Yo y el otro en busca del nosotros. Carlos Avellaneda
silencioso en su casa, indiferente a sus padres y a sus tres hermanos, todos mayores que él. A Matías solamente parecía interesarle su estudio y la música que escuchaba con auriculares, encerrado en su habitación frente a la computadora. No colaboraba en las tareas hogareñas ni hacía ningún favor a los demás. Sus padres lo recriminaban por su encierro, pidiéndole que se relacionara más y dejara de ser tan egoísta. Como eran católicos practicantes, también le reprochaban que ya no fuera más a misa. Cuando hacían esto, él se ponía agresivo y acrecentaba su reclusión.
Al preguntar a los papás acerca de la familia y el estilo de vida de todos, tuve la impresión de que cada uno vivía en su mundo. Ellos dos trabajaban, destinando mucho tiempo y gran interés a sus profesiones. Todos los hijos fueron creciendo casi sin conflictos, en un clima de afecto general pero poco mirados por sus padres en un sentido personal. La hija mujer ya se había recibido y estaba próxima a casarse, y los otros dos hermanos estudiaban y trabajaban, los tres con poca presencia en casa. En el relato de estos padres no aparecía para nada la experiencia de un “nosotros familiar” rico, vivo y acogedor. Como eran una familia acomodada, nada les faltaba para vivir, pero se notaba una gran pobreza espiritual y afectiva en la relación matrimonial y en la familia. Por un lado, Silvana y Marcos no tenían una comunicación íntima y personal. Como esposos sólo charlaban del trabajo y de las cosas de la casa. Por otro, los hijos nunca habían sido chicos de hablar acerca de sus vivencias con los padres, a lo sumo contaban cómo les iba en el colegio y en la facultad. Pocas miradas, pocas palabras personales y poco afecto expresado. Daba la impresión de que en realidad todos estaban aislados, no sólo Matías.
En un momento me lo imaginé a él en su cuarto con sus auriculares y con las puertas cerradas. El chico se me aparecía como la imagen de todo el conjunto familiar. Sin haberse dado cuenta, hacía tiempo que todos estaban con auriculares en el corazón y con las puertas de su mirada cerradas, sin verse amorosamente unos a otros. Al hacerles notar esto, los papás se sintieron apenados y me contaron que también ellos habían crecido en familias correctas y exitosas pero afectivamente frías. No habían aprendido a comunicarse desde el corazón y así habían formado una pareja y una familia aparentemente sanas pero sin vinculación. Desde pequeño Matías no había tenido la oportunidad de contar con la mirada de sus padres, tan ocupados y motivados con sus propias actividades. No había podido salir de sí mismo hacia los otros, simplemente porque esos otros no estuvieron a su lado en un sentido personal. Como nuestra salida hacia el otro es la que nos impulsa a ser nosotros mismos develando nuestra riqueza personal, Matías no había podido desplegarse y esto lo hacía estar en conflicto consigo mismo, costándole madurar. Dada su sensibilidad, buscó protegerse de la indiferencia familiar convirtiéndose en un joven encerrado en sí mismo. En él se reflejaba más intensamente la inercia afectiva y el aislamiento emocional en el que todos en esa familia estaban encerrados hacía tiempo.
La charla fue larga y sentida. Recibieron con esperanza mi consejo de consultar a un terapeuta que les pude recomendar. Me di cuenta de que les costaría encarar un tratamiento, pero los alenté a que se comprometieran con lo más importante de sus vidas que eran ellos mismos. Si los dos tomaban la iniciativa de salir al encuentro afectivo entre ellos y con sus hijos, seguramente con el tiempo todos se sentirían mejor. Hasta su práctica religiosa compartida cobraría un sentido plenamente humano y no sólo preceptivo.
Cada uno de nosotros tiene su propia historia de encuentros y desencuentros familiares. Es allí donde nace la capacidad para vivir y gozar nuestras relaciones. Todos poseemos una trayectoria plena de vivencias que afectaron nuestra vida, a veces de manera positiva y otras condicionando nuestra capacidad de ser libres para amar. En una obra anterior pude profundizar en la cuestión de las heridas espirituales y emocionales que limitan nuestro potencial amoroso y también afectan nuestra fe. Decía en ese libro que todos necesitamos reconocer esas heridas y recorrer un camino de sanación para liberar nuestra capacidad amorosa (Avellaneda, 2012).
Sin embargo, ya en aquellas reflexiones reconocía que, siendo necesario crecer en libertad para poder amar, también el hecho de amar al prójimo, aun con nuestras limitaciones, nos va sanando y liberando espiritualmente. Decía entonces: “No se trata sólo de estar sanos para amar, también amar sana el alma”. Más aún, estoy convencido de que la práctica del amor es la fuente de la más profunda sanación espiritual, ya que amando nos abrimos al vínculo con los “otros” de nuestra vida.
Es evidente que el aporte del análisis psicológico y de la reflexión espiritual nos ayuda a sanarnos y crecer. Pero creo que es el ejercicio cotidiano del amor lo que fundamentalmente nos hace madurar como personas libres y generosas. A amar se aprende amando y reflexionando acerca de cómo lo hacemos. Con una buena dosis de perseverancia sostenida por la gracia de Dios nos vamos convirtiendo en personas emocionalmente más lúcidas y espiritualmente más humildes porque podemos mejorar al rectificar nuestras equivocaciones. Es un aprendizaje lento que nos convierte en personas más maduras y libres. Aprendemos a vivir cuando convivimos, pudiendo dar lo mejor de nosotros y disculpándonos cuando nos equivocamos.
La fuente de la más profunda libertad proviene del amor de Dios en nosotros. Su gracia nos rescata de nuestro encierro en omnipotencias o autodesprecios. “Esta es la libertad que nos ha dado Cristo” (Gal 5,1): soltar nuestra capacidad de salir de nosotros hacia los demás. Al exhortarnos al amor, Jesús nos llama a salir de nuestro “yo” hacia el “otro” en un constante y liberador éxodo hacia la tierra prometida del “nosotros”. Se trata del encuentro de unos con otros donde se hace más fácil sentir la presencia de Dios (1 Jn 4,12).
Cuando vivimos en relación con “otro” somos más libres y autónomos, porque la verdadera autonomía es interdependiente. Depender de otro y que otro dependa de nosotros no es lo que anula la libertad cuando uno y otro podemos ofrecernos como morada donde los dos podamos llegar y reposar. Ser libre no es andar suelto por la vida sin ligarse a nadie e impidiendo que los otros se unan a nosotros. Quizás el costo de ir tan suelto sea cargar con alguna adicción que es una dependencia no saludable. Si el crecer en libertad nos permite amar mejor, la práctica del amor nos va haciendo madurar en la verdadera libertad, aquella que no huye del otro, sino que va a su encuentro.
A través de las páginas que siguen les propongo recorrer cada una de las relaciones que conforman la trama de nuestra vida. Esas diferentes relaciones no se dan por separado en la realidad; de hecho, cada una nos afecta personalmente y por eso influyen de algún modo en las demás. Pero creo que nos será útil recorrer la relación de nuestro “yo” con los diversos “otros” de nuestra vida. Especialmente me gustaría que pudiéramos llegar a comprender que en una auténtica relación de amor el “otro” prevalece sobre “mí”. Esa primacía del otro no significa nuestra anulación o destrucción. Por supuesto que yo también importo, pero en una relación de amor auténtico el otro posee una espontánea primacía sobre mí ya que deseo vivir por y para ese otro. Tenemos que reconocer que amar no es dar al otro lo que “yo” quiero, si lo quiero y cuando lo quiero; sino más bien, querer libremente dar al otro lo que “él” necesita, cuándo y cómo lo necesita. La reflexión nos conducirá hacia aquella experiencia que surge de nuestra unión con los demás: se trata de la vivencia del “nosotros” a la que me referiré en la última parte del libro. Por un lado, el “nosotros” nos precede porque todos nacemos y crecemos en el seno de un nosotros. Esto significa que todos los vínculos que “yo” pueda tramar con los “otros” de mi vida surgirán del “nosotros” en el cual me crie y en el cual vivo. Siempre mis relaciones son vividas en un contexto que explican de algún modo mi manera de ser y relacionarme. Desde esta perspectiva podríamos decir que somos “hijos” de un contexto. Por otro lado, el “nosotros” es fruto y consecuencia de la forma en que yo me abro al otro y él a mí. Esto quiere decir que también somos “padres” de los contextos que construimos con nuestra manera de convivir. Hay entonces una interacción, positiva y negativa, entre mi persona y el medio en el que crecí y ahora vivo. Soy influido por él y también puedo modificarlo. Tendremos oportunidad de profundizar en esto.
Quiero aclarar que, para preservar la intimidad de las personas, he cambiado todos los nombres y modificado algunas de las circunstancias vividas por quienes son mencionados en los relatos que acompañan nuestra reflexión.
UNA