Juan Genovés. Mariano Navarro

Juan Genovés - Mariano Navarro


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este único colegio. Salir para ir a mi casa a comer y luego de este rito de mayores, irme a la calle a jugar con mis amigos y aquella salida era, ¡por fin!, la libertad. Una tarde que duraba una eternidad y unos juegos y aventuras con mis compañeros absolutamente desinhibidos. Pero tampoco tanto. El territorio estaba delimitado y en nuestras correrías no pasábamos de ciertos límites, de los cuales me acuerdo a la perfección. Había fronteras peligrosas, por ejemplo, la gran acequia de Mestalla, de aguas potentes, que corría rápida con sus terribles remolinos.

      Agua turbia, amenazadora. Otro límite eran los niños de las tribus cercanas. Entre nosotros había un pacto no escrito de no agredirnos y, aunque nos mirábamos con respeto, no dejábamos de observarnos con tremenda curiosidad. Pienso ahora que era una actitud muy civilizada. Se dice que la animalidad de agredir al extraño, tomándolo por contrario, es algo primario que llevamos en los genes. No creo que sea cierto, más bien debe de ser aprendido. Aquel pequeño núcleo de familias era muy pacífico y no recuerdo nada dramático, creo que los pequeños éramos su espejo. Todo tenía lugar en la calle. A la sombra de las acacias había humor y risas, al menos en mi recuerdo. Cuando dirijo mis ‘antenas’ a estos tiempos de antes de la guerra y digo las acacias es porque delante de cada casa había un árbol y bajo él una tertulia de sillas bajitas, sobre todo a la tarde, y la gente recorría los distintos grupos. Todo lo que se oía eran chanzas y risas, por contraste acuden a mi cabeza dos grandes acontecimientos que recuerdo con traumatismo por mi parte.

      Al fondo del patio vivía una familia que cuidaba galgos y todos los días pasaban grupos como de quince o veinte perros de esta raza, que el dueño llevaba al canódromo donde tomaban parte en las carreras. Los sujetaba con largas correas y estos animales, de una gran vitalidad, seguramente ansiosos de competir, aullaban y armaban un gran alboroto todos juntos caminando hacia su destino en busca de la liebre que no era tal; un fraude intolerable para el esfuerzo de estos nobles animales a los que yo admiraba, sobre todo, por sus formas tan elásticas y armoniosas. De pronto un día se organizó una bronca enorme. Un gato se cruzó en su camino y la escena se trasformó en algo terrible. En un segundo todo cambió, un vértigo electrizante. No solo descuartizaron al pobre gato ante mis ojos, sino que en medio del gran escándalo que hacían los perros se oían los gritos de las personas. Se desató una histeria colectiva en todo el barrio. No recuerdo la angustia que me produjo estar en el escenario de aquel drama. Pero lo más notable que quedó grabado en mi ánimo fue experimentar por primera vez lo que era el pánico, que transforma e invade todo en un segundo, un fenómeno muy distinto al miedo que se destila lentamente. Con el pánico, el ambiente se hace insoportable y todo es inesperado, lleno de ondas negativas. Supongo que alguien de mi familia me apartó de aquel horror. Mis lloros continuaron cuando vi la sangre en la calle y, aunque los mayores insistían en que no había pasado nada, las huellas eran evidentes, yo no lo había soñado. Con qué ingenuidad se cree que se puede engañar a un niño.

      La otra ocasión fue con el carro de la hierba.

      –¡Herba per als conills! –pregonaba el hombre cuando llegaba al barrio.

      Entonces al caballo percherón se le llamaba el ‘aca’. Adornado de cintas y correajes colgantes, con todo su apero de cuero tiraba de un gran carro pintado de rojo y lleno de alfalfa hasta extremos inverosímiles. Con un arte admirable de la organización, ordenaba los manojos de hierba hasta el punto de que cabían tantos que casi desaparecía el carro; solo se veían las ruedas. El hombre subido arriba del montón de hierba repartía, tirándolos por el aire, los manojos que las mujeres recogían, al mismo tiempo que se gritaban risas, puyas y bromas. Aquellas casitas adosadas del Barrio Obrero tenían cada una su corralito y allí criaban conejos para el consumo familiar. Este hombre venía cada día, como el lechero, para traer su mercancía.

      Cierto día el carro atropelló a un niño pequeño que apenas andaba, una rueda le pasó por encima. Y aunque yo no estaba presente cuando ocurrió, oí los gritos y el revuelo y la gran conmoción en el barrio y, por desgracia, pude ver, en brazos de un hombre que corría, al niño inerte, manchado de sangre y los bracitos colgando, imagen que se me quedó grabada; nada en comparación con lo que más tarde vería en la guerra, pero esa imagen pervive en mí.

      El 18 de julio de 1936 se produjo el levantamiento militar contra el legítimo Gobierno de la República y, con su fracaso en muchas ciudades españolas, el inicio de la Guerra Civil. Valencia permaneció fiel a la República. El abuelo de Juan Genovés puso una bandera republicana en la puerta de su casa, a la que acudían los vecinos a oír la radio; era la única existente en el barrio. La casa de los Genovés quedó entre dos fuegos: los sublevados en el cuartel militar y los republicanos defensores en el campo de fútbol.

      Las escenas que Juan contempló a lo largo de tres años terribles quedaron marcadas a fuego en su memoria: bombardeos, detenciones, fusilamientos, incendios, muertos y heridos en medio de la calle, etcétera. Los horrores de una contienda especialmente sangrienta, ensayo de la matanza aún más salvaje que supondría años después la Segunda Guerra Mundial.

      Juan y Eduard reanudaron la enseñanza primaria en el Grupo Escolar La Pasionaria, en la Alameda de Valencia. Los maestros llevaban a los alumnos al cine Rialto, en el que proyectaban películas de cine soviético; entre ellas, varias de Eisenstein, cuyas imágenes tuvieron, como veremos más adelante, una poderosa influencia en la obra madura del pintor.

      Ese mismo año de 1938 es cuando se produjo la escena que daba inicio a este capítulo, cuando sus padres pensaron enviar a sus hijos a Rusia, arrepintiéndose en el último minuto. Entonces la familia se trasladó durante unos meses a un pueblecito del interior, Villar de Arzobispo, donde encontraron algo de alimento y de paz.

      En sus notas autobiográficas, Genovés habla de aquellos tiempos y describe cómo fueron las cosas en un primer momento para los valencianos:

      Alguien se marchaba al frente de Teruel, no recuerdo quién, alguien próximo a la familia o quizá un vecino. Ahora no comprendo por qué tenían mis padres que llevar a un niño como yo a presenciar aquel acontecimiento. Un gran barullo, una gran tensión. Imponía.

      Aquel entusiasmo, que iba en aumento a medida que acudía a la estación de Aragón (llamada por todos la estación Churra) gente y más gente, unos cantando, otros llorando, daban gritos exaltados de furia –‘¡No dejar ni uno!, ¡a por ellos!’– a los que se iban, serios y calmosos, ellos y ellas con su fusil, al que se agarraban como si fuese un salvavidas, con sus grandes correajes y voluminosas cartucheras que debían pesar mucho, pues los desequilibraban un poco al moverse. Era verano, llevaban camisas desabrochadas y pañuelos rojos –otros, rojos y negros– al cuello, mal atados, sudorosos. A la cabeza, un gorro cuartelero con su borla bailando y estorbándoles en la frente. Me llamaban mucho la atención aquellos gorros, sobre todo los rojos y negros, partidos en diagonal con una borla roja; yo quería uno igual. Se me debió notar porque de pronto cayó uno sobre mi cabeza. ¡Qué emoción! Todos se reían de mí, no sabía por qué había caído sobre mis ojos y no me dejaba ver. Se reían con ganas, haciendo corro a mi alrededor. Creo que levanté el puño y dije algo. UHP o CNT o FAI, estas siglas me obsesionaban entonces. Era como si con ellas entrase en un laberinto. No acababa de digerir por qué unas letras sin sentido tenían esa fuerza de movilización, aquella importancia. Las iniciales de mi padre, J. G., que también son las mías, me atraían por lo mismo, como si tuviesen un sentido especial, algo mágico y oculto. A veces las escribía en rincones, a modo de sortilegio, para conseguir o detener algo. Me llenaba de orgullo que fuesen las mismas que las de mi padre, incluso la C. del segundo apellido que también coincidía. Ya era algo extraordinario J. G. C., y lo reservaba para las grandes ocasiones.

      Esta manía de las siglas quizá venía de uno de los trabajos de mi padre,


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