Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000). Rolando Álvarez Vallejos

Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000) - Rolando Álvarez Vallejos


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Zorrilla en el proceso de legalización del partido en 1990. Por último, otros, muy enfermos, no tuvieron opción siquiera de volver a Chile, como le ocurrió a Orlando Millas, quien falleció en 1991 en Holanda después de una larga enfermedad. Pero el denominador común de los desarraigados, formados bajo la antigua tradición estalinista de la década de 1940 en adelante, fue la opción por el bajo perfil durante la crisis y continuar militando en la organización más allá de las diferencias con la dirección del partido. En rigor, no participaron en el conflicto interno desatado a partir de 199093.

      En este esquema, un lugar especial ocupa Luis Corvalán Lepe, secretario general del partido durante treinta años y símbolo de la organización. En Chile, desde 1983, producto de las necesidades de la clandestinidad, jugó un papel muy reducido en las tareas de la dirección política, a la sazón encabezada por Gladys Marín. Durante el XV Congreso, propuso que fuera ella quien lo reemplazara como el líder de la organización y que Manuel Cantero asumiera como subsecretario. De esta manera, se opuso a la nominación de Volodia Teitelboim, su compañero de generación en el partido94. El rechazo de su propuesta dejó en evidencia dos cosas. En primer lugar, la pérdida de ascendencia sobre la militancia de los dirigentes históricos del partido, cuyo máximo representante era Luis Corvalán. En segundo lugar, demuestra la complejidad de las relaciones de poder en la dirección comunista, puesto que, si bien el ascenso de Gladys Marín simbolizó la pérdida de influencia de la «vieja guardia» del partido, su principal exponente sí la respaldó. Más tarde, cuando estalló la crisis de 1990, Corvalán fue partidario de que, luego de la Conferencia Nacional de junio de aquel año, se realizara un Congreso extraordinario, acogiendo la demanda de los disidentes95. A pesar de estas posiciones, Corvalán nunca se mostró discordante con la posición del Partido y conservó su puesto en el Comité Central.

      De esta manera, el caso de Corvalán demuestra la dificultad de encasillar a los integrantes del PC en una sola posición o de incondicionalidad hacia un caudillo interno. Por un lado, apoyó en 1989 a Gladys Marín para secretaria general, principal promotora de la Política de Rebelión Popular durante la década de 1980. Al año siguiente, respaldó a la disidencia, muy crítica de esta política, que planteaba abrir mucho más el debate dentro del partido. Así, es muy probable que la militancia que se quedó en el PC luego de la crisis, tuviera estas posiciones cruzadas y no un seguimiento ciego a tal o cual dirigente. Este tipo de casos derriba el mito del supuesto carácter monolítico del PC chileno, cuestión que se acentuó durante la década de 1990.

      Una segunda familia de disidentes fueron los «desencantados». Formada principalmente por profesionales e intelectuales (aunque no únicamente), en su mayoría habían iniciado su militancia a mediados de la década de 1960. Tiempo de reforma universitaria y activación de las luchas campesinas a favor de la reforma agraria, vivieron el período de la Unidad Popular como la etapa fundamental de su experiencia militante. Muchos ocuparon cargos de dirección en las Juventudes Comunistas y fueron figuras relativamente conocidas durante algún período de la historia del PC96. La mayor parte de ellos dejó de militar en el PC a fines de la década de 1970 y principios de 1980. Por regla general, se apartaron del comunismo decepcionados por la realidad del «socialismo real» que conocieron durante el exilio y por el giro hacia la izquierda que significó la Política de Rebelión Popular. Pero la característica fundamental de los desencantados fue que, a corto plazo, dieron por perdida la batalla por modificar desde dentro al partido, básicamente por sentirse más cercanos al proceso de renovación socialista que llevó a cabo un importante sector de la izquierda chilena durante los años de la dictadura. Así, fueron tempranos partidarios de la salida pactada de la dictadura y muchos se sumaron al «Comité de elecciones Libres» y al Partido por la Democracia (PPD), ente instrumental creado por sectores socialistas para participar en la campaña por el NO en la coyuntura del Plebiscito de 1988. Por lo tanto, su influencia en la polémica interna fue menor, producto de su opción de abandonar el PC e incorporarse a otras fuerzas políticas.

      El filósofo Eduardo Sabrovsky –que dejó de militar en el PC en 1986- planteó una tesis que sintetiza, en buena medida, la posición de los «desencantados». En el PC chileno, dice, históricamente habría existido una disociación entre la teoría (marxismo-leninismo) y la práctica. Esta habría estado orientada por lo que denominó como «pragmatismo iluminado», basado en el profundo arraigo de sus militantes en el devenir de la historia nacional. La no aplicación de la ortodoxia marxista-leninista y sumarse, en cambio, al imaginario democratizador y socialista de los movimientos sociales chilenos hasta 1973, habrían sido la gran fortaleza histórica del PC. En el fondo, la ausencia, en la práctica, de apego a las costumbres estalinistas. Sin embargo, la radicalización política del PC bajo dictadura lo habría retrotraído a la ortodoxia marxista-leninista y la pérdida de su «pragmatismo iluminado». La conclusión era obvia, aunque no explicitada por Sabrovsky: era necesario buscar nuevas tiendas políticas, dada la incapacidad del comunismo para comprender la coyuntura de la década de 198097. Otro representante de los «desencantados» fue el escritor Antonio Ostornol, que dejó el PC en 1983. En una entrevista publicada en 1989, este establecía claramente las posiciones políticas de los «desencantados»: rechazo a la Política de Rebelión Popular, valoración positiva de la renovación socialista y adhesión a la salida pactada de la dictadura98.

      Así, a comienzos de 1990, cuando las primeras polémicas entre disidentes y la dirección del PC se habían hecho públicas, irrumpió el llamado Grupo Manifiesto. Durante su efímera existencia –se disolvió en enero de 1991– su intención fue incidir en el proceso de renovación de la izquierda, en el sentido de abandonar algunos de sus códigos identitarios fundamentales y respaldar férreamente al nuevo gobierno democrático. Como vimos, ambos puntos no eran compartidos por los comunistas que respaldaban a la dirección del partido. Este grupo se dio a conocer a la luz pública a través de un texto publicado en la prensa de circulación nacional, donde exponían sus planteamientos. En este, junto con reiterar su apoyo a la Concertación y al presidente Aylwin, planteaban que la renovación del denominado «ideal socialista» debía pasar por poner en el centro de sus objetivos la democracia y la justicia social. Se abandonaba así la perspectiva utópica de la sustitución del capitalismo. El texto venía acompañado de una treintena de nombres, en su gran mayoría profesionales universitarios, entre los que destacaban los de Antonio Ostornol, Eduardo Sabrovsky, Bernardo Subercaseaux, Alberto Ríos y Luis Alberto Mancilla99.

      La incidencia del Grupo Manifiesto dentro de la crisis interna del PC fue reducida. Varios de sus integrantes eran ex militantes desde hacía años y habían perdido la conexión con la militancia cotidiana. De hecho, el que algunos adherentes pertenecieran a otras orgánicas partidarias les hacía perder legitimidad en sus afanes de respaldar la transformación («renovación» en su lenguaje) del partido. Además, ninguno de ellos había sido dirigente nacional de la organización, por lo que poseían un débil capital político que los legitimara a los ojos de la militancia. En el fondo, para muchos militantes, el Grupo Manifiesto aparecía como una corriente de «ex» que, en la práctica, estaba invitándolos a terminar con el PC. Así, los «desencantados» estuvieron lejos de ser la corriente principal que protagonizara la crisis.

      Por su parte, la familia de los «desplazados» se constituyó, a su vez, en distintos subgrupos, lo que ratifica la complejidad y variedad de sensibilidades existentes dentro de la militancia comunista. Con todo, los «desplazados» se caracterizaron por enfocar sus planteamientos claramente hacia el interior del partido, para así intentar imponer sus visiones político-ideológicas. A diferencia de los «desencantados», tuvieron voluntad de poder para enfrentarse a la dirección del partido. Solo hacia el cierre de la crisis, cuando el enfrentamiento se había vuelto irreversible, abandonaron la organización. En ese marco, la diáspora fue total, pues cada militante siguió rumbos diversos, desde ingresar a los partidos de izquierda de la Concertación, pasando por crear nuevas orgánicas, hasta ser parte de la génesis de organizaciones ambientalistas y de minorías sexuales. Por cierto, un porcentaje indeterminado, pero a todas luces significativo, simplemente dejó el activismo político y social.

      Un sector de los «desplazados» que irrumpió con fuerza contra las opiniones de la Comisión Política del PC, fue el encabezado por Luis Guastavino y Antonio Leal. A lo largo de 1990, este núcleo de


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