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capaz de recibir y dar. El amor de María y de José en la casa de Nazaret es semejante al amor de Adán y Eva en el paraíso terrenal, antes de la caída. En un momento, en la primera mañana del mundo, surgió el amor entre Adán y Eva. Así ocurrió también entre José y María3.

      Ellos se veían como criaturas humanas y no como semidioses. Todo lo que es realmente humano, como el amor, el afecto y la ter­nura, podía aflorar en ellos. Podemos imaginar sus diálogos acerca del misterio que estaba ocurriendo en María. Y la curiosidad: ¿qué va a pasar con el niño? ¿Cómo será él la "alegría para todo el pueblo" o el ''signo de contradicción? (Lc 2, 34). ¿Qué quiere decir que será Emma­nuel ("Dios con nosotros") y Jesús ("Dios que salva!)? Y se llenaban de respeto mutuo, al sentirse implicados en una historia que ellos no habían inventado ni estaban en condiciones de controlar y, sin em­bargo, acogían con unción y reverencia, aunque sin entender todos los detalles; lo que, según el evangelista san Lucas (cf 2, 51), les servía de reflexión y meditación.

      La virginidad perpetua de María depende de la aceptación y del apoyo de José. Eso no significa que no hubiese cariño e intimidad en­tre los dos. El cardenal León- Joseph Suenens, una de las figuras cen­trales del Concilio Vaticano II (1962-1965) y eminente teólogo, dice tal vez con un pequeño acento de exaltación:

      Pero seamos realistas: las tensiones, los pequeños disgustos en la lucha cotidiana y en el desarrollo de la confianza, son propios de la condición humana. Así debe haber ocurrido en las relaciones de José y María. Si no, ¿cómo se hubiera profundizado su unión? ¿Cómo se hubieran fortalecido sus virtudes? Las limitaciones de la fragilidad humana son ocasiones de purificación y maduración.

      Nuestra cultura dominante, envenenada por un erotismo exacer­bado y comercial, difícilmente entiende las afirmaciones que hicimos acerca del amor entre José y María. Ha reducido el amor y sus múlti­ples formas de realización. Asocia tan estrechamente amor y sexuali­dad-genitalidad que se ha hecho incapaz de entender un amor que vaya más allá de esa forma de expresarse. Eso no sólo con respecto a José y a María, sino también con respecto a parejas de ancianos o per­sonas que se unen profundamente en un nivel espiritual. Y así no en­tiende o mal entiende el amor entre dos personas de excepcional grandeza humana y ética como María y José.

      De cualquier modo, podemos imaginar la fuerza y la dulzura, la ternura y el vigor que mostraba el papá José a Jesús, su hijo. José, como todo papá toma tiernamente a su hijo, lo levanta hasta su ros­tro, lo llena de besos, le dice palabras dulces, lo arrulla con movi­mientos suaves. Cuando ya ha crecido lo carga en sus espaldas, juega con él en el suelo; como carpintero le hace juguetes de madera, carri­tos, ovejitas, vaquitas, bueyes. Todo adolescente necesita un modelo con quien compararse, en quien sentir firmeza y seguridad, experi­mentar sus limitaciones y capacidades y, al mismo tiempo, dulzura y ternura. José asumió la función psíquica de Edipo que acoge e impo­ne límites, que tiene sentido de autoridad y obliga a madurar.

      Otros preguntan y argumentan: si María era virgen y concibió por acción del Espíritu Santo, ¿por qué no siguió viviendo sola y virgen? ¿Por qué tenía que casarse con José?

      En primer lugar, se trataba de salvar la honra de María, tema trata­do por los dos evangelistas, Lucas y Mateo. Una novia virgen que aparecía encinta causaba problemas a las familias y al novio. La ley preveía el libellus repudii, es decir, el proceso de culpabilidad y de pu­nición mediante el repudio de la mujer. José se manifiesta justo, hon­rado y lleno de sentido del misterio al casarse con María y recibirla, consecuentemente, en su casa. Se salva también la reputación futura de Jesús, que podría ser, como fue, acusado de hijo ilegítimo, fruto de fornicación.

      En segundo lugar, Jesús debía tener una vida absolutamente nor­mal, como cualquier hijo de su tiempo, insertado en una familia, re­lacionado con los parientes, primos, primas y abuelos, creciendo y madurando ante las demás personas y delante de Dios. La doctrina de la encarnación no postula ningún milagro ni nada excepcional en la vida de Jesús. Por eso, sabiamente, la Iglesia de los primordios se distanció de los apócrifos, que llenan la vida de Jesús de milagros y de cosas maravillosas y hasta indignas del sentido común. Por la doctri­na de la encarnación sólo se afirma que todo lo que es humano, con las ambigüedades que la existencia humana comporta, siempre con­tradictoria y limitada -los evangelios llaman a eso carne- ha sido apropiado por Dios, de forma tan profunda y tan íntima que nos es lícito decir que Dios lloró, Dios mamó, se decepcionó, se alegró, amó y, finalmente, murió en la cruz.

      Además, hoy sabemos científicamente lo que la humanidad siem­pre supo intuitivamente: un niño sólo se desarrolla adecuadamente en el seno de una familia regular. Allí está lo femenino y lo masculi­no, el amor y la norma, el deseo ilimitado y el límite de la realidad, existe el cuidado y el trabajo, la oración y la lucha cotidiana por la vida. El niño, el adolescente y el joven Jesús se tuvo que enfrentar a todas esas diferencias para crecer normalmente. Que su proceso de individuación se realizó bien, lo muestra su vida tal como es narrada por los cuatro evangelistas. Jesús es alguien que integró perfectamen­te lo masculino y lo femenino: en él hay vigor y valor para afirmar su propuesta y, al mismo tiempo, ternura y amor para las personas que encuentra. Llamaba a su padre José "papito querido" (Abbá), porque así lo sentía en verdad. La psicología enseña que la experiencia con el padre y con la madre es el punto de partida para una buena experien­cia de Dios. Basado en su experiencia familiar, Jesús llamaba a Dios "mi querido papito" (Abbá) y lo podía describir con tales característi­cas que lo revelaba como Madre, llena de misericordia. Es, pues, un Padre maternal y una Madre paternal.

      En tercer lugar, en fin, hay una razón estrictamente teológica, so­lamente accesible por la fe. Era importante que María se casara con José para constituir una familia que sirviese de base para que la Fami­lia divina del Padre, Hijo y Espíritu Santo pudiese entrar en la Fami­lia humana de Jesús, María y José y revelarse así como él mismo es en su intimidad y esencia. Era importante que esa plataforma fuese ple­namente humana y, al mismo tiempo, fuese iniciativa divina. De ahí que sea significativo que la concepción de Jesús fuese virginal. Es de una mujer de nuestra estirpe, preparada por el largo proceso de evolución ya en curso desde hace quince mil millones de años y de hominización hace cerca de ocho millones de años. Es de una vir­gen que no conoce varón, grávida del Verbo por el Espíritu. El Espí­ritu comienza por medio de ella una nueva creación. Es el lado divino del proceso. Aquí tenemos lo humano y lo divino juntos en plenitud.

      Pero maría es una mujer sola. No es familia, pero puede ser uno de los tres pilares de la familia. Convenía que la familia divina encontra­se una familia humana, previamente constituida. Por eso fue novia y luego esposa de José. Nace el niño. Y así tenemos la familia constitui­da, plena, perfectamente humana y plenamente divina: Jesús, María y José.

      Según nuestro entender, el Espíritu se personaliza en María desde el momento en que ella dice "sí" al ángel. A partir de entonces, el Verbo


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