Yo y el otro en busca del nosotros. Carlos Avellaneda
que es padre no siempre encuentra en el suyo el mejor modelo a imitar en la relación con sus hijos. Tendrá que aprender las habilidades emocionales que lo acerquen a su familia y vivir otro tipo de autoridad, pero hay que reconocer que no son tantos los hombres buscadores de una nueva masculinidad. Un sacerdote joven no puede vivir el mismo perfil humano y pastoral de uno mayor. Sintiendo obsoleto el anterior modo de ser cura, ensayará nuevas modalidades adaptadas a los tiempos. En este intento, su identidad humana y consagrada puede terminar “accidentada”, para usar la expresión del papa Francisco.
Todas las realidades –la sociedad, la política, la religión, la familia, los vínculos– están atravesando grandes cambios. Esto obliga a los actuales protagonistas a crecer como sujetos sin referencias bien definidas ya que las identidades del pasado parecen haber alcanzado su fecha de vencimiento.
Por eso decimos que desde el punto de vista social y cultural las identidades no vienen dadas, sino que se van configurando con conductas más o menos acertadas en contextos nuevos y de acelerada transformación. En la actualidad, nadie es padre por haber engendrado hijos, sino porque cada día va forjando esa identidad mediante una relación cuidada y atenta con ellos. Nadie vive como consagrado por haber formulado sus votos o recibido la ordenación. Lo hará si, aun en medio de la inestabilidad de estos tiempos, va madurando como hombre o mujer capaz de entregar a Dios la totalidad de su ser (cuerpo, corazón, mente y voluntad), dedicándose a sus hermanos. En la actualidad, un docente no posee otra autoridad que aquella que él mismo se gane en el aula por su modo de vincularse con los alumnos cumpliendo la tarea de suscitar aprendizajes. Religiosos, políticos, docentes, esposos, padres de familia, cualquier identidad que se busque es hoy una fuente constante de movilización personal, de aciertos y errores, de gratificaciones y conflictos. Consagrados que dejan los hábitos, matrimonios que se separan, padres que se sienten fracasados por el estilo de vida de sus hijos, políticos que son cuestionados: en todos se muestra que “ser uno mismo” se ha convertido en una tarea que demanda dedicación y que no está asegurada. Teniendo que validar diariamente la propia identidad ante los demás y ante sí mismas, no es infrecuente que las personas experimenten dudas, ansiedades y cuestionamientos.
Si como hemos dicho, nuestra vida es un don recibido de otro que se confirma y crece entregándonos a otro, pareciera que la capacidad de vinculación es una condición imprescindible para afirmarnos como personas y madurar nuestra identidad. Deseamos profundizar en estas páginas la cuestión “identidad–alteridad–comunión”. Trataremos de hacerlo de modo sencillo pero intentando ahondar en los diversos temas para descubrir en esta formulación una guía en nuestro camino de encuentro con nosotros y con los otros. Si la alteridad es vivida unas veces como amenaza y otras como posibilidad, se debe al hecho de no saber entablar con el otro una relación suficientemente saludable y segura. Necesitamos del otro en nuestra vida pero tenemos miedo de que ese otro nos dañe, incomode o limite. Nuestra fe en el Dios que es Alteridad y Comunión, y nuestro seguimiento de Cristo que nos llama al amor de unos con otros, son un estímulo para superar aquellos temores. Así podremos reconocer a los otros de nuestra vida como hermanos a quienes necesitamos y para quienes deseamos vivir.
Pero además de alentarnos y guiarnos en nuestro salir de nosotros hacia los otros, el Señor nos sana para poder hacerlo. Nuestras alteridades están heridas, nuestras relaciones muchas veces son tóxicas y agobiantes. Algunas veces las miradas de los demás nos ignoran, otras nos presionan, otras nos juzgan o reprochan. Sólo la mirada de Dios es totalmente pura, comprensiva y valorativa. Él dice a su pueblo elegido y también a nosotros: “Tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo” (Is 43,4). Su mirada de amor a nosotros es creadora y recreadora de nuestra identidad; necesitamos tomar contacto con esa mirada. Ante ese Otro no amenazante que es Dios, un Otro liberador, yo sí puedo ser verdaderamente yo, aun con mis miserias y fragilidades.
Dios es el Otro cuya alteridad es infinita, él es el “totalmente Otro”. Sin embargo, su distancia es máxima cercanía ya que Dios nos ama como nadie puede hacerlo. El Señor nos ama simplemente porque somos nosotros, cada uno un “otro” único para Él. Si vivimos confiando en su amor por nosotros, podremos reconocerlo entonces como nuestro “Otro Salvador”, aquél que redime nuestras alteridades dañadas. Dios nos devuelve con su mirada 39 desinteresada y liberadora la confianza en nuestra alteridad, es decir, la confianza en lo que somos. Ya no tenemos que estar acomplejados ni envanecidos por nuestra vida. La mirada de Dios es constituyente de nuestra identidad más profunda, aquella que nos permite vivir nuestra condición de “otro” para los demás de manera segura y confiada.
El elogio de la alteridad
¿Qué podemos hacer para que el narcisismo que impregna nuestra cultura no se convierta en nuestro propio modo de vivir? ¿Cómo evitar quedar atrapados en nuestro propio yo, difuminando así la presencia de los demás en nuestra vida? ¿Cómo abrirnos a tantos otros que nos necesitan? ¿Y cómo entender aquellas desafiantes palabras de Jesús sobre renunciar a nosotros mismos (Mat 16,24)? ¿Podremos ser felices de ese modo?
Necesitamos aprender a vivir la alteridad dando primacía al “otro” en nuestra vida, pero una alteridad que sea inclusiva de nuestro propio “yo”. Que yo pueda vivir con otros, para otros y gracias a otros, siendo yo. Esto es lo que llamamos una relación de amor. Al amar, el “yo” se afirma en su propia negación, porque somos más nosotros mismos yendo hacia los otros y no hacia nosotros. No se trata de la negación a ser nosotros mismos, sino a vivir para nosotros mismos. Amar significa ser yo, siendo para otro.
Así como el amor de Dios es fundante de nuestra identidad más profunda, el verdadero amor humano a su modo también funda y confirma nuestra alteridad. Cuando yo soy verdaderamente amado, me reconocen y aprecian en mi alteridad: yo soy yo y puedo serlo ante el otro porque él me ama. Y cuando amo a otro, también lo confirmo en su alteridad: es otro, puede ser él o ella ante mí porque he aprendido a acogerlo tal como es.
Una gran parte de los malestares en nuestros vínculos amorosos se debe al hecho de que nos sentimos rechazados por aquellos que dicen que nos aman y también forzados a cambiar, como si no pudiéramos ser nosotros con los otros. “Estamos cansados de que nuestras esposas nos quieran cambiar para ser como ellas quieren que seamos”, decía un hombre en un grupo de matrimonios de largos años de casados; y añadía: “Ya somos grandes, que nos acepten”. Este típico reclamo masculino es comprensible, pero haciendo justicia a muchas mujeres, es necesario decir que detrás de los pedidos a sus maridos no necesariamente están ellas con sus expectativas insatisfechas, también está el genuino interés por sus esposos. Las mujeres saben qué es bueno para ellos y por eso se lo piden. Ya profundizaremos más adelante en esta cuestión. Otra parte de los malestares en nuestras relaciones proviene de la sensación de ahogo y control provocada por los que nos quieren; sus actitudes invasivas, posesivas o demandantes en exceso nos sofocan, privándonos de la autonomía más elemental. “El amor personal –decía Romano Guardini– no comienza con un movimiento hacia el otro, sino con un retroceso ante él.” Amar es hacer el “espacio” para que el otro sea ante mí y así pueda ser él conmigo. Este dejar al otro ser él no puede ser una concesión, se trata más bien de una condición del verdadero amor. Un vínculo amoroso bien vivido transmite libertad y a la vez protección.
Pero el amor no sólo reconoce al otro respetándolo como tal, sino que lo acoge en un vínculo de pertenencia que es recíproca. Al amar no sólo digo “sí” a la alteridad, también y sobre todo digo “sí” a la pertenencia (Steindl-Rast, 2013). Es un sí al otro como mío y un sí a pertenecerle como suyo. Cuando decimos “él es mi amigo”, “ella es mi esposa” o “él es mi hermano”, aludimos a esa mutua pertenencia: el otro es mío por el amor que le tengo, y al amarlo, yo mismo me desapropio de mí hacia él haciéndome suyo. Que el otro sea mío –mi amigo, mi esposa, mi hermano– significa una sola cosa: que yo soy suyo, ya que por amor decidí vivir para él. Este amor nos vincula de tal modo que yo sigo siendo yo uniéndome íntimamente al otro que sigue siendo otro, y a la vez nos pertenecemos mutuamente disfrutando de ese hecho. Cuando gozamos de ser nosotros perteneciendo amorosamente a otro, nos sentimos felices de estar vivos, nuestra vida está llena de sentido.
El verdadero amor preserva nuestra alteridad y la de la persona amada haciendo así posible la verdadera comunión.