Yo y el otro en busca del nosotros. Carlos Avellaneda
de amigos, etc. Vivir en un sentido personal, siendo nosotros mismos en nuestra irrepetible originalidad, es posible gracias al amor experimentado. La persona sólo está viva cuando es amada y ama, esa es la experiencia fundante y confirmatoria de nuestra alteridad.
Como vemos, tratándose de la primera pertenencia amorosa, nuestra condición filial es tan fecunda como conflictiva. Tiene poder para enriquecernos y también traumarnos: somos beneficiarios, y a veces, víctimas de las relaciones vividas en casa.
Potencialidades y fragilidades de nuestro vínculo filial
Ser persona significa en primer lugar ser alguien recibido y que se va recibiendo. Como dijimos, una persona es siempre un don que proviene de otro, experiencia que se prolonga a lo largo de toda la vida. Antes de desplegar nuestro protagonismo libre y creativo, tenemos que recibir lo que somos y así aprender a descubrir y acoger quiénes somos. Nuestra relación con nosotros mismos refleja de alguna manera el modo como fuimos mirados, atendidos y aceptados en nuestra infancia. Al vínculo con nuestros padres se unirán y seguirán los de nuestros abuelos, familiares y maestros. Y a lo largo de toda la vida nuestra personalidad se verá afectada por cada nueva relación, pudiendo evolucionar en un sentido positivo o conflictivo. Cada persona que nos reconoce o nos desvaloriza, que nos apoya o nos ignora, reafirma o niega algún aspecto de eso que sentimos respecto de nosotros mismos (Zanotti de Savanti, 2005).
El origen de nuestra identidad personal nos muestra que ella se configura de modo relacional, que somos en algún sentido el fruto de esa primera relación con nuestros padres. Una dinámica de presencias y ausencias, empatía e incomprensión, estímulos e indiferencias fueron acompañando nuestra infancia, es decir, el surgimiento de nuestra condición personal. De este modo, nuestros primeros años de existencia, que es existencia filial, dejarán en nosotros la experiencia de la confianza o la desconfianza, de la autonomía o la vergüenza, de la iniciativa o la culpabilidad (Erickson, 2000). Sobre esta base, nuestra personalidad seguirá configurándose relacionalmente a lo largo de toda la vida.
En los primeros meses de vida, la relación con una madre empática logra que el niño comience a salir espontáneamente de sí mismo hacia ella en actos de confianza y entrega (Kohut, 1996). Se despliega naturalmente la vida hacia el otro. La psicología del self (sí mismo) afirma que antes de la adquisición del lenguaje se juega el futuro de cada ser humano, la posibilidad de descubrir activamente al otro o, si se fracasa, tener una existencia signada por la reacción al medio, edificada para sobrevivir, no para vivir, y sin la posibilidad de descubrir al otro. La falla materna no confrontó al hijo con “el otro” semejante pero radicalmente diferente, sino con “lo otro” impersonal. Cuando el niño no puede en su despliegue descubrir la alteridad y luego se topa con otro, con lo que se confronta es con “lo otro” porque se le impone desde fuera, con una otredad objetiva, pero no con alguien reconocido como otro, es decir, como persona. La capacidad relacional no se habrá desplegado espontáneamente, sino como reacción al exterior, de modo defensivo y adaptativo a las expectativas del medio y con una sumisión automática a estas (Painceira Plot, 2007).
Sin llegar a la percepción del otro como un semejante pero diferente, la persona no podrá sentir empatía, su actitud ante el otro será instrumental: éste quedará reducido a un medio para satisfacer las propias necesidades o intereses. Es probable que una persona así contraiga matrimonio con alguien que sea más su padre o madre que su pareja. Para una mujer infantil siempre habrá un marido paternal y para un hombre inmaduro siempre habrá una esposa madraza y protectora. El “esposo paternal”, que no sabe vivir una relación de pareja en razón de sus actitudes sobreprotectoras, siempre encontrará a una “mujer niña” a quien tratar como hija. Lo mismo ocurre con las mujeres posesivas y dominantes que buscarán a un hombre frágil a quienes dirigir y controlar. Son perfiles psicológicos que se complementan pero desde la carencia: uno no sabe ser autónomo y el otro no sabe depender. Casi podríamos decir que se utilizan uno a otro ya que necesitan hacerlo por sus deficiencias personales.
La subjetividad de la persona requiere en los primeros contactos vinculares un otro empático para ir desplegándose 51 con forma propia. Un yo cohesionado y sereno con aptitud para relacionarse se va formando en el bebé mediante la relación con una madre “suficientemente buena” (Winnicott, 2002). La capacidad de la madre para establecer un vínculo de empatía con su pequeño hijo, de ser una con él, lo ayudará a que más adelante se abra de modo espontáneo al otro. Los primeros gestos de cuidado, estima y amor ayudan al niño a depender y vincularse con confianza. Allí está el comienzo de una saludable aptitud relacional, la capacidad para entablar en la vida adulta vínculos de intimidad, pertenencia e interdependencia.
El déficit de cuidados paternos adecuados en las etapas tempranas de la vida marca a la persona con una herida narcisista que lo devuelve incesantemente a sí mismo. Este egocentrismo, la duda acerca del propio valor y la desconfianza en uno mismo surgieron en la infancia cuando el niño siente que nadie estuvo disponible para brindarle lo que necesitaba. Entonces la persona aprende a sobrevivir, intentando arreglárselas sola, con actitudes desconfiadas, temerosas y celosas. Más adelante asumirá conductas victimizadas, insatisfechas, de reclamo constante, como si los demás fueran sus deudores permanentes. Andará por la vida con la actitud de “qué tienen los demás para darme”, en vez de “qué tengo yo para ofrecer”. Nuestras rabias y reclamos desmedidos en la adultez hablan del niño insatisfecho que subyace en lo profundo de nosotros. Es la angustia de sentir la vida más como una amenaza que como una invitación. Quizás no fuimos adecuadamente acompañados para aprender a tolerar las primeras frustraciones que la vida en crecimiento nos propuso. El habernos sentido indefensos como niños nos dejó el resabio de una actitud defensiva en nuestras relaciones adultas. Las demás personas, las situaciones y los acontecimientos serán potencialmente riesgosos, y ante ellos deberemos protegernos y defendernos. Frente a los desafíos que nos plantee la vida adulta podremos sentir una intensa angustia y tenderemos a ser hostiles y agresivos. La agresividad de los adultos encubre una viva sensación de debilidad que se intenta compensar con actitudes omnipotentes, agrandadas y mentirosas, porque creemos que si somos fuertes nadie podrá dañarnos.
La ausencia de un vínculo de apego seguro en la infancia también lleva a las personas a asumir actitudes dependientes, infantiles y pasivas (Bowlby, 1998). Cuando un adulto reclama sin cesar atención a los demás, o se queja constantemente porque las cosas no son como deberían ser, o no se anima a emprender nada sin la aprobación ajena, es probable que sea el niño que no pudo crecer quien esté actuando dentro de esa persona. En cambio, el chico que pudo depender de sus padres podrá convertirse en el adulto que acepta la realidad, es autónomo y se hace responsable de su vida.
Recuerdo muy bien un domingo que se celebraba el
“día del niño”. Al final de la misa invité a todos los chicos
a subir y ubicarse alrededor del altar para bendecirlos y
les pregunté qué era lo más lindo de ser niño. Uno de
ellos me respondió con una gran sonrisa: “… Que no
tengo que preocuparme por nada porque mis papás se
ocupan de todo”. Fue una respuesta saludable. Cuando
pudimos depender como niños, recibimos la seguridad
necesaria para llegar a ser personas adultas en quienes otros se puedan apoyar; capaces de depender adultamente de otros y confiables para que ellos dependan libremente de nosotros.
Otro rasgo presente en quienes sintieron indefensión en su infancia es preferir someterse a los demás, ser sumisos, adaptarse a las expectativas de los otros. Son personas que no saben plantear lo que desean, expresar lo que les disgusta, poner límites y decir “no”. Se protegen de la inseguridad complaciendo a todos y evitando las críticas o los conflictos. Se sienten a salvo cuando ceden en favor de los demás. Sumisos a ellos, se sienten seguros. He conocido muchos matrimonios donde, por años, uno de los dos se sobreadaptó a su pareja para no defraudarla y sentirse seguro de la relación. Esta dinámica enferma dura hasta que esa persona logra madurar y decide ser ella misma aunque tenga que contradecir al otro. Entonces surgen serios conflictos en el matrimonio: la parte dominante no deja que la sumisa se independice