Toda ecología es política. Gabriela Merlinsky
humano y una visión evolucionista de la bondad intrínseca del desarrollo de las fuerzas productivas se produce un punto ciego que impide el debate sobre el papel de la ciencia y la tecnología. La “revolución verde” –que es todavía anunciada como el gran éxito de la agricultura moderna–, y los distintos desarrollos de la biotecnología –organismos genéticamente modificados, tecnologías moleculares y “vida artificial”–, todas prácticas en las que se mixturan los procesos históricos con la realidad biofísica, son presentadas como opciones neutras, disociadas de formas de poder y, lo que es aún más problemático, como un camino inexorable que nos conduciría a un mayor bienestar humano.
La gran paradoja es que mientras las ciencias sociales, por las razones históricas que hemos señalado, se fueron separando de la biología y luego de la ecología, y han abonado a la idea de la excepcionalidad humana, en contrapartida, en la sociedad cada vez hay una mayor conciencia acerca del origen social y político de los grandes problemas ambientales de nuestro tiempo. Fue a partir de 1990 que los informes del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés) dieron el puntapié inicial para lograr un consenso en torno al origen antropogénico (es decir, causado por hombres y mujeres) de las transformaciones ambientales globales que provocaron el cambio climático. La tendencia creciente de los signos de calentamiento global –que en los últimos cincuenta años casi duplicó su velocidad de incremento con respecto a los últimos cien años– se relaciona de manera directa con el intenso uso de los combustibles fósiles y con la producción de gases de efecto invernadero, consecuencia de un ritmo de producción industrial que se aceleró en las últimas décadas. Los fenómenos sociales que están en el centro del análisis contemporáneo son –otra paradoja– los grandes temas de las ciencias sociales: la revolución industrial, la acumulación originaria, la alienación, el avance de la ciencia y la tecnología y, claro está, las relaciones de poder y los conflictos que se desarrollan en torno a estos procesos.
Lo que está en juego en los conflictos ambientales
Este libro se dedica a un análisis exhaustivo de los conflictos ambientales en América Latina, tal como se han desarrollado en las últimas décadas, con la idea de que lograr una comprensión más profunda de lo que está en juego en ellos puede contribuir a revitalizar las categorías de análisis de las ciencias sociales en un momento histórico, el presente, en el que la cuestión ambiental ha ganado contenido social y político. Los conflictos ambientales expresan formas de descontento con el estado de cosas que nos ha llevado a vivir en esta “casa en llamas” (y en esta casa incluimos la vida humana y no humana) y habilitan discusiones sobre nuestra vida en común y sobre escenarios de futuro.
A través de los conflictos ambientales, se abren espacios públicos intermedios en los que la comprensión de la cuestión ambiental incorpora nuevas realidades y toma en cuenta la complejidad de lo que ocurre entre los ríos, las rocas, los humedales, la atmósfera, las selvas, los suelos contaminados, los modos de vida indígenas y campesinos, los alimentos o las vidas en peligro. Estos espacios dan visibilidad a una relación significativa con los otros que toma en serio a especies no humanas (Haraway, 2016) y aportan formas de pensar y sentir que nos ponen cara a cara con los límites del proyecto contemporáneo de apropiación de la naturaleza.
Al considerar el ambiente como un terreno político, en este libro hemos recurrido a trabajos de ecología política, un campo de estudios y de discusión epistemológica que combina la economía política con diversos enfoques de las ciencias sociales, y pone el foco en las relaciones de poder que caracterizan los conflictos ambientales y que dan forma al surgimiento de diferentes demandas sociales y acciones colectivas (Alimonda, 2006; Martínez Alier, 2004; Escobar, 1998; Leff, 2006; Peet y Wats, 1996; Bryant y Bailey, 1997). Como ha señalado Paul Little (1999), la ecología de cualquier comunidad –humana– es política en el sentido de que está moldeada y restringida por otros grupos humanos. La explotación, distribución y control de los recursos naturales están siempre intervenidos por relaciones diferenciadas de poder dentro de y entre sociedades. Al mismo tiempo, Paul Robbins (2004) afirma que “si necesitamos una ecología política es porque contrariamente existen, y de hecho dominan las interpretaciones sobre las articulaciones sociedad-naturaleza, una o muchas ecologías apolíticas”, es decir, versiones tecnocráticas que suponen que el problema ambiental se soluciona con la intervención de los expertos o a través de la mediación de intereses corporativos que agregan un barniz verde a prácticas económicas que son profundamente depredadoras del ambiente.
En la Argentina, como en otros países latinoamericanos, la economía está atada a la exportación de commodities, que permiten sostener la balanza de pagos y los compromisos de la deuda con acreedores internacionales. Esto no debería considerarse un hecho irreversible que no puede ser cuestionado. El debate sobre este modelo económico tiene escasa repercusión en los discursos oficiales, la prensa y la discusión política con mayúsculas (esto es, la que se da en el Congreso de la Nación o en las disputas de los partidos políticos). En cambio, si nos permitimos escuchar las deliberaciones de los colectivos que reclaman por causas ambientales vamos a encontrar interrogantes que hacen referencia a cuestiones ecopolíticas estructurales: ¿quiénes se benefician de ese modelo económico? ¿Cuáles son sus costos ambientales? ¿Cuáles son los impactos irreversibles en materia de salud humana? ¿De qué manera esa presión extractiva condiciona nuestras opciones de futuro? El crecimiento económico, la rentabilidad o la captación de divisas para estabilizar la economía, ¿son criterios de valor equivalentes a la defensa del agua, el modo de vida local o la salud? Estas preguntas son apenas un ejemplo de las tantas que abordaremos en este libro y expresan disidencias en las que entran en juego cuestiones vitales, de supervivencia, de horizonte y de destino. Al poner en discusión el papel del agua, los alimentos, la salud, el suelo, el aire, las montañas, los glaciares, el clima, estos llamados de alerta nos dicen que tenemos que pensar muy seriamente en cómo vamos a continuar viviendo en condiciones en las que todo aquello se ve amenazado.
Un punto central en este libro es que estas cuestiones no se pueden comprender si se desautoriza la palabra de los afectados. Muy por el contrario, la tarea sociológica fundamental es entender cómo, en estas controversias, siguiendo a Callon (1986, 16), se condensan “momentos de la vida social en los que se cuestiona, discute, negocia o rechaza la representatividad de diferentes portavoces”. Así, “El agua vale más que el oro”, “Paren de fumigar”, “Basta de zonas de sacrificio” o “El Famatina no se toca”, frases que aparecen en los reclamos de los activistas, expresan cómo todas estas entidades –el agua, las rocas y la vida humana– se pueden poner en relación para pensar lo común.
En un trabajo seminal, Callon (1986) contribuyó a establecer el papel cardinal que juegan los diferentes procesos de traducción, es decir, de cambio de significado en la definición de un problema ambiental. Su estudio indagó el papel que desempeñaron los científicos, los pescadores e incluso las propias especies animales en un conflicto en torno al riesgo de extinción de las vieiras en la bahía de Saint-Brieuc, al noroeste de Francia. Su aporte fue mostrar cómo los científicos reclutaron y movilizaron aliados para implementar un sistema de recolección y aislamiento de las vieiras que permitió aumentar a mediano plazo la población de estas especies y, en consecuencia, hizo viable la pesca como actividad económica local. La clave de análisis de Callon es que la construcción de significados en torno al problema de la extinción de esa especie tuvo lugar mediante el “enrolamiento” de actores –es decir, el proceso por el cual algunos involucrados convencen a otros y logran movilizarlos a hacer cosas– y, de ese modo, se arribó a una redefinición de lo que estaba en juego. Fueron las diversas alianzas (no siempre exitosas) entre los científicos, los pescadores, los pobladores locales y las autoridades las que permitieron diferentes cambios de significados en los que tanto el mundo social como el mundo natural fueron tomando forma progresivamente.
Este es un argumento muy importante para comprender que los animales, las plantas, los ríos y las montañas son figuras importantes en un conflicto ambiental y que esto sucede porque, en palabras de Callon, “movilizar” es hacer móviles entidades que antes no lo eran. En los conflictos ambientales surgen controversias sociotécnicas, es decir, formas de disenso en torno a cuestiones de naturaleza técnica y científica que, en razón de su apertura a otros registros de análisis, se vuelven