Toda ecología es política. Gabriela Merlinsky
regulaciones internacionales en respuesta al peligro de un tercer conflicto mundial. La preocupación por el agotamiento de los recursos y su rol estratégico para la seguridad global se gestó en un período bien definido de la historia que comenzó a fines de la Segunda Guerra Mundial y que se extendió hacia el propio corazón de la Guerra Fría. Entre 1950 y 1970, el producto bruto del mundo creció en 250%, el comercio internacional se cuadruplicó y se produjeron miles de metros cúbicos de residuos radioactivos, al tiempo que la transformación masiva de los modos de producción, el comercio y el consumo implicó un aumento de la denominada huella ecológica,[5] que empezó a ser un tópico recurrente presentado en diferentes estudios científicos, informes internacionales y luego en diversos organismos como la FAO y la Unesco.
La consolidación del liderazgo de los Estados Unidos como eje del poder global estuvo vinculada a una visión sobre los recursos del mundo que, a su vez, debían ser gestionados desde un poder central y a escala planetaria. Las cuestiones de seguridad nacional e internacional se fueron fusionando progresivamente con el problema de la conservación de los recursos. Desde la perspectiva norteamericana, se trató de una política de seguridad enfocada en la contención del comunismo y una estrategia que buscaba garantizar el aprovisionamiento de los recursos en Occidente, que en buena medida estaban en las zonas subdesarrolladas del continente americano. Como lo definió el presidente Truman en 1949, el Plan Marshall, de hecho, estaba destinado a “la mejora y el crecimiento de las áreas subdesarrolladas”.
De esa manera, se fue construyendo una visión global del mundo natural basada en la interconexión y la interdependencia de los procesos naturales (energía solar, suelo, ciclo geoquímico e hidrológico, especies animales y vegetales, clima). La experticia ecológica también proveyó el lenguaje para una concepción política del ambiente global que tomó como base la cibernética y que luego avanzó hacia una definición de la biósfera entendida como un sistema complejo, múltiple y autorregulado.
En América Latina, este debate también tuvo un momento de alta resonancia en 1970, cuando se presentó en Río de Janeiro un primer informe del denominado “Modelo Mundo III”, un ejercicio de construcción de escenarios de futuro realizado por los científicos del MIT por encargo del Club de Roma. El estudio, que Dennis Meadows publicó dos años más tarde bajo el título “Los límites al crecimiento”, proponía un enfoque sistémico para abordar la problemática global. El modelo computacional resultante, el World-3, ofrecía diferentes ecuaciones para analizar de forma interrelacionada cinco variables cardinales cuyas tendencias se proyectaban hacia el futuro: población, producción agrícola, recursos naturales, producción industrial y contaminación. La conclusión del informe era que la tendencia del mundo llevaba de manera inevitable a un colapso que iba a producirse antes de un siglo, provocado sobre todo por el agotamiento de los recursos naturales. Para remediarlo, proponía diferentes medidas correctoras que debían iniciarse en 1975, basadas sobre todo en la reorientación de la economía hacia los servicios y el control demográfico.
En la reunión de Río de Janeiro participaron expertos e investigadores de la Fundación Bariloche, una usina de producción de conocimiento creada por la Comisión Nacional de Energía Atómica de la Argentina en 1963. Recordando aquel momento, Enrique Oteiza (2004) relata que la inmediata respuesta de la región fue la propuesta de un modelo global latinoamericano. En efecto, la Fundación Bariloche decidió convocar a un conjunto de científicos de distintas disciplinas con la finalidad de discutir las premisas neomalthusianas del informe del Club de Roma, que partía de un modelo que no alteraba la distribución de los recursos ni cuestionaba la desigualdad en el mundo.
En el llamado “Modelo mundial latinoamericano”, la pregunta por los límites físicos al desarrollo se reemplazaba por el interrogante relativo a los límites sociopolíticos del modo de desarrollo capitalista, industrialista y consumista. Entre otros aspectos prominentes, este trabajo fue el primer intento de sustituir el coeficiente del producto bruto nacional por la “función necesidades básicas” como criterio para medir el desarrollo. El documento final se publicó en 1977 bajo un título sugerente que también es una pregunta: “¿Catástrofe o nueva sociedad?”, y abrió un debate todavía vigente sobre las contradicciones y formas de dominación que se presentan en relación con las exigencias (globales) de protección ambiental y el (mal)desarrollo de los países del Tercer Mundo.
De acuerdo con estas consideraciones, no es tan difícil comprender por qué la mencionada Conferencia de Estocolmo de 1972 continúa siendo un hito en la agenda internacional sobre el medio ambiente. Se trató de un momento histórico en el que se condensaron diferentes fuerzas que se venían gestando en décadas anteriores y que marcaron la emergencia de un nuevo orden internacional. En concreto, se empezó a hablar de una “crisis ambiental” a escala planetaria con posibilidad de poner en riesgo el crecimiento económico. En el documento de cierre de la Conferencia, el concepto de biósfera no está asociado a la cuestión ecológica per se. Por el contrario, es un asunto estrechamente ligado a temas de política internacional (el posicionamiento de los llamados países en desarrollo en el orden global) y, en un sentido similar, se abre el camino a una experticia ecológica a escala planetaria que inaugura un nuevo modo de relacionar aquellos aspectos vinculados al deterioro de los ecosistemas con las necesidades económicas a corto y mediano plazo (Mahrane y otros, 2012: XII).
La importancia que fue adquiriendo el discurso sobre el ambiente a escala global cristalizó en la problematización de una nueva cuestión pública. Se sintetizó en el concepto de “desarrollo sustentable”, que se volvió una de las narrativas más poderosas en el proceso de institucionalización de la cuestión ambiental. La alusión al desarrollo sustentable, definido como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer a las futuras generaciones, apareció por primera vez en el informe “Nuestro futuro común”, elaborado en 1987 para la ONU por una comisión encabezada por Gro Harlem Brundtland, entonces primera ministra de Noruega.
En palabras de Maarten Hajer (1995), lo que el denominado Informe Brundtland estiliza como un proceso de aprendizaje social y de toma de conciencia es en realidad la consolidación de un discurso dominante sobre el problema ambiental, que el autor define como “modernización ecológica”. Según Hajer, ese discurso busca poner freno al potencial de crítica radical que tuvo el movimiento ambientalista en sus orígenes para sostener que el conflicto ambiental puede encontrar soluciones dentro de los esquemas institucionales vigentes. Esta perspectiva es reconocible en un conjunto de supuestos que afirman que es posible dimensionar la degradación ambiental mediante una equivalencia en dinero y que proponen la protección del ambiente como un “juego de suma positiva”: si antes se obligaba a las empresas a internalizar los costos ambientales de sus operaciones –un “juego de suma cero”–, ahora se afirma que una mayor eficiencia en el uso de materias primas y energía es suficiente para dar un resultado positivo. En otras palabras, la “modernización ecológica”, cuyo análisis ampliaremos en el capítulo 4, supone una visión del mundo en la que la gente, la economía y el ambiente pueden interactuar de maneras cohesionadas, colaborativas y replicables con la mediación de tecnologías e incentivos para internalizar la responsabilidad ambiental de las empresas. Por otra parte, plantea que los principales obstáculos para la protección ambiental residen en una adecuada organización de la acción colectiva –todos se beneficiarían si todos participan: el punto es cómo lograrlo–; de este modo, la cuestión se vuelve un problema de administración (Hajer, 1995: 33).
Otra forma de mirar este proceso histórico es considerar aquello que Sergio Leite Lopes ha dado en llamar la “ambientalización de los conflictos sociales”. Apoyándose en la perspectiva de Norbert Elias, el autor propone que la ambientalización es un neologismo semejante a algunos otros usados en las ciencias sociales para designar nuevas percepciones de fenómenos. Leite Lopes señala que la ambientalización es el proceso por el cual las personas y grupos sociales interiorizan las diferentes facetas de la cuestión pública ambiental, lo que también se puede observar en la transformación del lenguaje de los conflictos sociales y su institucionalización a nivel global mediante las conferencias del ambiente y a nivel nacional/regional a través de la elaboración de políticas ambientales (Lopes y otros, 2004: 17).
Esto también produce una mutación de las prácticas empresariales, que se van diversificando entre un polo