dictadura de otro general, Primo de Rivera –fallecido


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