La sostenibilidad. Leonardo Boff
que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre. La inmensa mayoría se extinguen por razones que tienen que ver con alguna acción humana. Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho (LS, n. 32 y 33).
d. La insostenibilidad del planeta Tierra: la huella ecológica
En su larga trayectoria dentro del sistema solar, la Tierra ha soportado grandes sacudidas, y tal vez la mayor de ellas tuvo lugar cuando se produjo la llamada deriva continental, es decir, cuando el único continente que existía entonces, Pangea, comenzó a romperse, dando origen de ese modo a los continentes que hoy conocemos. Esto ocurrió hace 245 millones de años.
La Tierra posee una inconmensurable capacidad de adaptarse y de in- corporar nuevos elementos procedentes, por ejemplo, de los meteoritos, que con su presencia colaboraron en el origen de la vida. La Tierra permitió que la vida se procurara un habitat bueno para ella, que denominamos “biosfera”, hoy ampliamente amenazada.
Además, evidenció una inmensa capacidad de soportar y sobrevivir a las agresiones, ya procedieran del espacio exterior, como los meteoros rasantes, ya fueran perpetradas por la actividad humana. A partir de la aparición del homo habilis, hace cerca de dos millones de años, comenzó un complejo diálogo entre el ser humano y la naturaleza. Un diálogo que ha conocido tres fases: inicialmente, se trataba de una relación de interacción por la que reinaba entre ambas partes la sinergia y la cooperación; la segunda fase fue la de la intervención, cuando el ser humano comenzó a utilizar instrumentos (piedras afiladas, palos puntiagudos, y posteriormente, a partir del neolítico, los instrumentos agrícolas) para superar los obstáculos que le presentaba la naturaleza y modificarla; y la tercera fase, la actual, es la de la agresión, cuando el ser humano hace uso de todo un aparato tecnológico para so- meter a sus propósitos a la naturaleza, demoliendo montañas, represando ríos, abriendo minas subterráneas y pozos de petróleo, abriendo carreteras, creando ciudades y fábricas y dominando los mares.
En cada una de esas tres fases, la Tierra ha reaccionado, asimilado, rechazado... y, finalmente, encontrado un equilibrio que le permitiera vivir y ofrecer en abundancia bienes (agua, alimentos, nutrientes...) y servicios (atmósfera, climas, régimen de vientos y lluvias...) para todos los seres vivos. Pero, como un superorganismo vivo que es, Gaia siempre se mostró soberana, derrotando la arrogancia humana de tratar de someter a la naturaleza. Terremotos, erupciones volcánicas, tsunamis, huracanes, sequías e inundaciones han echado abajo todas las barreras levantadas. El ser humano tuvo que aprender que solo obedeciendo a la naturaleza puede poner esta a su servicio.
Actualmente hemos llegado a un nivel tan elevado de agresión que equivale a una especie de guerra total. Atacamos a la Tierra en el suelo, en el subsuelo, en el aire, en el mar, en las montañas, en los bosques, en los reinos animal y vegetal...: en cualquier lugar donde podamos arrancarle algo para nuestro propio beneficio, sin ningún sentido de retribución ni disposición alguna a concederle reposo y tiempo para regenerarse.
Pero no nos engañemos. Los seres humanos no tenemos posibilidad alguna de ganar esta irracional y despiadada guerra, porque la Tierra es ilimitadamente más poderosa que nosotros, que, por si fuera poco, nece- sitamos de ella para vivir. Ella, en cambio, no tiene ninguna necesidad de nosotros: existía mucho antes de que apareciera el ser humano y puede, tranquilamente, seguir sin nuestra presencia. En cualquier caso, significará una pérdida inimaginable para el propio universo, que en esta su pequeña porción que es nuestro planeta ya no podrá, a través del ser humano in- teligente y consciente, verse a sí mismo y contemplar su propia majestad.
Con razón Friedrich Engels, en el siglo xix, afirmaba en su Dialéctica de la naturaleza:
No nos envanezcamos fácilmente por nuestra victoria sobre la naturaleza. De cada victoria, se venga… Tenemos que convencernos de que nosotros no dominamos a la naturaleza como un conquistador domina a un pueblo extranjero, como si estuviéramos fuera de la naturaleza. Pertenecemos a ella con carne, sangre y cerebro. Estamos dentro de ella. Nuestro dominio consiste precisamente, a diferencia de las demás criaturas, en que cono- cemos sus leyes y podemos aplicarlas correctamente.
En esta guerra total, fruto del ansia de lucro y de la voluntad de acumu- lar y de poder, estamos rompiendo un límite que, una vez superado, pone en peligro la salud de Gaia. Enumeremos algunos indicadores al respecto: la ruptura de la capa de ozono, que nos protege de los rayos ultravioleta, nocivos para la vida; la excesiva concentración en la atmósfera de dióxido de carbono, del orden de 27,000 millones de toneladas al año; la escasez de recursos naturales necesarios para la vida (suelos, nutrientes, agua, bosques, fibras...), que en algunos casos llegan a agotarse (como ocurrirá, más temprano que tarde, con el petróleo y el gas); la pérdida creciente de la biodiversidad (especialmente por lo que se refiere a los insectos que garan- tizan la polinización de las plantas); la deforestación, que afecta al régimen de aguas, de sequías y de lluvias; la acumulación excesiva de desechos in- dustriales, que no sabemos cómo eliminar o reutilizar; la contaminación de los océanos, que ven cómo aumenta su nivel de salinización; y finalmente, como consecuencia de todos estos factores negativos, el calentamiento global que a todos nos amenaza indistintamente.
La Evaluación Ecosistémica del Milenio, organizada por la ONU entre 2001 y 2005 y en la que se vieron implicados cerca de 1,300 científicos de 95 países, además de otras 850 personalidades de la ciencia y de la política, reveló que, de los 24 servicios ambientales esenciales para la vida (limpieza del agua y del aire, regulación de los climas, alimentos, energías, fibras, etcétera), 15 de ellos se encontraban en proceso de degradación acelerada.
En enero de 2015, 18 científicos publicaron en la famosa revista Science un estudio sobre “Los límites planetarios: guía para el desarrollo humano en un mundo en mutación”. Enumeraron nueve factores fundamentales para la continuidad de la vida; entre ellos mencionaron el equilibrio de los climas, la conservación de la biodiversidad, la preservación de la capa de ozono y el control de la acidez de los océanos, entre otros. Todos se encontraban en estado de erosión, pero dos los calificaban de especialmente degradados, en sus “límites fundamentales”: el cambio climático y la extinción de las especies. La ruptura de estas dos fronteras fundamentales, según los cien- tíficos, puede llevar a la civilización al colapso.
En otras palabras, estamos destruyendo las bases químicas, físicas y ecológicas de nuestro futuro. Esta destrucción obedece a la voluntad de unos pocos millones de seres humanos sumamente poderosos. Fred Pearce, autor del famoso libro Peoplequake (“El terremoto poblacional”), publicó un artículo en New Scientist (26-09-2009) donde proporcionaba los siguientes datos: los 500 millones de personas más ricas (7% de la población mundial) son responsables del 50% de las emisiones de gases de efecto-inverna- dero, mientras que los 3,400 millones más pobres (50% de la población) son causantes tan solo del 7% de dichas emisiones, causantes a su vez del calentamiento global.
En este contexto, ¿debemos prestar especial atención a la denominada huella ecológica de la Tierra, es decir, a todo cuanto, en términos de suelo, de nutrientes, de agua, de bosques, de pastos, de mar, de plancton, de pesca, de energía, etcétera, necesita el planeta para reponer lo que le ha sido arrebatado por el consumo humano?
El informe Living Planet (“El planeta vivo”) de 2010, reveló que la huella ecológica de la humanidad se ha más que duplicado desde 1996. Los resul- tados de la Red de la Huella Global (Global Footprint Network) del año 2011, nos llevan a pensar en los riesgos que estamos corriendo. He aquí los datos que nos ofrece:
En 1961 necesitábamos tan solo el 63% de la Tierra para atender a las demandas humanas. En 1975 ya necesitábamos el 97 por ciento. En 1980 exigíamos el 100.6% de Tierra, por lo que necesitábamos más de una Tierra. En 2005, la cifra había llegado al 145%; es decir, se necesitaba casi una Tierra y media para estar a la altura del consumo general de la humanidad. En 2011 nos acercábamos ya al 170% de demanda, muy cerca ya de las dos Tierras... De seguir a este ritmo, en el año 2030 tendremos necesidad al menos de tres planetas iguales a esta única Tierra que ya tenemos. Si quisiéramos, hipotéticamente, universalizar para toda la humanidad el nivel