Yo y el otro en busca del nosotros. Carlos Avellaneda
Todos sabemos que la idealización del otro en la primera etapa del amor (en el noviazgo, con los hijos recién nacidos, con una nueva comunidad o grupo de pertenencia) debe evolucionar hacia otra etapa más realista. De lo contrario corremos el riesgo de rechazar al otro porque no es el ideal que nosotros creíamos. Amar de verdad es acoger al otro en su real identidad, para lo cual necesitamos reconocer y acoger la nuestra. Identidad, alteridad y comunión son la dinámica del amor auténtico. Sin un sentimiento saludable de la propia identidad, la perspectiva del otro, su alteridad, quedará distorsionada y la comunión con él no será viable a largo plazo.
Fíjense cómo se originan muchas parejas. Lo hacen con sentimientos que podríamos expresar así: “el otro me hará feliz”, “con ella seré feliz”, “estuve sola mucho tiempo, pero con él a mi lado vino la felicidad”. Después de algunos años de matrimonio algunas de esas parejas llegan a sentir más o menos esto: “esta persona me arruinó la vida”, “si sigo a su lado me amargará para siempre”, “su presencia me hizo imposible la felicidad”. Si al principio hombres y mujeres atribuyen su felicidad al “otro”, no es raro que con el tiempo terminen acusándolos de su infelicidad. Darle tanto poder al otro sobre nosotros quizás se deba a un sentimiento devaluado de nuestro yo.
Es como si dijéramos: “yo no puedo ser feliz, no encuentro nada en mí que me permita serlo, pero el otro es mi salvación, gracias a él mi vida cambió mágicamente”. Al poner nuestra vida en manos del otro de modo infantil, pasivo y dependiente, es muy probable que no seamos capaces de construir juntos una comunión adulta y responsable. Finalmente acabaremos convirtiendo al otro en el único culpable de lo que nos pasó. Un sentimiento devaluado de sí mismo (identidad) lleva a percibir de modo equivocado al otro (alteridad) y la relación con él será conflictiva (comunión). Como dijimos antes, identidad, alteridad y comunión son la fórmula sutil del verdadero amor.
Cuando aprendemos a amar, la alteridad no es la fuente del conflicto, sino la condición para el vínculo entre nosotros y los otros que, por supuesto, a veces podrá ser relajado y otras, no tanto. Y en el acto de amarnos unos a otros nos afirmamos cada uno en su propia identidad. Al amar y dedicarse a un hijo, la madre es más ella misma y también el hijo es más él mismo sintiéndose amado. La identidad se configura y enriquece por el vínculo amoroso donde la alteridad es vivida en comunión. Lo que amenaza mi identidad no es el hecho de que el otro sea otro, sino que estamos viviendo mal nuestra relación: eso es lo que me pone en riesgo o me mortifica. Por eso, antes de querer cambiar al otro, sería más fecundo construir con él un vínculo tan saludable como sea posible; de este modo los dos podremos ser nosotros mismos y convivir en paz. Por otra parte, el amor de uno a otro será la gran fuerza transformadora para convertirse no en lo que el otro quiere, sino en lo que cada uno está llamado a ser. Nuestra vocación personal es ir realizándonos por el amor que recibimos y que damos, viviendo estrechamente unidos unos con otros. Por eso, cuando hablo de respetar la alteridad, no me refiero a resignarnos tristemente a que el otro sea lo que es, presintiendo que nunca cambiará sus aspectos defectuosos. Asumir la alteridad y aceptar al otro tal como es representa el primer acto del amor a él, precisamente aquél que lo ayudará a crecer y ser más él mismo. El amor ayuda a cambiar a las personas pero nunca logrará convertirlas en lo que no son ni pueden ser.
Si el narcisismo actual ha hecho entrar en crisis los diversos vínculos amorosos en razón de una neurótica afirmación del “yo”, estoy convencido de que la “alteridad” es una clave espiritual y psicológica para poder vivir el amor que todos necesitamos y ser personas plenas y felices. Aprender a vivir la alteridad es dar un paso adelante en nuestra disposición para amar. Pongamos entonces nuestra mirada en los diversos otros de nuestra vida.
YO Y MIS PADRES
Una relación fundante
Nuestra primera relación con “otro” es la que mantuvimos con nuestros padres; primera desde el punto de vista cronológico, genético y psíquico. De ellos recibimos nuestra vida y por eso se trata de una relación fundante. Como nuestros primeros “otros”, ellos han influido en nuestra experiencia básica de la alteridad. Esta experiencia de la que hemos venido hablando nos devela la existencia del otro ante nosotros y entonces de nosotros ante él. El primer descubrimiento de la alteridad es a la vez el inicio de la configuración de nuestra identidad, de “quienes” somos cada uno de nosotros. En el plano psicológico, la alteridad y la identidad, como percepción del otro y de uno mismo, son dos experiencias que están íntimamente unidas, una potencia a la otra. Es otro anterior a nosotros el que está llamado a potenciar nuestro ser propio.
Siempre me ha gratificado ver a padres que favorecen que sus hijos exploren y cultiven sus cualidades más personales. Se comportan así como guías en el descubrimiento de lo propio de cada chico y en su desarrollo. No proyectan sobre los hijos necesidades personales originadas en carencias no asumidas. No se enamoran de hijos ideales, forzados a ser lo que no son pero que sus padres quieren que sean, porque así los necesitan. La paternidad requiere una actitud contemplativa para descubrir al propio hijo a medida que éste se manifiesta e intervenir en su crianza alentando su desarrollo o destrabando las posibles dificultades.
Como vemos, en los albores del sentimiento sobre nosotros mismos, sobre nuestra identidad como condición única y personal, el vínculo con nuestros padres ha sido decisivo. No es que ellos nos dieron en un sentido último nuestro ser “yo”, nuestro “quién” somos, pero sí nos han comunicado la existencia, nos han criado y educado. Somos sus hijos y, a la vez, somos más que esto, somos nosotros. Lo más íntimo de nuestra condición personal escapa a su acción de gestar y criar. En realidad ellos gestan y educan a alguien que recibieron y algún día despedirán. Precisamente porque lo recibieron es que lo despedirán. Les pertenecemos como personas, es decir, trascendiendo toda posesión.
La condición de persona/hijo representa como vivencia primordial un delicado equilibrio de pertenencia y libertad. Sin un vínculo de pertenencia filial nos sentiríamos abandonados, solos y en riesgo. Nuestra identidad se convertiría en un interrogante. ¿Quién soy, si no soy de nadie? Al revés, en una relación posesiva y sofocante con nuestros padres, nuestra originalidad personal se vería ahogada, sentiríamos la falta de autonomía y el temor de ser nosotros mismos. Así también nuestra subjetividad sería una duda. ¿Quién soy, si nunca me dejaron ser yo?
Tiempo atrás estuve dedicado por años a la formación de los futuros sacerdotes en el seminario diocesano. El desafío más importante que teníamos era ayudar a que cada joven discerniera y confirmara la vocación que había sentido. Sabemos que el sacerdocio no es un llamado a cumplir un “rol”, sino a “ser uno mismo” entregándose totalmente a Dios y a los hombres. Ser uno mismo es el propósito de la vida de toda persona, también de un sacerdote. El discernimiento y la formación en el seminario estaban al servicio de este propósito. Pero ¿cómo sentir que Dios me llama para Él (antes que para un servicio) si no me he sentido amado y llamado a la vida, si no experimenté nunca la alegría y la gratitud por ser yo mismo?
Sin un suficiente registro del propio sí mismo es difícil poder escuchar de verdad que uno mismo es llamado por Dios. Recuerdo que algunos muchachos deseaban entrar al seminario con la inconsciente intención de ser alguien en la vida porque en el fondo no se sentían nadie. La crianza familiar o bien los había abandonado dejándolos sin un vínculo significativo con su padres y provocando un pobre sentimiento de su sí mismo o, al revés, los había sofocado con expectativas volcadas sobre ellos que los presionaban generando un inconsciente escape hacia una opción diferente. Pero el sacerdocio no es una “prótesis” que suple la carencia de un sí mismo suficientemente firme. Cuando las personas se aferran a un “rol” (aunque sea un rol sagrado), como lo hace un inválido a sus muletas, la perseverancia vocacional está en riesgo. Lo mismo ocurre con la vocación al matrimonio. Más de una vez me entrevisté con parejas donde alguno de los dos me decía: “sin él no soy nadie” o “ella es una parte de mí como si fuera mi brazo”. También esas personas vivían la relación para suplir su déficit de identidad personal.
La experiencia de pertenencia y libertad en la crianza familiar va formando el sentimiento del propio sí mismo que no se extinguirá con la salida de la casa paterna, sino que se irá transformando.