Juan Genovés. Mariano Navarro

Juan Genovés - Mariano Navarro


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el lío, porque exigimos que las chicas estuvieran presentes y ellas protestaban también. Organizamos un buen lío.

      ”En los cincuenta ya hubo follón de los estudiantes en Madrid, cuando los hechos de San Bernardo, pero, en verdad, fuimos los alumnos de mi curso, el más rebelde de la Escuela –del que luego salieron Los Siete–, los que posiblemente organizamos la primera protesta estudiantil del franquismo.

      ”No teníamos información, pero tontos no éramos. Recuerdo de esa época una frase que me guardé en la cabeza: ‘La experiencia es el arma de los vencidos de espíritu’. La escribí entonces, estará en mis papeles. Tenía dieciocho años y no la he olvidado. La experiencia es para la gente que se defiende con ella porque no tiene otra cosa. ¡La experiencia es una mierda, vamos!

      ”Hubo un profesor al que matamos a disgustos, es cierto. El señor Tuset, que fue director de la Escuela. El primer año que nos tocaba desnudo decidió suprimirlo. Esgrimió que no sabíamos dibujar y nos puso a hacer orejas, narices y ojos una y otra vez, y los pintábamos entre los compañeros hasta que ya nos cansamos y le pedimos una entrevista. Fuimos a verle provistos con unas reproducciones que habíamos conseguido de Van Gogh, las desplegamos y le dijimos: ‘Don Salvador, este pintor sabía dibujar mejor que usted’. El hombre se encendió, se puso como loco, gritando precisamente: ‘¡Qué me decís, qué me decís, ese es un loco, un loco!’. En Francia, ‘el loco’ estaba hasta en los calendarios, pero para el profesor aquello era totalmente revolucionario. Le dio un patatús. Lo llevaron a una clínica. Fuimos a visitarle, un poco contritos, y cuando nos vio se puso a gritar de nuevo, y ¡se murió a la semana! Siempre decíamos: ‘¿te acuerdas cuando matamos a don Salvador?’ […].

      ”Don Salvador nos quitó todos los tubos de negro. Nos decía: ‘El negro se fabrica con rojo, con carmín y verde botella. Sorolla lo hacía así. Y tenéis que acostumbraros a pintar con ese negro’. La mayoría de los alumnos eran hijos de los que hacían las fallas y sabían la tira de pintura, y trajeron pigmentos negros y con ellos pintábamos, y él lo llevaba mal. Además, nos hacía entornar los ojos para pintar porque decía que Sorolla los entornaba, y nos miraba con los ojos entornados… Nosotros decíamos: ‘Los ojos bien abiertos para ver la pintura’, y se quedó como un eslogan. Cuando pasaba un profesor lo decíamos: ‘Los ojos bien abiertos para ver la pintura’”.

      En un punto coincidían los más conspicuos de los jóvenes alumnos: estaban hartos de Sorolla. No podían más con su repetido y obligado magisterio y ejemplo. Ni tampoco con sus epígonos. Así, el antes citado Salvador Tuset Tuset (1881-1951), catedrático de Colorido y Composición y director de la Escuela precisamente desde 1946 –el año de ingreso de Juan Genovés–, con quien los alumnos tuvieron sonados enfrentamientos. También el quizá más popular de ellos, el amanerado Manuel Benedito (1875-1963), autor de grandes retratos aristocráticos y de los entonces célebres carteles para la Unión Española de Explosivos, que se reproducían en los calendarios, y al que el Ayuntamiento de Valencia dedicó una gran exposición entre noviembre y diciembre de 1949, al tiempo que le concedía la medalla de oro de la ciudad.

      Eusebio Sempere ingresó en la Escuela en 1941, obtuvo la titulación en 1946 y permaneció en ella dos años más, hasta 1948, cursando estudios de grabado. El crítico de arte y profesor de la Facultad de Bellas Artes de Valencia Pablo Ramírez, en un breve ensayo sobre los años valencianos de Sempere y respecto a la Escuela de San Carlos, apunta:

      Ineptitudes y corruptelas aparte, las escuelas de Bellas Artes, durante la inmediata posguerra, habían estructurado un sistema de enseñanza fundamentalmente dirigido a la formación de profesionales capaces de acometer la reconstrucción del patrimonio artístico destruido durante la guerra. Obviamente este sistema era incompatible con la modernidad. Por otra parte, la vanguardia artística republicana se consideraba altamente sospechosa.

      El propio Sempere evocaba la figura del malhadado profesor Tuset, al que también sufrió. Sobre el hartazgo sorollesco apuntaba:

      El año 1949 fue crucial en el desarrollo artístico de Genovés, tanto en lo personal como en lo colectivo. En el segundo aspecto, porque es el año en que, junto a algunos de los alumnos más inquietos de la Escuela, fundó el grupo de Los Siete, su primera incursión en un modo organizativo que dejó huella en toda su trayectoria posterior, y que, al principio, fue sobre todo un centro de debate y discusión. Alquilaron entre todos un cochambroso “estudio” en la calle Quart, al que, por su forma, denominaron el Tranvía. En el aspecto personal, porque es el año en que vende su primer lienzo, Paisaje de Santo Domingo, que adquiere José Carles, un modesto empleado de banca con vocación frustrada de pintor que, en la medida de sus posibilidades, ayudó siempre a Genovés: “Era un hombre muy culto, amante de la pintura y con alma de mecenas, pero sin posibles. Un día me invitaron a comer a su casa él y su mujer, Elena, muy simpática conmigo también. En la sobremesa comentamos algo sobre los dibujos a línea de Picasso, del que José era un gran admirador. ‘Igual tú le haces un dibujo de esos a mi hijo Guzmán, de esos sin levantar casi el lápiz del papel’. Me lanzó el reto y yo lo acepté, sin el casi. ‘¿Tienes material aquí?’, le dije. ‘Sí, soy capaz de dibujar a tu hijo Guzmán sin levantar el lápiz del papel’. Su niño tenía entonces unos cuatro añitos. Cogió una pelota y se me plantó delante, quieto el tío, plantado y posando. Vi el dibujo ya hecho. La verdad es que me quedó muy bien. Aquello me consagró para aquella familia, que siempre me consideró algo raro, un genio. A partir de entonces, cada año me enviaba un décimo de lotería. ‘Tú lo único que necesitas es dinero. Si yo lo tuviera…’, me decía. Durante toda su vida recibí el regalo, nunca tocó nada, pero José cumplió”. Fue también José Carles quien le regaló el libro de Maurice Denis Nuevas teorías sobre el arte moderno y sobre el arte sagrado (1922), que fue su libro de cabecera en esos años y el origen de su continuado interés posterior por los escritos de artistas.

      No se conserva en el archivo rastro alguno de Paisaje de Santo Domingo, pero sí de otro cuadro del mismo año, propiedad del artista, titulado curiosamente Alamedetes, en el que destacan lo recio de la composición, presidida por la diagonal que trazan los árboles que le dan nombre, y lo parco, a la que vez que natural, de su escala de colores. De ese mismo año, más singular, y hoy en manos de su hermano Eduard, es Regalo a mi madre, una reinterpretación de imágenes de los primitivos italianos de la escena de La Presentación en el Templo, de brillantes arquitecturas. Genovés nunca ha ocultado esa preferencia por los primitivos ni tampoco su renuencia ante el barroco y sus artificios:

      “Tuve una época al acabar la Escuela, harto de Sorolla y de la estética que veía en España, que me fui a Giotto, al Medioevo y, coincidiendo con la pintura valenciana de los siglos xiii y xiv, a las pequeñas figuraciones de los altares, las predelas, que son historias. No conservo nada de eso, lo vendí a algún americano que compraba a artistas de medio pelo, compraba obra por montones, le vendí todo eso. Era una pintura un poco religiosa, aunque yo no lo era, estaba muy influenciado por Giotto y esos… Pintaba al huevo, no tenía dinero para pintar con óleo, compraba dos huevos y los miraba, y, en vez de comérmelos, pese al hambre, quería hacer una tortilla… Los pigmentos eran muy malos, no sé qué habrá pasado con ellos. Me gustaría verlos, no tengo fotos, no tenía ni dinero para fotos. Hice una multitud enorme, el Domingo de Ramos, con Cristo en un burro… Es una época mía desconocida. Me sirvió para distanciarme del arte del día, de entonces.

      ”Me gustaba la pintura de la que el Museo San Pío V [el actual Museu de Belles Arts de València] posee


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