Yo y el otro en busca del nosotros. Carlos Avellaneda
la propia identidad por el hecho de ser-en-comunión, o mejor, de ser Comunión. Cada persona divina es quien es en comunión con las otras y esa comunión es Dios.
En Dios, “Identidad-Alteridad-Comunión” son una sola realidad: el misterio de la Trinidad. En los seres humanos, esa fórmula está fragilizada por nuestra condición limitada y por el pecado. No obstante está viva en lo más profundo de nuestro ser creado. Cada uno de nosotros es quien es gracias a otro y en comunión con el otro. Ya dijimos que una persona es siempre un don que proviene de otro. El origen de nuestra persona descansa en otra persona (Zizioulas, 2009). Sin embargo, a veces necesitamos afirmar lo que somos distanciándonos o rompiendo la relación con el otro. La paradoja de nuestra vida personal es que buscamos al otro para ser nosotros y a veces nos separamos de él por la misma razón. ¿Por qué contrae matrimonio una joven mujer, sino porque siente que con su pareja podrá ser feliz y más ella misma? Pues si no logra este propósito se separará de su marido por el mismo motivo por el que se unió a él.
Como hijos de la Trinidad que es Alteridad en Comunión, somos atraídos por un irresistible deseo de ser nosotros “con” otros. Pero afectados por ese trauma espiritual que es el pecado y por las carencias emocionales de nuestro corazón, nos cuesta mucho vivir nuestra alteridad en íntima y recíproca comunión. Además existen condicionamientos sociales y culturales que nos llevan a tratarnos más como un objeto de consumo o utilidad que como personas únicas e irrepetibles, distintas de los modelos impuestos por la época. Sin ser del todo conscientes de ello, nos vamos acostumbrando a ser funcionales a tantos requerimientos y mandatos culturales. De este modo las personas se van despersonalizando, perdiendo su condición más valiosa y subjetiva.
Un vínculo amoroso reclama nuestra más íntima subjetividad expuesta al encuentro con la del otro y viceversa. En el amor no se trata de estar juntos, sino de vivir íntimamente unidos. A los hombres y las mujeres les gusta vivir apasionadas experiencias de amor, pero muchos no han aprendido a entablar relaciones suficientemente maduras. Buscan el amor pero les cuesta amar; aspiran al gran amor de sus vidas y no siempre se disponen a construir un vínculo de respeto, aprecio, cuidado y ayuda. A través de la búsqueda del amor muchas veces se esconde el deseo de llenar el propio vacío, huir de la dolorosa soledad. Pero no querer estar solo no basta para poder vivir unidos, ya que el otro no puede convertirse en una posesión amorosa, aquella que satisface la propia necesidad de sentirse acompañado. Pretender vivir sentimientos intensos (y egocéntricos) de amor durante toda la vida sin ser capaces de actuar con generosidad y dedicación es exponerse a la frustración.
Sólo quienes sean capaces de salir de sí mismos para amar al otro podrán experimentar de verdad el sentimiento gozoso del amor y el grato placer de la compañía. Sabemos que en sus inicios el amor surge en los amantes como una emoción tan potente como egocéntrica. Cada cual está atraído por el otro en razón de la gratificación que les provoca la relación. Si este bienestar perdura en el tiempo, esa misma relación les pedirá pasar a una nueva fase: salir de sí mismos con actitud generosa para comprometerse con el otro por amor a él. Cuando un vínculo lleva muchos años, ese compromiso del amor cotidiano (cada tanto) regalará a los esposos el sentimiento gratificante de estar juntos. En una relación prolongada la intensidad de los sentimientos será el fruto de las actitudes comprometidas. No se trata de que los cónyuges vivan un voluntarismo desgastante, pero sí de que renueven la decisión de acoger al otro en la propia vida, de aceptarlo como es y ambos construir día a día una relación más íntima y saludable.
Habitualmente me consultan parejas que perdieron el sentimiento y la pasión de vivir juntos. El desgaste del vínculo suele expresarse en una dolorosa indiferencia y, a veces, en agresiones o reproches que se reiteran. Con ese panorama los esposos quedan expuestos a la infidelidad en el intento de recuperar con otra persona lo que ya no sienten entre ellos. Quizás no se dieron cuenta de que sin perseverar en actitudes atentas a lo largo de los años, su vínculo no pudo crecer en intimidad y así los sentimientos placenteros fueron desapareciendo. En cualquier pareja, al comienzo de la relación lo primero es sentir, pero al cabo de un cierto tiempo no se trata de buscar en primer lugar los sentimientos, sino de que ellos surjan como fruto de la cotidiana tarea de amarse.
Sabemos que hoy las personas parecen ser más conscientes de sus derechos subjetivos y de sus aspiraciones personales. Por eso crecen los “mecanismos de protección” ante el otro y frente a la obligación de vivir para él. Se trata de un fenómeno colectivo. El narcisismo que impera en la cultura posmoderna modela las relaciones centrando al individuo en sus expectativas sobre los otros y en sus precauciones hacia ellos. Vivimos una especial dificultad para salir de nosotros mismos, para abrirnos a la alteridad, para la relación y el contacto, y por tanto, para la constitución de vínculos duraderos. Esta parece ser la patología arquetípica de nuestro tiempo (Domínguez Morano, 2004).
El narcisismo que aísla a las personas en su propio “yo” también puede ser vivido en lo comunitario y expresarse como “narcisismo grupal”. En mi experiencia pastoral descubro que algunos espacios compartidos de la fe –grupos de matrimonios, comunidades juveniles, grupos misioneros, movimientos de espiritualidad– a veces terminan siendo un pretexto para que sus integrantes sólo hablen de sí mismos y pierdan la referencia hacia los “otros” a quienes tendrían que salir a servir. Asomándonos a algunos de esos grupos podríamos escuchar: “Hagamos una ‘compartida’, hablemos de nosotros, démonos ese tiempo, somos interesantes para nosotros mismos, somos nuestro tema. Nuestra inquietud no son los otros ni el Otro por excelencia, que es Dios. No nos interesa un proyecto movilizador hacia los otros. Nos hemos convertido en nuestro propio proyecto”. El papa Francisco alude a este “acompañamiento intimista, de autorrealización aislada”. En sentido inverso, dice el Papa que “el auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora” (EG 172). Cada vez son más las personas que encuentran en la comunidad eclesial un espacio para exhibir la propia historia de vida, sus sentimientos, sus logros y frustraciones, sus alegrías y dolores. Por supuesto que compartir la propia vida con hermanos en la fe es algo bueno y sanador. El riesgo aparece cuando la experiencia comunitaria de la fe se convierte en un narcisismo colectivo que impide a los creyentes salir de sí mismos asumiendo vínculos comprometidos de servicio a los demás, y también cuando no abre los corazones a la entrega generosa y fiel al Otro infinito que es Dios, Señor de nuestra vida. Existimos como personas en la medida en que amamos y somos amados. El amor es lo que me permite vivir la alteridad como relación con “otro” que me hace ser “yo”. Cada hombre y mujer está vivo sólo cuando puede hacerlo en sentido personal: siendo amado y amando. El amor es la experiencia fundante y confirmatoria de nuestra alteridad: vengo de otro y soy más yo yendo hacia otro. La identidad personal sólo “surge del amor como libertad y de la libertad como amor”, dice Ioannis Zizioulas. ¿No es acaso ésta la experiencia de tantos que, cuando viven exilados de todo amor, sienten que su ser se desvanece y se hunde en la tristeza? Sin amor, morimos. Solamente un amor que sea realmente libre y despojado de necesidades egocéntricas puede dar vida y crecimiento a seres personales. Sólo el hombre espiritual puede amar desde la libertad y no por necesidad, aunque él mismo sea un ser necesitado.
Identidades en riesgo
Ya hemos mencionado que un rasgo cultural clave para comprender el proceso que se está dando en las relaciones interpersonales es el de la individualización. Además de lo dicho con anterioridad, con esta expresión se alude a que, a diferencia del pasado, en la actualidad la identidad personal de cada sujeto deja de ser un “dato” para convertirse en una “tarea” de cuyas consecuencias los únicos responsables son los actores. Tener que convertirse en lo que se es, esa es la marca característica de la vida moderna (Bauman, 2003). Dicho de otro modo, nadie es quien es de modo seguro e incuestionable. Las personas están obligadas a ser ellas mismas, asumiendo el riesgo de errores y fracasos. Sin contar con actualizados modelos de referencia, todos estamos impelidos a modelar a tientas nuestra identidad, destino y biografía, por este motivo llamada por algunos “biografía de riesgo” (Beck / Beck-Gernsheim, 2003).
Pongamos ejemplos. La nueva condición femenina hace que una mujer de hoy no pueda copiar la manera de vivir de su madre o de su abuela; siendo mujer, ella no podrá ni querrá serlo como lo fueron sus mayores. En el intento de delinear