Toda ecología es política. Gabriela Merlinsky
en diferentes lugares del mundo. En 2020 el fuego avanzó sobre humedales y bosques en veintidós provincias argentinas, y afectó a una superficie de 900 000 hectáreas. Entre 2017 y 2020 el país perdió 8 millones de hectáreas de bosques por la agricultura y la ganadería intensivas (Greenpeace, 2020). La deforestación agrava las situaciones forzantes del cambio climático y genera fenómenos extremos como sequías y fuertes tormentas. Es por eso que, en la Argentina, la amenaza permanente que pesa contra bosques y humedales debe considerarse una alerta mayor. Se trata de un punto crítico de no retorno, es decir, el momento en el que una variación adicional provoca grandes cambios difíciles de revertir y los ecosistemas pierden su estabilidad hasta dejar de ser lo que eran.
Greta Thunberg señala un punto de inflexión: las décadas venideras representan la última chance que tiene la humanidad para garantizar la reproducción de la vida a futuro. Estamos en un momento bisagra global, un gran atasco que no podemos atravesar. La salida se ve muy lejana porque las acciones que nos pondrían en mejores condiciones para evitar la catástrofe –y que beneficiarían a la gran mayoría de las personas– son extremadamente amenazantes para una élite minoritaria que mantiene el control sobre los recursos naturales, los flujos de capital y los grandes medios de comunicación. En tanto ya no es posible sostener el ideario de la conquista como argumento para prometer un potencial progreso para todos, estas élites han optado por el negacionismo de la crisis ambiental.
En 2020, la circulación vertiginosa del covid-19 desnudó esta situación límite global y puso en evidencia el nexo que existe entre la cuestión social y la crisis ecológica, no solo en términos de un problema de salud, sino del proceso a través del cual se generó y expandió la pandemia.
Como veremos en este libro, un camino para enfrentar ese desafío es revisar las conexiones más profundas entre la cuestión social y las diversas formas de organización política colectiva que en diferentes partes del mundo dan cuenta de la devastación ambiental y proponen caminos para enfrentarla. Se trata de retomar la emergencia de la cuestión ecológica como asunto político –el gran legado del siglo XX– y buscar las articulaciones y transformaciones que este tema ha tenido en el nuevo milenio. Durante el siglo pasado, hubo grandes dificultades para ligar estos asuntos a los problemas más generales de la desigualdad social. El hecho de que los diferentes movimientos sociales que luchan contra las desigualdades no hayan podido incorporar la dimensión ecológica en sus reclamos tiene que ver, como exploraremos más adelante, con la subsistencia de los idearios de progreso que marcaron a fuego las promesas de la modernidad. ¿Por qué la ecología política no ha logrado tomar el relevo de la cuestión social? Esta es una pregunta urgente y profunda, que se cuela una y mil veces en las páginas de este libro porque busca poner en entredicho aquel proyecto moderno y sus aspiraciones.
La hoguera del siglo XXI se alimenta de la creación deliberada de peligros, y esto obedece tanto a la desregulación de la protección ambiental como a la vulneración de los modos de vida ecológicamente sostenibles de las comunidades indígenas, campesinas, agrícolas y artesanas del Tercer Mundo. Estos grupos han tenido siempre un vínculo de coevolución con el mundo natural (es decir, la extracción de recursos ambientales que realizan nunca ha superado la tasa de recomposición o renovación de esos recursos); por eso, al minar sus condiciones de existencia, también se han debilitado los códigos de conservación de la naturaleza que forman parte de una relación de reciprocidad con el entorno natural.
Como señaló Vandana Shiva (2001), a comienzos del milenio cerca de dos tercios de la humanidad, en particular los pueblos del Sur, que dependen de recursos naturales como su fuente de vida y sostén, se enfrentaban a la destrucción, desviación y apropiación de sus ecosistemas. Esto genera desigualdades socioambientales que recaen en general sobre los grupos empobrecidos del medio rural y los habitantes de los barrios populares en las grandes ciudades.
Estos grupos son los nuevos refugiados ambientales del mundo y el resultado es un apartheid ambiental a escala mundial, pues en una era de comercio global y liberalizado, en el que todo es vendible y la potencia económica es el único factor determinante del poder y el control, los recursos se trasladan de los pobres a los ricos y la contaminación se traslada de los ricos a los pobres (Vandana Shiva, 2001: 164).
Al mismo tiempo, estamos en un momento de grandes cambios en las percepciones y sensibilidades en torno a la cuestión ambiental. Se han resquebrajado las fuentes de confianza social que en el pasado hacían aceptable sacrificar la red de la vida a cambio de una promesa de progreso indefinido. Ya no es posible confiar en que la tecnología podrá resolver estos desafíos civilizatorios y que los costos ambientales pueden posponerse para mañana bajo el supuesto de que la ciencia siempre podrá correr un poco más la frontera de expansión en la extracción de recursos. Voces potentes de grupos organizados, como las asambleas de defensa del agua pura, los pueblos fumigados o las cátedras de soberanía alimentaria en la Argentina, movimientos trasnacionales como Extinction Rebellion o los Jóvenes por el Clima, las rondas campesinas en Perú y Colombia, los pueblos indígenas del Amazonas, entre tantas otras, nos interpelan sobre asuntos en los que cultura y naturaleza se mezclan todos los días. Así como las laboriosas investigaciones de los defensores de humedales en todo el mundo, los reclamos de los afectados por la contaminación en las grandes ciudades o la memoria cercana de Berta Cáceres, la líder indígena lenca, feminista y activista del medio ambiente hondureña asesinada en 2016 por luchar por los derechos de los ríos, nos recuerdan que la vida, en su trama interdependiente, tal como la conocemos, está en peligro de extinción. A la vez, los argumentos que se apoyan en el poder simbólico de una ciencia sometida a los imperativos del mercado ya no son eficaces, porque no pueden ocultar las marcas del sufrimiento ambiental visibles en los cuerpos o –en clave feminista– las cuerpas, así como tampoco pueden soslayar las evidencias en los daños irreversibles a la biodiversidad o la estabilidad del clima.
El desastre no es una fatalidad
El panorama actual de las ciencias sociales en América Latina y en vastas regiones del mundo muestra una dificultad notable para lidiar con las construcciones sociales y políticas, las imágenes, los símbolos e incluso las ontologías que se tejen en las movilizaciones en defensa del ambiente. Resulta cada vez más probado que no podemos seguir esperando que se cumplan las promesas de la modernidad, pero esto parece inaudible en muchos ámbitos de las ciencias sociales. Para lograr que nuestros espacios académicos se abran a la cuestión ambiental, un objetivo al que pretende contribuir este libro, será necesaria una renovación epistémica que considere la diversidad de pertenencias de los actores, la multiplicidad de identidades (humanas y no humanas) que se ponen en juego en las luchas por el ambiente y todas sus interdependencias. Como veremos en estas páginas, en los movimientos de justicia ambiental se entrelazan de múltiples maneras las identidades de género, clase y étnicas, en una experiencia localizada que puede rastrearse en las innumerables batallas por una vida digna (incluyendo a otras especies) que se libran a cada momento en diferentes lugares de este planeta.
Claro está que no alcanza con prestar atención a las voces que reclaman justicia ambiental. Para que esta cuestión pueda ser abordada como un problema sociológicamente relevante es necesario superar una visión antropocentrista según la cual mujeres y hombres se encuentran por encima del resto de la naturaleza. La sociología, en particular, tiene una herencia que proviene de la dominación positivista del siglo XIX, es por eso que en su propia constitución hubo un empeño explícito en separarse de la biología, combatir explicaciones naturalistas y mostrar que lo social es el producto de fuerzas humanas. Esa es la marca de origen de las ciencias modernas: conocer las leyes de la naturaleza no para respetarlas, sino para ponerlas a trabajar al servicio de una expansión incesante del capital (Stengers y Pignard, 2019).
Esa dificultad para abordar la relación sociedad-naturaleza desde una mirada simétrica ha sido una de las principales razones del abismo que separa a las ciencias sociales de la cuestión ambiental. La gran dificultad para lidiar con los desafíos ecológicos de nuestro tiempo tiene que ver, además, con otra herencia de la modernidad, que es la idea de progreso, un imaginario poderoso, una forma de racionalidad que, de múltiples maneras, ha permeado los debates y los proyectos desarrollistas en América Latina. A esto tampoco ha escapado la tradición marxista latinoamericana que, incluso en momentos históricos de movilización de masas y de avance de