San José, la personificación del Padre. Leonardo Boff

San José, la personificación del Padre - Leonardo Boff


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      De esta perspectiva parte nuestra pretendida teología radical. Es radical porque pretende ir a las raíces y porque quiere ir hasta la pro­ fundidad última de las cuestiones.

      Veamos esto en el caso que nos interesa: san José está relacionado con dos Personas divinas. En primer lugar, con el Espíritu Santo, que vino sobre su esposa, María, y la cubrió con su sombra (Lc 1, 35: armó, plantó su tienda) de tal forma que quedó encinta de Jesús. En segundo lugar, con el Hijo, que también plantó su tienda (cfr Jn 1, 14) y se encarnó en Jesús, hijo de ella. Él, como dirán los teólogos del siglo XVI, entró, por medio de María y de Jesús, en una relación hi­postática. Explico el término: relación hipostdtica es aquella por la que san José se relaciona de forma única y singular con las dos personas divinas (hipóstasis, de donde viene hipostático, significa "persona", en griego y en la teología oficial). Por tanto, José comienza a pertene­cer al mismo orden que es propio de las divinas Personas. Sin José no hay encarnación concreta tal como los evangelios la atestiguan.

      En esta relación quedó excluido el Padre. El Padre, dicen los teó­logos, fue quien envió al Hijo en la fuerza del Espíritu Santo. Pero él, según entiende comúnmente la teología, permaneció en su misterio insondable, dentro de la Trinidad inmanente.

      ¿Será esto lo único que podemos decir del Padre? ¿Dios-Trinidad no se revela tal como es, es decir, como Trinidad? ¿No habría un lu­gar para la autocomunicación y revelación del Padre? ¿Quién mejor que José, padre de Jesús, el Hijo encarnado por la acción del Espíritu Santo, para ser la personificación del Padre celestial? Sí, ésta es la tesis que vamos a defender en nuestro texto. De manera semejante al Hijo y al Espíritu Santo, también el Padre puso su tienda entre nosotros, en la persona de san José.

      ¿No decimos que el designio de Dios es de suma sabiduría, supre­ma armonía e inenarrable coherencia? Este designio, por ser divino, tiene esas características supremas. La misma teología busca siempre en su elaboración un espíritu coherente y sinfónico; articula todas las verdades entre sí y arroja luz sobre las conexiones existentes entre la verdad de Dios, la verdad de la revelación, la verdad de la creación y la verdad de la historia.

      En esta coherencia y sinfonía nos atrevemos a afirmar que la Tri­nidad toda se autocomunicó, se reveló y entró definitivamente en nuestra historia. La familia divina, en un momento preciso de la evo­lución, asumió la familia humana: el Padre se personalizó en José, el Hijo en Jesús y el Espíritu Santo en María. Como si el universo ente­ro preparase las condiciones para ese evento de infinita bienaventu­ranza.

      Alcanzamos de este modo la máxima coherencia y la suprema sin­fonía: la humanidad, la historia y el cosmos son insertados en el Rei­no de la Trinidad. Nos faltaba una pieza en esta arquitectura de inenarrable plenitud: la personalización del Padre en la figura de José de Nazaret.

      Más adelante, en su debido lugar, señalaremos las mediaciones antropológicas y teológicas que permiten la proyección de esta hipótesis teológica, que llamamos técnicamente teolegúmenon ("teoría teológica"). No se trata de doctrina oficial, ni se encuentra en los ca­tecismos y en los documentos oficiales del magisterio. Pero es una hi­pótesis teológica bien fundada, fruto del trabajo creativo de la teología que consiste -como dijimos-, en la diligencia de penetrar más y más en los profunda Dei, profundidades del misterio de Dios-Trinidad.

      Nuestra osadía teológica quiere evitar la impresión de arrogancia. Representa, en verdad, la culminación de ideas que son comunes en los estudios sobre san José. Nuestro trabajó consistió en explicitar y pensar hasta el fin lo que se quedaba a medio camino y estaba dicho implícitamente. Nuestro esfuerzo entronca con toda una línea ascen­dente de reflexión que se ha ido formulando a lo largo del tiempo. De la oscuridad ha llegado lentamente a la luz plena.

      Después, solamente a partir del siglo XIII, san José adquirió signi­ficado con los maestros medievales, que ya percibieron su lugar en el misterio de la salvación, especialmente de la encarnación. Del in­consciente, pues, se pasó al subconsciente.

      La consciencia, empero, surgió apenas en el siglo XVI, con Isidoro de Isolanis (1528), que publicó la Suma de los dones de san José, un primer tratado sistemático sobre san José. Este texto será referencia para todos los tratadistas posteriores.

      Pero la consciencia clara sólo se alcanzó gracias al conocido teólo­go jesuita Francisco Suárez (1617), maestro en la Universidad de Salamanca. En su comentario sobre "Los misterios de la vida de Cris­to" dio un salto cualitativo. Por primera vez situó el ministerio de san José en el orden hipostático, orden propio de las personas divinas. Esto significa que José no es sólo un hombre justo y lleno de virtudes, digno de ser el padre de Jesús, sino que, además, su presencia y minis­ terio guardan una relación tan profunda con el misterio de la encar­nación que, de alguna manera, también participa en él. Acuñó la expresión que ya no saldrá del vocabulario teológico: "José pertenece al orden de la unión hipostática" (pertinet ad unionem hypostaticam). Esto ocurrió en el siglo XVII.

      Así entendido, en san José ya no se ve sólo su lado humano, como esposo y padre, sino también su lado divino, su relación con la segun­da persona de la Santísima Trinidad que se encarnó en Jesús. Este Je­sús es hijo de su esposa María y fruto del Espíritu Santo, pero asumido por José como su hijo, con todas las vinculaciones que la pa­ternidad implica.

      Esta idea de la relación hipostática de san José con el Hijo de Dios se ha vuelto tan común entre los teólogos que el magisterio de la Igle­sia, en la Exhortación Apostólica sobre san José, Redemptoris Custos (1989), de Juan Pablo 11, llega a decir claramente que, en el misterio de la encarnación, Dios no sólo asumió la realidad de Jesús, sino tam­bién "fue 'asumida' la paternidad humana de José" (n 21).