Toda ecología es política. Gabriela Merlinsky

Toda ecología es política - Gabriela Merlinsky


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años he seguido el surgimiento y devenir de diferentes conflictos ambientales en América Latina y he reparado en que los debates suelen desplazarse hacia múltiples arenas públicas (medios de comunicación, ámbitos legislativos, tribunales, foros de debate ciudadano). Esto hace que las discusiones se multipliquen en diversos registros más allá de los dictámenes de informes técnicos, y que se cuestione la palabra de consultores, expertos, funcionarios y promotores de proyectos. Se trata de controversias sobre múltiples aspectos de un problema: ¿cómo afecta la instalación de una planta de producción de celulosa la calidad del agua del río y la dinámica de la cuenca hidrográfica? ¿Puede haber impactos acumulativos negativos cuando varios proyectos extractivos se localizan en un mismo sitio? ¿Cuál es el valor social, cultural, simbólico, expresivo de un cerro como el Famatina en la Argentina o de las lagunas de Cajamarca en Perú? ¿Puede esto traducirse a un valor conmensurable en dinero? Estas preguntas se encadenan sucesivamente a otras y van generando un desplazamiento en la discusión de los asuntos públicos que enlazan la política con la ecología. Porque si bien el agua, la tierra y otras entidades pueden ser definidas y de hecho son por lo general consideradas como recursos, es importante reconocer que en realidad se trata de elementos del paisaje considerados cruciales para la supervivencia humana.

      Las relaciones de las personas con el paisaje no se basan solo en su valor utilitario ni pueden ser entendidas según una racionalidad particular, sea esta ambientalista o de otro tipo. Esto se ve con claridad en distintas regiones de América Latina, donde es común que las personas mantengan vínculos de respeto y afecto con “seres otros-que-humanos” (De la Cadena, 2010). Estas formas múltiples y alternativas de vinculación con la naturaleza habilitan el desarrollo de un tipo diferente de política y permiten que “la realidad pueda ser de otro modo” (Law, 2004).

      La idea de que la naturaleza es ontológicamente plural desafía la concepción de los “recursos” como canteras para nuevos proyectos. Es habitual que las empresas y gobiernos decidan la viabilidad de un proyecto mediante un análisis costo/beneficio con todas las externalidades traducidas a dinero y a partir de una evaluación de impacto ambiental. Sin embargo, como ha señalado Joan Martínez Alier,

      los afectados, aunque entienden el lenguaje económico y piensen que es mejor recibir alguna compensación económica que ninguna, acuden a otros lenguajes que están disponibles en sus culturas. ¿Vale argumentar en términos de la subsistencia, salud y bienestar humanos directamente, o hay que traducirlos a dinero? ¿Cuál es el valor estético de un paisaje, no traducido en dinero sino por sí mismo? ¿Cuánto vale la vida humana, no en dinero sino en sí misma? (Martínez Alier, 2004: 17).

      Un elemento decisivo para que estos conflictos salgan a la luz y tengan repercusión pública es el cambio en su escala de influencia, es decir, el momento en que se transforman en cuestiones políticas que van más allá del ámbito inicial en que los afectados hicieron público el reclamo. Como ya señalamos en la introducción de este libro, la discusión sobre los efectos de la instalación de una planta de celulosa sobre la vida local y la actividad económica en una pequeña localidad como Gualeguaychú, en la provincia de Entre Ríos, se transformó en 2004 en un conflicto de alcance binacional cuando los manifestantes decidieron cortar el puente que permite la circulación entre la Argentina y Uruguay. La modificación del foco del conflicto, esto es, el reclamo a dos gobiernos nacionales, permitió además la incorporación de diferentes actores transnacionales como participantes en la disputa y esto aumentó la resonancia política de la protesta logrando poner en agenda una discusión sobre alternativas al desarrollo. En efecto, los argumentos planteados al calor de estos conflictos suelen cuestionar que el desarrollo deba ser entendido como un proceso lineal ininterrumpido de dominación de la naturaleza con el único objetivo de la acumulación incesante de mercaderías y materias primas.

      Cuando la movilización trasciende las fronteras locales porque hay un cuestionamiento a los procesos de toma de decisión a escala nacional o regional, los conflictos tienden a una mayor duración, al punto en que pueden desestabilizar los sistemas institucionales de representación y dar lugar a nuevas modalidades de vinculación entre los reclamantes y la gestión gubernamental. En el marco de esas deliberaciones es posible reconstruir repertorios de problemas y soluciones que ponen en evidencia tanto los aspectos ignorados o subestimados de un territorio específico (paisaje, cultura, biodiversidad, impactos potenciales, etc.) como las disfunciones de la acción pública en términos de proteger ese mismo espacio.

      Debido a que estas acciones no se adaptan con facilidad a los usualmente débiles canales existentes de participación y a las formas tradicionales de organización política, es frecuente que esos conflictos consigan desbaratar aquellas prácticas muy arraigadas en la forma de funcionamiento del Estado que sostienen ventajas y jerarquías de poder inmunes a cualquier forma de control político. Cuando estos casos logran instalarse en la agenda y desestabilizan los modos de hacer de las políticas públicas estamos ante “conflictos estructurales”, verdaderos casos testigo que amplían y modifican los aspectos considerados como problemáticos y tienen efectos institucionales perdurables.

      Para entender los escenarios de conflicto que se presentan en las sociedades de América Latina es útil recurrir a los estudios de la ecología política latinoamericana, que han contribuido a resituar la persistente mirada colonial con la que suele abordarse la naturaleza de la región, tanto su realidad biofísica (flora, fauna, habitantes humanos, biodiversidad de sus ecosistemas) como su configuración territorial (la dinámica sociocultural que articula significativamente esos ecosistemas y paisajes).

      En este capítulo se destacarán tres procesos relevantes que tienen que ver con la construcción social y política de la cuestión ambiental: el surgimiento y ampliación de esta como asunto político global en diferentes escalas, la aceleración de los procesos extractivos en el Tercer Mundo y la producción de desigualdades socioecológicas generadas por diferentes procesos de urbanización capitalista (Merlinsky, 2017a).

      Surgimiento y ampliación de la cuestión ambiental como asunto político

      En 1969, durante la misión Apolo 11, se tomaron las primeras fotografías del planeta Tierra captadas desde el espacio exterior. Maarten Hajer (1995) hace alusión a ese momento histórico como un punto de inflexión en la percepción humana: las imágenes permitían avizorar una esfera coloreada en azul, en parte cubierta por nubes etéreas, flotando aparentemente sin rumbo en un mar de oscuridad total. Esas fotos evocaron la interdependencia entre los humanos y no humanos que habitan este cuerpo celeste, pero también fueron una representación de la fragilidad de la Tierra, sus organismos y los procesos que la hacían habitable.

      En aquel momento, esa imagen fue el soporte de un mensaje que exhortó a un esfuerzo político comprensivo para enfrentar los problemas ambientales y salvar “nuestro planeta común”. La primera conferencia sobre ambiente humano de las Naciones Unidas tuvo lugar en Estocolmo en 1972 bajo el lema “Solo un planeta”. La iniciativa surgió a partir de la presión que venían ejerciendo diferentes grupos de activistas ambientales, ya desde la segunda posguerra, en los Estados Unidos, Europa y Japón, y dada la influencia creciente de los primeros ensayos e informes científicos, publicados en la década de los sesenta y comienzos de los setenta, que alertaban sobre la crisis ambiental, investigaciones que tuvieron gran impacto en la comunidad científica y en la opinión pública.

      En esos primeros llamados de alerta que, hasta nuestros días, nos hablan de la posibilidad de un colapso civilizatorio, se repiten como los más significativos los nombres de Rachel Carson (1962), Barry Commoner (1966), Paul y Anne Ehrlich (1987), Eugene Odum (1953), Fritz Schümacher (2010) y Garrett Hardin (1970), primeros “científicos oustsider” que actuaron como una suerte de oráculo de Delfos contemporáneo, porque produjeron verdaderos best sellers, se lanzaron a presentar sus trabajos en los medios de comunicación, a proponer nuevas políticas públicas, e incluso se constituyeron en una suerte de referentes morales de la sociedad (Worster, 1998). Ellos iniciaron una era de publicaciones ambientalistas que buscaban dar un mensaje más allá de las esferas científicas o expertas, con el propósito de influir en el orden político y social.


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