Juan Genovés. Mariano Navarro

Juan Genovés - Mariano Navarro


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de todos los niños que podía a cambio de la comida que proporcionaba a sus padres. No, nunca conté nada, pero no le tenía ninguna simpatía, pero pruebas de lo que sabía sí que las tenía. Ahora, cualquiera contaba algo negativo de un cura en aquella época…”.

      Y amplía su mal recuerdo hasta los años del colegio, cuando el cura del barrio se presentaba en el Colegio Hispano-Americano de don Santiago: “Mi maestro tenía que superar mil problemas, sobre todo con la Iglesia, y ahí viene otra noticia sobre el cura Roig, inédita y vivida por mí. De vez en cuando, en plena clase, se presentaba en el colegio el cura don Alfons. Le solía decir al maestro: ‘Bueno, don Santiago, déjeme a estos diablillos para ponerlos un poco más cerca del Señor, que a lo mejor lo tienen olvidado’. Don Santiago salía de clase disparado sin decir una palabra, y empezaba entonces un larguísimo rosario, con sus avemarías y demás dichirachos, y comenzaba también su sesión de magreos y toqueteos a nosotros. Tanto es así, se lo estaba pasando tan bien, que con sus entusiasmos, se olvidaba del rezo. Ante la atención de toda la clase, y muchas risas ocultas al ver al cura con la mano metida por el cuello del alumno en cuestión en plena oración mística olvidada. De pronto se daba cuenta y, asustado, anunciaba un padrenuestro que no venía a cuento. No visitaba, sin embargo, el colegio de al lado, el de las chicas, solo a los chavales nos quería salvar del infierno. Un cura de barrio en aquella época de dictadura tenía más poder que un gobernador civil; para todo se necesitaba el informe del cura, y un informe negativo sobre el colegio serviría para cerrarlo en un día y enviar a don Santiago a la Argentina o a la cárcel.

      ”En cualquier caso, nos dimos cuenta enseguida de que los tíos que estaban allí, los profesores, eran unos enchufados. Eran unos tíos que habían ganado la guerra, que estaban al lado de los vencedores, y nosotros sabíamos que la gente que importaba estaba fuera, en México y otros lugares.

      ”Eran nulos. Un ejemplo: un día me vino el profesor de estatua, estaba yo en primero, y para ‘enseñarme’ me coge el carboncillo y, a grandes voces, me dice: ‘Deje, deje. Esto se hace así y así’. Y para cuando llegó al borde inferior del papel, el dibujo no le cabía. Entonces exclamó: ‘¡Bueno, esto, pero bien hecho!’. ¡Y a mí, el papel Ingres me había costado dos pesetas y el cabrón aquel lo había desperdiciado! Unos beatos, católicos furibundos, que nos metían dos veces al año a ejercicios espirituales… Nos enviaban a un convento y allí lo pasábamos fenomenal, eso sí.

      ”Para ellos solo había dos pintores en el mundo: Sorolla y Velázquez. Insultaban a los impresionistas diciendo, por ejemplo: ‘Manet y Peguet’, que en catalán quiere decir ‘manita y piececito’, ¡esos franchutes, que no saben nada!”.

      Para su sorpresa, Genovés suspendió la asignatura principal de primer curso, la de pintura de bodegón, que aprobó, sin embargo, en la convocatoria de septiembre. Todavía conserva algunos de los trabajos, tanto carboncillos sobre papel como pinturas de los trabajos para el curso preparatorio para el ingreso en la Escuela y varias pinturas al óleo realizadas al año siguiente de su ingreso y durante los años de estudio. Entre estas últimas destacan un retrato de perfil de su hermano Eduard (1947), un retrato del pintor Vicente Fillol (1948), artista del que tendremos noticia más adelante, muy rico de empastes, y un autorretrato, de ese mismo año, muy estilizado y con un buen uso de las luces, del que señalamos su cariñosa dedicatoria: “A mi querida madre, en prueba de cariño de su hijo Juan”.

      La comprensión y dedicación de sus padres y hermanos resultó fundamental para que Juan Genovés pudiese estudiar, pese a las graves dificultades económicas que atravesaban. En ello jugó un papel tan generoso como protagonista su hermano pequeño Eduard, que aceptó ponerse a trabajar siendo todavía un niño para que aquella aportación económica supliese la que Juan dejaba de ingresar mientras estudiaba. El mismo Eduard nos recuerda cómo fueron los inicios artísticos de Juan y el porqué de aquella decisión: “En el año 1941 nos mudamos a la calle Santo Tello. En la que fue nuestra casa convergían dos calles y formaban una especie de plaza, en chaflán, y en esas aceras era donde jugábamos. Mi barrio estaba sin asfaltar. Juan cogía un trozo de tiza o de yeso y pintaba en el suelo, desde el ‘sambori’ (la rayuela) para que las niñas saltaran hasta los dibujos del tebeo, como El Guerrero del Antifaz.

      ”Siempre le he visto, desde muy joven, como un innovador. En el barrio era un crack. Jugábamos al fútbol con pelotas cosidas con papel y trapos, y de pronto dijo: ‘Vale de fútbol, hay que jugar al béisbol’. Nadie sabía qué era el béisbol, y él lo debía de haber visto en una revista o en un No-Do. Y desde entonces se organizaron los equipos de béisbol. En el taller de ebanista de mi tío nos hicieron un bate, e hicieron pelotas con cámaras de bicicleta, o usábamos pelotas de tenis que caían en la acequia detrás de Mestalla.

      ”Mi madre, a través de un señor muy influyente en Valencia, en cuya casa había estado sirviendo, y que conocía al notario Enrique Taulet y Rodríguez Hueso, me consiguió el trabajo. Por cierto, cuando fui a la entrevista me acompañó Juan, y el notario cayó en el error de que el trabajo era para él, por ser el mayor. Pero Juan le dijo: ‘No, yo estoy estudiando, el trabajo es para mi hermano’. Y le pareció bien. Tenía yo buena letra, importante en una notaría, y me contrataron. Tenía entonces trece años y Juan, unos quince y pico”.

      Eduard Genovés ha sido oficial de notaria durante cincuenta años, desde 1950 a su jubilación en 2000. Estuvo con el mismo notario más de treinta y cinco años. Luego, con los que llegaron después –hasta diez–, siempre en el mismo despacho, en el centro de Valencia, junto al Ayuntamiento.

      “A veces me preguntan si he tenido envidia de él porque estudiara. Nunca, siempre le he admirado. Siempre me lo agradeció, y me lo ha dicho muchas veces, y siempre ha tenido atenciones conmigo. La única envidia es que cuando se iba por ahí con chicas nunca me presentaba a ninguna. Se iba y volvía con los amigos presumiendo. Por la diferencia de edad, mis amigos y yo un día nos fuimos a escondidas a ver si aprendíamos de ellos cómo ligar, pero nada, no se comían un rosco, aunque volvieran presumiendo. Luego más adelante ya tuvieron sus cosillas…”.

      Juan Genovés recuerda cómo organizaron la primera protesta estudiantil contra una de las autoridades del régimen, algo en lo que, si no fueron los primeros, sí que cabe inscribirles como pioneros adolescentes en la resistencia al franquismo rampante. “La hicimos con una ingenuidad casi infantil, porque podíamos haber acabado todos en la cárcel. Visitaba la Escuela el marqués de Lozoya, que era entonces director general de Bellas Artes. La Escuela estaba entonces en lo que es hoy el Centre del Carme, siempre sucia y abandonada por sus responsables, y los estudiantes habíamos protestado una vez y otra sin que nos hicieran el más mínimo caso. Cuando se anunció la visita del director, como cada vez que venía alguien de Madrid, parecía que se trasladaba el mismísimo El Pardo a Valencia, y limpiaban y aseaban como si esa fuese la costumbre y no la excepción. Entonces cogimos todos los caballetes que había en una de las clases, les pegamos fuego y los tiramos a un pozo que había en el claustro, y con lo que encontrábamos ensuciamos y guarreamos


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