Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000). Rolando Álvarez Vallejos
en diciembre se alcanzó la máxima tensión con las autoridades democráticas, con un suceso que parecía darles la razón a los agoreros que temían la posibilidad de una regresión democrática encabezada por el exdictador. En un episodio denominado por la prensa como «ejercicio de enlace», Pinochet ordenó el acuartelamiento del ejército como forma de manifestar su tajante rechazo a la investigación sobre un posible fraude cometido por su hijo mayor. Este caso, llamado «los pinocheques», se convirtió en una de las piedras de tope de la relación de Pinochet con la autoridad civil, y en diciembre de 1990 demostró la capacidad que tenía el general para imponerse sobre el estado de derecho. Para los comunistas, estos eventos constituían pruebas concretas que evidenciaban que el país estaba lejos de la democracia plena. Le exigían al gobierno forzar la renuncia de Pinochet, algo que el presidente Aylwin estaba legalmente impedido de hacer, por la gran autonomía que la Constitución de 1980 otorgaba a las ramas castrenses72.
Por último, durante el año se registraron episodios represivos que golpearon directamente al PC, lo que también influyó en que el imaginario comunista visualizara fuertes nexos de continuidad entre el período dictatorial y el nuevo escenario democrático. El primero, fue el asesinato a manos de la fuerza policial del joven militante de las Juventudes Comunistas Osmán Yeomans, ocurrido mientras se encontraba haciendo un rayado callejero para conmemorar el 82º natalicio del presidente Allende. La indignación de los comunistas aumentó luego que el alto mando de Carabineros de Chile, institución a la que pertenecían los autores del crimen, se excusara señalando que Yeomans habría estado intentando robar cables del tendido eléctrico. Las similitudes de estas declaraciones con las del tiempo de la dictadura eran notables73. En otro plano, el Colegio de Periodistas informaba en septiembre de 1990 que unos 15 periodistas habían sido requeridos por las Fiscalías Militares desde el retorno de la democracia. Entre ellos, el director del semanario comunista El Siglo y tres de sus reporteros74.
A estas cuestiones coyunturales, se sumaban otros elementos que reforzaban en el imaginario comunista la reivindicación de la lucha armada contra la dictadura en la nueva etapa democrática. Uno de ellos era la situación de los presos políticos, muchos de ellos militantes del Partido Comunista. Durante la campaña electoral, el nuevo gobierno había prometido liberarlos a todos. Sin embargo, una vez en el poder, distinguió entre los llamados «presos de conciencia» con los «presos de sangre», es decir involucrados en la muerte de agentes policiales. Para agilizar su libertad, se crearon leyes especiales y también se utilizó el indulto presidencial, que podía ser empleado discrecionalmente por el presidente Aylwin. La solidaridad con los compañeros y compañeras presas, todos los cuales habían sido sometidos a brutales torturas físicas y psicológicas, fue uno de los aspectos más importantes para reafirmar el compromiso político de un sector significativo de la militancia comunista. La consecuencia, la épica, el sentido de sacrificio y dejarlo todo por «la causa», convertía la demanda por la libertad de los «compañeros presos políticos» en una de las más urgentes de la izquierda que no participaba en el nuevo gobierno democrático. Por su parte, el Partido Comunista se declaró orgulloso por haber organizado la fuga de 49 presos políticos ocurrida el 30 de enero de 1990, pocas semanas antes del término de la dictadura. Este numeroso contingente de presos políticos, gracias a un ingenioso túnel construido durante más de dos años de silencioso trabajo colectivo, logró su libertad sin disparar un tiro75. Por su parte, el compromiso de lograr la liberación de los y las camaradas en prisión por haber desarrollado la línea de la Rebelión Popular del PC durante la dictadura, fue un importante factor para que un amplio sector de la militancia comunista rechazara la disidencia dentro del partido. Identificada con el acercamiento a la coalición de gobierno y con los críticos a la implementación por parte del partido de formas de luchas armada, para muchos, apoyar a la disidencia era desconocer lo que se consideraba una de las injusticias más grandes que se seguían cometiendo a pesar del término de la dictadura: la persistencia de la prisión política en democracia76.
En esta línea, es necesario complejizar la comprensión de las dinámicas internas que caracterizaron a la crisis del PC en los años noventa. Es decir, fue mucho más que el enfrentamiento entre la Comisión Política y un grupo de disidentes que luchaban por democratizar un partido vetusto y ortodoxo. Estas miradas, centradas en los «grandes personajes» partidarios (los líderes de cada bando), olvidan las complejas articulaciones de la memoria histórica, generacionales, familiares, de experiencias personales y de contexto, para explicar el comportamiento de la militancia durante la crisis. Si bien un segmento muy importante de personas abandonó el partido, otro tanto decidió continuar en él. Y ellos no fueron actores pasivos durante la crisis, sino quienes dieron continuidad a los rituales partidarios y a la reproducción de la cultura militante comunista.
Por un lado, al calor de la primavera democrática chilena, las opiniones de la base militante coincidían con la necesidad de «desarraigar viejos hábitos mentales que hacen daño», tales como el «orden y mando» en la lógica de funcionamiento interno del partido, el internismo típico de las costumbres provenientes de la clandestinidad, el papel mesiánico de las direcciones, la falta de discusión interna y la intolerancia, entre otros aspectos77. El contexto nacional e internacional influyó en un cierto sentido común sobre la necesidad de modificar el verticalismo del funcionamiento del partido. Los años de clandestinidad y el rígido respeto a sus reglas habían endurecido aún más esta tendencia. Así, desde el punto de vista de la larga duración, la crisis de 1990 sembró las semillas de una gradual aceptación de visiones críticas dentro del partido, sin que esto significara expulsiones y marginaciones de la organización. Es decir, las disidencias y salidas del partido volvieron a ocurrir en varias ocasiones a lo largo de la década, sin embargo, las afirmaciones de la dirección sobre la necesidad de «ser más tolerantes», hizo que la lógica «monolítica» entre los militantes comunistas comenzara poco a poco a modificarse. La joven militante de las Juventudes Comunistas Alejandra Canales (18 años), así lo expresaba: «Creo que los congresos del Partido y la Jota marcaron como el ‘destape’, para decirlo de alguna manera, la apertura de una gran cantidad de discusiones… pienso que el Partido no es sólo algunos compañeros que hacen política y nosotros que la ejecutamos... Vamos a discutir todo lo que tengamos que discutir, sin taparle la boca a nadie»78. Esta opinión sintetizaba un sentir generalizado en la militancia y que, legitimada por la opinión de los dirigentes nacionales, fue unos los factores que alentaron una de las transformaciones más importantes del comunismo chileno durante la década.
Si en Chile la necesidad de un partido más abierto y menos vertical se hizo camino entre la militancia al fragor de la crisis internacional y nacional del comunismo, el orgullo militante también desafió la adversidad. En medio de un clima político profundamente crítico hacia el comunismo, que establecía que lo políticamente correcto era arreciar contra un partido «ortodoxo», «antidemocrático», «violentista», «anticuado» y otros epítetos, se organizó la campaña por la legalización del partido. El PC había recuperado su vida legal de hecho a fines de 1989 y principios de 1990, durante las últimas semanas de existencia de la dictadura. Sin embargo, la inscripción legal era un trámite muy importante, porque constituía un requisito obligatorio para presentar candidatos bajo el nombre del partido en las elecciones que se realizarían en los próximos años.
La ley exigía reunir cerca de 30 mil firmas certificadas, tarea que no se avizoraba fácil en el mencionado contexto de la época. Para hacer frente a este desafío, el PC realizó una ofensiva comunicacional en terreno. En 1989, se pegaron en las calles de Santiago y el resto del país afiches que decían: «Mi papá juega conmigo todos los días, mi papá me enseña a no odiar y a creer en la justicia, mi papá es el más bueno, el más lindo, el mejor…¡¡¡Mi papá es comunista!!!, Estas palabras iban acompañadas por la imagen de una tierna menor de edad. Otro afiche decía «Ellos son comunistas», con imágenes de Pablo Neruda, Violeta Parra, Víctor Jara, Charles Chaplin, Nelson Mandela, Ernesto «Che» Guevara, entre otros. Ante la criminalización de los comunistas, la organización buscaba la humanización de sus integrantes.
Así, la campaña para recolectar firmas se denominó «A Chile le hace falta un PC legal», con los colores de la bandera de Chile (rojo, azul y blanco) y sin alusiones a la hoz y el martillo. Se publicaban opiniones a favor de la legalización