Yo y el otro en busca del nosotros. Carlos Avellaneda
Por eso la alteridad como reconocimiento del carácter único y distinto del otro representa una invitación al encuentro con él. Se trata de un encuentro de mí mismo con él mismo, de mi realidad con la suya. Es un encuentro que no anula la distancia de lo distinto, más bien elimina la lejanía del prejuicio que deforma al otro convirtiéndolo en algo que no es. Sólo abriéndome al misterio personal del otro se podrá abolir toda distancia entre los dos: eso es la comunión. Será necesario salir de mí mismo hacia el otro. Esta salida no significa abandonar mis creencias, mis valores, mis perspectivas o mis necesidades; significa ser consciente de todo eso y abrirme a lo distinto y original del otro para encontrarme verdaderamente con él. Por ejemplo, un marido que dice amar a su mujer debe ser suficientemente consciente de sus propias necesidades como hombre para poder pedir lo que espera recibir, aprendiendo a aceptar las reales posibilidades que ella tiene de satisfacerlo. De otro modo se vincularía con su esposa desde las propias carencias inconscientes y la forzaría a ser lo que él pretende de ella pero que ella no es. Su idealización inicial lo llevaría a la manipulación de su mujer, intentando forzarla a ser lo que él necesita que sea. Las consecuencias probables de esta actitud serían la frustración, el enojo y los reproches. Se generarían conflictos que podrían haberse evitado.
Pregúntense a qué se deben la mayoría de nuestros conflictos de relación con los demás. Probablemente descubrirán que no nos peleamos tanto a causa de lo que el otro es, sino de lo que no es (y nosotros desearíamos que fuera). El rechazo de su alteridad, de que su ser “otro” no es reconocido ni aceptado, es lo que nos aleja de él impidiéndonos acogerlo como prójimo y unirnos a él.
Encontrarme para encontrarnos
Para no sabotear nuestro encuentro con el otro y con lo que él es de verdad, necesitamos ser conscientes de lo que somos nosotros mismos. Nuestros desencuentros con los otros suelen originarse en el desencuentro con nosotros. En su libro Confesiones, san Agustín reconoce que su dificultad para encontrarse con Dios se debía a su desencuentro consigo mismo. Hablando con Dios, dice:
“¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí, pero yo me había alejado también de mí y no podía encontrarme. ¡Cuánto menos iba a encontrarte a ti!” (V. 2,2). Esta confesión me cuestiona no sólo en mi relación con Dios, sino también en mis vínculos interpersonales. Mientras no viva en comunión con lo que yo soy ¿cómo podré entrar en comunión con lo que el otro es? Desencontrado de mí ¿cómo podría encontrarme con vos? Mi experiencia de acompañar a tantos matrimonios necesitados de mejorar su relación me ayudó a confirmar aquello que decía el profesor Emilio Komar: “Con frecuencia, en la base del conflicto de él con ella o de ella con él hay una dificultad de él con él o de ella con ella”. La crisis de relación con el otro se origina muchas veces en una crisis con uno mismo, en los propios impedimentos para crecer y madurar, para aceptarse y amarse a sí mismo. La crisis de la mitad de la vida suele arrastrar a muchas parejas a la ruptura, porque el que la vive no reconoce que su conflicto no es primordialmente con el otro, sino consigo mismo, y que cambiar de pareja no es la solución a sus problemas personales. Quizás ahora comprendamos mejor por qué en las idas y vueltas de nuestras relaciones se produce cada tanto una tensión entre mi “identidad” –lo que yo soy– y la “alteridad” –lo que el otro es–. Como veremos más adelante, el otro juega un papel muy importante en mi vida: en algún sentido es el dador y el revelador de mi identidad. Gracias a otro soy yo y gracias a otro puedo conocerme. Ninguno de nosotros se dio el propio ser a sí mismo. Nos hemos recibido como fruto de un gesto amoroso de otros y serán muchos otros los que nos ayuden a desplegar nuestro ser y reconocernos como nosotros mismos. Es tu mujer la que te hace esposo, es tu hijo el que te hace madre, es tu amigo el que te inicia en la amistad, y son los otros y nuestra relación con ellos lo que nos ayuda a conocernos y descubrirnos como la persona que somos. El otro forma parte de mí y en algún sentido me constituye. “Gracias a vos puedo decir que soy quien ahora soy”, podría decir un marido a su mujer. Es precisamente esta íntima proximidad entre el otro y yo la que genera tantas gratificaciones y también tantas confrontaciones.
Como vemos, el otro puede ser para mí un infierno (Sartre, 1979) o la salvación, la alienación o la realización de mí mismo. La presencia, la mirada y el trato del otro hacia mí pueden liberarme o sofocarme. Con frecuencia recibo a personas que vienen a compartir sus dolores y frustraciones experimentados a causa del otro: pareja, hijos, padres, parientes, amigos o allegados. Si el otro posee un enorme poder de daño sobre nosotros es precisamente por su singular capacidad benéfica en nuestra vida. Sólo quién puede ser una gracia para mí es capaz de convertirse en una desgracia. Al decir esto no estoy queriendo demonizar a ese otro que lastima la vida de tantas personas. Dando por hecho que hay mucha gente capaz de hacer el mal y dañar, lo que más me interesa aquí es mostrar cómo una relación mal vivida con el otro (cuyo origen remoto puede ser una inadecuada relación con uno mismo) termina convirtiéndolo en un indeseable del que hay que protegerse. Más aún, en estas páginas quisiera revelar cómo el otro puede ser un don para mí, alguien gracias al cual puedo ser más yo mismo. Parafraseando a san Pablo, podríamos decir que por la gracia del otro, yo soy lo que soy, sobre todo cuando ese otro es el Otro con mayúsculas: Dios (1 Cor 15,10).
Mi vida y tu vida: individualización para todos
La cultura actual nos dice que están emergiendo cada vez con más fuerza nuevos valores, como el aprecio por la “libertad individual” y la “autonomía”, la reivindicación de las “aspiraciones personales”, el rechazo a una “identidad rígida y adjudicada” y la búsqueda de una “identidad reflexiva y flexible”, el desarrollo de una “conciencia democrática” en las relaciones, el derecho a una “vida individual” (single), el deseo de “vivir juntos” pero “con nuestras diferencias”, y como síntesis, la aspiración indeclinable de vivir la “propia vida” (Touraine, 2000; Beck / Beck-Gernsheim, 2003; Rosenmayr / Kolland, 2006; Hirigoyen, 2008). Esta transformación social que reconfigura todas las relaciones tiene lugar de manera intensa y también conflictiva en el vínculo matrimonial.
El principal cambio producido en el matrimonio reside en que su centro principal está ahora en la persona individual, con sus deseos, necesidades, ideas y planes propios; es decir, está en la felicidad personal del hombre y la mujer casados. La modalidad de pareja que está emergiendo se construye sobre la reivindicación de la propia vida. Semejante cambio hace que la relación conyugal sea más vulnerable y más propensa a la ruptura, ya que si el vivir juntos no puede satisfacer lo que se espera de dicha relación, la conclusión será vivir solos. Se ha pasado de lo que el individuo puede hacer por la familia, a lo que la familia puede darle al individuo (Beck / Beck-Gernsheim, 2003).
Tradicionalmente el varón vivió en la familia con más independencia, pero hoy en día la mujer ha ganado más espacio de autonomía personal. Muchas ya no necesitan de un hombre para subsistir porque se ganan la vida por sí mismas, manejan sus tiempos, sus relaciones y sus salidas con mayor independencia que en el pasado. Más marcadas por las demandas individuales, las relaciones de pareja se vienen fragilizando. Las mujeres que están solas, en gran medida prefieren esto a una mala relación con un hombre (Hirigoyen, 2008). Ellas se han vuelto más exigentes en el cumplimiento de sus expectativas amorosas y ya no callan sus desagrados ni ceden en sus reivindicaciones.
Paradójicamente, los tiempos de la creciente individualización no han avanzado en desmedro de los vínculos. Individualización y relaciones son fenómenos en aumento, pero claro, con tensiones y ambivalencias. La experiencia de tantos matrimonios y familias, así como de la sociedad en su conjunto, muestra que la actual tendencia narcisista favorece el aislamiento, la ruptura de los vínculos y el temor al compromiso. No obstante, aun con esas características, las personas buscan cada vez más estar comunicadas y relacionadas (Rosenmayr / Kolland, 2006). El hombre y la mujer de hoy siguen optando por vivir en pareja aunque aumenta el número de separaciones y divorcios, confirmando así la paradoja de que no están pudiendo vivir juntos pero tampoco separados (Beck / Beck Gernsheim, 2001).
Identidad, alteridad y comunión
Si tanto cuesta convivir ¿a qué se debe esta irrefrenable búsqueda del vínculo con otro? La fe nos dice que cada ser humano es hijo de Dios y que todos llevamos en lo profundo de nosotros mismos