Juan Genovés. Mariano Navarro

Juan Genovés - Mariano Navarro


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me irritaba; para mi estética de entonces, esto me desagradaba tanto que incluso me acuerdo de mis intentos de armonizar UHP o CNT con torpes maniobras dibujísticas.

      La gente acudía a los andenes, sonaba la música de las bandas que iban llegando y que eran recibidas con aplausos. Banderas republicanas y rojas. Pancartas y gritos nerviosos e inquietos. Los que marchaban se asomaban por las ventanillas de los vagones del tren, hacían señales, levantaban los puños. Ellas, vestidas con los monos que les quedaban anchos, tiraban con esfuerzo del fusil y las cartucheras; bajo sus gorros las permanentes rizadas de entonces. Grupos de milicianos aún permanecían en el andén, yo observaba atento todos sus gestos. ¡Me habría gustado tanto ser uno de ellos! Se miraban unos a otros con aquella curiosidad del primer día, incluso copiaban los gestos resueltos de los más osados. Yo me daba cuenta de la gran diferencia entre la actitud de los que se iban y los que se quedaban. Y también, sobre todo, las lágrimas escondidas entre silencio de pañuelos de los mayores. Allí se fue el tren entre los resoplidos de la máquina, las músicas, los gritos y el agitar de pancartas y banderas.

      –Pobrecitos, carne de cañón, pobres madres, traerles al mundo para esto –mascullaba la mía camino a casa, lejos ya del alboroto.

      –Calla, María, calla –decía mi padre.

      Iba yo de su mano por la senda aquella de las huertas próximas a nuestra casa y él cuidaba de que no cayera a la acequia, por cuyos bordes hacía mis malabarismos acostumbrados.

      Una figura que resultó fundamental en la toma de conciencia política de Genovés fue su primo Ramón Tortajada, hijo de una hermana de su madre, nacida como ella en Casas Altas y casada con un cantero. La familia emigró a Barcelona para trabajar en las canteras de Montjuic; eran todos de tendencia anarquista.

      Desde el inicio de la contienda, Ramón se alistó en la columna Durruti, en la que llegó al grado de comandante. En 1938 fue herido en un hombro y pasó una primera temporada en casa de los Genovés. Tanto Juan como Eduard tienen grabado un recuerdo infantil estremecedor. “Me impresionaba cuando se curaba el brazo. Se metía un algodón por un sitio, el agujero de la herida, y se lo sacaba por el otro lado”, recuerda Eduard, y se lleva la mano al hombro izquierdo, como hace Juan también cuando evoca ese momento. “Había venido de la batalla del Ebro, y le tenían mucha consideración en el barrio porque había estado allí dando el pecho”.

      Eduard recuerda también la decisiva actuación de Ramón en una situación más que delicada: “Me salvó la vida, y se salvó también él, claro. Íbamos por el paseo de la Alameda, que siempre ha estado asfaltada, cruzábamos el río hacia el Barrio Obrero, donde vivíamos, y me llevaba de la mano. Estábamos ya cerca del barrio: dos filas de casas bajas corridas, un poco estilo inglés, un lugar ya desaparecido. Debió de oír el ruido de los aviones y me cogió de un brazo, y corriendo nos metimos en un portal y me protegió, parapetándonos detrás de la gruesa puerta de madera, que dejó abierta. Oí un ruido fortísimo; lo recuerdo perfectamente. Y dos jarrones que había en el portal se rompieron por la metralla, porque las bombas cayeron en el asfalto y saltó todo por los aires. Recuerdo el ruido y el silbido de la metralla. Nos salvó la vida”.

      Valencia fue, por haberse instalado allí el Gobierno de la República, una de las ciudades más castigadas por los bombardeos del bando nacional. El primero tuvo lugar el 13 de enero de 1937. Un mes después, el 14 de febrero, no un bombardeo aéreo, sino naval, desde el buque Duque de Aosta, castigó duramente las instalaciones y viviendas próximas al puerto y causó numerosas víctimas, quedando en la memoria de los vecinos como “el San Valentín sangriento”. En octubre de ese año Bruno Mussolini, un hijo del Duce, participó en los terribles bombardeos de la Aviazione Legionaria Italiana, o “la pava”, como dieron en llamarla los valencianos, que arrojó en solo unos días 5.250 kilos de bombas. Las incursiones, igualmente brutales, se sucedieron durante el año siguiente y siguieron hasta la caída de la ciudad, el 30 de marzo de 1939.

      En sus escritos, Genovés describe con detalle, y también con la incorporación de alguna anécdota divertida, cómo eran aquellos peligrosos y terribles momentos:

      Las sirenas de alarma. Anunciaban con su estridencia los bombardeos, tenían un chirrido muy particular, nunca había oído nada igual: sonaban por todos lados, comenzando muy suave iban en aumento y pronto su rechinar era un clamor que lo llenaba todo. Primero era un breve silencio expectante, todo se trasformaba al momento en una algarabía tremenda, gritos y movimientos incoherentes arriba y abajo, ires y venires contradictorios, carreras en direcciones absurdas, hasta que al final todo el mundo iba enfilándose hacia una sola dirección: el refugio. A veces, al momento mismo de sonar las sirenas ya se oían las descargas sordas de las bombas, el terror se adueñaba de todo, la gente se echaba al suelo, donde primero le pillaba; debajo de la cama nos metían los padres a los niños. Con aquel nerviosismo todo el mundo opinaba a gritos. Allí acurrucado me sentía un poco más seguro, con miedo inocente. Ya las sirenas callaban y empezaba como un espectáculo que tenía su liturgia dentro de un silencio total. El estruendo de las bombas sonaba a veces más próximo; otras veces, con alivio, más lejos. ‘Ya se alejan’, se oía susurrar. Al cabo de un rato volvían a sonar las sirenas que indicaban el fin del peligro, aquella tensión se relajaba y era una alegría, venían los comentarios, los chistes y las bromas. En la tierra de un solar cercano, todo el mundo de mi barrio colaboró con entusiasmo en cavar con todo tipo de instrumentos unas zanjas largas que llamábamos ‘trincheras’. A mí me parecían muy hondas, pero en realidad no debían de tener más allá de un metro de profundidad. Allí nos íbamos metiendo todo el mundo cuando sonaba la alarma, si nos daba tiempo de llegar. Por la noche, a veces, era un espectáculo durante la alarma mirar al cielo, que se llenaba de ráfagas de luz de los reflectores de la llamada ‘defensa aérea’, buscando al avión enemigo para enfocarlo, pero era un desastre, nunca acertaban y los impactos de los cañones antiaéreos, en forma de pequeñas nubecillas, iban de un lado y el avión por otro. El bimotor, lento y tranquilo (le llamaban ‘la pava’), seguía su curso. A veces eran dos. En cierta ocasión, ya enfocaron al enemigo y se vio un caza muy cerca, persiguiendo al bombardero; pudimos ver caer sin rumbo a un avión en picado. Los gritos de júbilo salieron de todos los lados con entusiasmo: ‘¡Le han dado!’.

      Luego se supo que era uno de los nuestros, un ‘chato’, como les llamaban a aquellos ridículos avioncitos, del que incluso pude ver sus restos en el campo donde cayó. Allí acudía todo el mundo para ver ‘el éxito’ de nuestra defensa aérea tumbando a uno de los nuestros. Luego se supo que la tal defensa estaba infectada de fascistas: la gente lo decía a veces indignada. Aquello fue una desilusión enorme, una de tantas, pues cada día se perdía algo de entusiasmo. En otras ocasiones la cosa iba aún peor, como aquella en la que bombardearon la estación (vivíamos a poco más de quinientos metros de ella). El estruendo fue fenomenal: tres descargas, una seguida de otra; el suelo parecía que había saltado cada vez más alto. Gritos y desastre total. Luego todo era una ruina, polvo, cascotes, incendios, gritos… Como aquello sucedió algunas veces más, mi padre dijo que vivir allí era un peligro y nos fuimos toda la familia a vivir al centro de la ciudad, a una tienda de muebles que tenía mi tío Vicent en la calle de Colón. Allí los bombardeos eran otra cosa más rutinaria, teníamos un refugio subterráneo cerca y todo estaba más ordenado. No puedo recordar con precisión, pero creo que a mí me daban instrucciones de llevar siempre una pequeña mochila que tenía no sé qué cosas, una botellita de agua y algo más para llevar al refugio, pero yo tenía la manía tremenda de llevarme mi abultada cartera del colegio, siempre la tenía a mano. Y, desoyendo el reglamento, lo primero que agarraba era mi cartera y olvidaba la mochila. Al final, todos se reían de mí por llevar mi tesoro al refugio; yo no entendía nada, lo encontraba de lo más natural.

      Unos recuerdos sobre este escenario, el de los bombardeos, que comparte Eduard: “No quiero que se me olvide contar una cosa: mi hermano, llevándome de la mano al colegio, en la guerra o recién acabada. Con nuestros baberitos azul y blanco, y de rayas, por la Alameda, entre las palmeras… El colegio era, en realidad, un convento de monjas, pero de paisano, porque era durante la República. No sé si se llamaba La Pasionaria, y sonaban las sirenas. Íbamos por un sótano andando y andando, y al salir ya había terminado el bombardeo. Y cuando sonaban las sirenas, nos metíamos en un agujero que habíamos hecho


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