Yo y el otro en busca del nosotros. Carlos Avellaneda

Yo y el otro en busca del nosotros - Carlos Avellaneda


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que afecta a muchos. Una mujer dice: “Mi esposo no me ve, hace tiempo me convertí en invisible para él, su única preocupación es el trabajo”. Una niña recién llegada de la escuela le habla a su madre y le reclama: “¡Mamá mirame!”. “Pero hija, si te estoy escuchando” (mientras observa una mancha en su cocina). “Pero yo necesito que también me mires”. Un hombre se siente ignorado por su esposa y cuenta a su analista: “Mi mujer sólo tiene ojos para los chicos, yo no existo para ella, a lo sumo me ve como a un hijo más”. Un muchacho empezó a fumar mariguana porque se siente solo: “Yo no le importo a nadie, mis viejos ni me ven y mis hermanos menos, sólo con mis amigos me siento bien, sobre todo cuando fumamos”.

      Una religiosa en crisis con su vocación expresa su dolor:

      “Hace años que mis superioras no me ven ni se interesan por mí, me hablan cuando hace falta cubrir una vacante y me trasladan; así vamos a terminar yéndonos todas”. Y un cura que entregó muchos años y energías al trabajo pastoral vive esta experiencia: “Laura, la nueva catequista, es la única que me miró como ser humano y me comprendió; todos los demás ven en mí un personaje religioso. Sólo para ella soy un hombre”.

      Son muchos los que en estos tiempos de tanta aceleración y ocupación sienten que no existen para sus allegados, que no son vistos. Las personas parecen vivir tan centradas en sí mismas, en sus necesidades, obligaciones, proyectos o temores que, aun cuando hagan muchas cosas con los demás y por los demás, las hacen sin mirarlos, sin reconocerlos ni dejarse afectar por el misterio del “otro”. De este modo, la vida cotidiana se despersonaliza y no nos damos cuenta. Nos hemos convertido en zombis que nos cruzamos por la vida, pero con nuestro contorno personal difuminado. Zombis sin rostro, sin mirada y sin belleza.

      Cada vez con mayor frecuencia el otro –pareja, hijo, hermano, amigo o simplemente prójimo– no es reconocido ni confirmado como persona única e irrepetible, no es acogido por ser quien es y como es. Solemos vincularnos unos con otros desde nosotros mismos y en función de nuestras necesidades. Esta actitud egocéntrica distorsiona la identidad personal del otro que deja de ser él o ella y se convierte en lo que yo veo desde mis expectativas proyectadas sobre ellos.

      Hace un tiempo participé de un encuentro entre padres e hijos adolescentes, coordinado por un psicólogo amigo. Las actividades fueron sencillas pero muy intensas y reveladoras. Al cierre del encuentro, en la puesta en común y ante la sorpresa de todos, una madre dijo: “Hoy es la primera vez que veo a mi hija de diecisiete años como a una persona. Yo siempre la vi como mi hija: la que me traía problemas o me daba gratificaciones, la que preocupaba o me satisfacía. Pero hoy, al escucharla pude conocer lo que siente, lo que piensa y lo que quiere. Compartió conmigo sus pensamientos y proyectos, sus temores y sus alegrías, sus preferencias y sus decisiones. Descubrí que ella es ella y no sólo mi hija, que tiene una vida propia, más allá de su relación conmigo. Esta noche pude verla como un ser humano riquísimo y esto ha sido muy importante para mí. Ahora sé que nuestra relación mejorará”. Sabemos que estamos viviendo en una sociedad culturalmente modelada por el principio de la individualización. El sujeto individual, el propio “yo”, ocupa el centro de la atención, y el “otro” parece no valer ni importar por sí mismo, sino como interesante o atractivo para nosotros, capaz de cubrir nuestras necesidades e intereses. Carlos Domínguez Morano dice que estamos viviendo “una exaltación del individualismo y un acrecentamiento de las dimensiones más narcisistas de la personalidad que operan como una gran dificultad para la creación de vínculos. La alteridad está difuminada” (Domínguez Morano, 2004).

      La expresión “alteridad” alude a la condición original y propia de ese “otro” que es cada uno de los demás seres humanos; es la “otredad”, el carácter no sólo distinto, sino único, suyo y eminente de cada persona (Levinas, 2001). La persona es tan absoluta en su unicidad que no permite que se la contemple como a una más entre la multitud, ni que se la cosifique o se la instrumentalice para un fin determinado, aun el más sagrado (Zizioulas, 2003). Los colectivismos y totalitarismos políticos, así como una cierta cultura de masas, han impedido el reconocimiento de cada persona en su carácter único y distinto. Pero hoy el narcisismo cultural que concentra al individuo en sí mismo y en sus necesidades, también dificulta ver al otro y reconocerlo como tal. Éste queda reducido a una prolongación de mí mismo, a una proyección de mis expectativas y deseos. Pero esto es sólo una fantasía, la realidad es que el otro es distinto de lo que yo quiero que sea, es simple y solamente él. Este encuentro cotidiano con la verdad del otro genera tensiones en la convivencia. Tal como solemos vivirla, la alteridad nos molesta y dificulta nuestros vínculos, nos cuesta dejar al otro ser él mismo. La cuestión de la alteridad unida a la de los vínculos ha sido muy estudiada en las últimas décadas por la psicología, la filosofía, la antropología y la teología. Diversos autores han indagado desde sus disciplinas y con conclusiones diferentes en la cuestión del otro y de nuestra vinculación con él. No deseo en estas páginas hacer un abordaje puramente intelectual acerca de la relación “yo y el otro”. Con el trasfondo de algunos aportes de aquellas ciencias, deseo más bien ingresar con ustedes en la consideración de nuestra relación cotidiana con los “otros” concretos de nuestra vida. La Palabra de Dios nos ayudará a iluminar el valor y el sentido del “otro” y el estilo de vinculación que estamos llamados a vivir con los demás.

      Esta pregunta formulada por un doctor de la Ley a Jesús da pie a la narración de la bella parábola del buen samaritano en el evangelio de san Lucas (10,30-37). Ella nos relata que un hombre fue asaltado y golpeado en el camino, y que no fue asistido ni por un sacerdote ni por un levita que pasaban por allí. Ambos lo vieron y siguieron de largo. Lo “vieron”, dice el texto, pero ¿qué vieron? Ciertamente no a un prójimo que necesitaba su ayuda. Al parecer vieron a un muerto. La parábola nos dice que al pobre hombre lo habían dejado “medio muerto”, y seguramente los dos religiosos, conocedores de la Ley divina, en lugar de ver a un hombre herido, vieron un cadáver al que no podían tocar para evitar transgredir estrictas prescripciones sagradas sobre la impureza (Lev 5,2-3;

      21,11). En cambio –dice el texto– el samaritano lo vio, se conmovió y lo auxilió. Por su condición de extranjero carecía de formación religiosa judía y así es que reaccionó compasivamente frente al malherido que lo necesitaba. ¿Qué vemos nosotros cuando vemos a otro? ¿Lo vemos a él o vemos nuestra proyección y prejuicio sobre él? Nuestra mirada sobre cualquier otro de nuestra vida lo ubica en un lugar y en una condición: la de amigo o enemigo, la de ayuda o amenaza, la de prójimo o no prójimo. Esa mirada que tenemos sobre los demás se alimenta de experiencias que hayamos vivido, de nuestros temores personales, de nuestras carencias y necesidades. También se nutre del amor que hayamos recibido y de la paz y seguridad que eso nos dio. Por este motivo también hay que decir que el modo cómo vemos al otro tiene que ver con la imagen que tenemos de nosotros. Si yo me siento temeroso, veré a los demás como peligrosos y amenazantes; si soy ambicioso, veré a los demás como competidores; si me creo ignorado por todos, veré a la mayoría como indiferentes hacia mí; y si me siento sereno por ser quien soy, podré ver a los demás como compañeros de ruta en el camino de la vida, y me gustará compartir esa vida con ellos.

      De manera recíproca, la mirada que nosotros tengamos sobre los demás nos ubica a nosotros mismos en un lugar y en una condición. Si una mujer mira a su esposo como un ser superior es probable que ella se ubique en esa relación ocupando un lugar inferior. Si envidiamos los éxitos de un amigo, nos situaremos ante él como fracasados. Si tratamos al otro como el único valioso, nunca nos daremos importancia a nosotros mismos. Las relaciones son recíprocas y especulares: el otro es como un espejo en el que se refleja más o menos cómo soy y cómo estoy; y a la vez, la manera en cómo me vea a mí mismo me devolverá una imagen del otro ante mí. Por eso, si sos esposo, antes de reprochar a tu mujer por su modo de tratarte, pensá si hay algo en vos que la llevó a ella a actuar así. Si sos cura y los jóvenes de tu parroquia te hacen el vacío, pensá cuál de tus actitudes pueden estar motivando esa distancia. Como padre o madre, antes de retar con severidad a tu hijo tan inquieto, preguntate si él no está reflejando un clima familiar tenso o conflictivo. Podríamos multiplicar ejemplos de situaciones donde las relaciones de alteridad son reveladoras y configuran nuestra identidad: nos dicen cómo somos


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