Desconocida Buenos Aires . Leandro Vesco
y educativas nació la primera Mariápolis. A principios de los sesenta, el movimiento llega a la Argentina de la mano de Lia Brunet y Vittorio Sabbione, y por medio de un acuerdo con la congregación de los capuchinos consiguen este espacio en Buenos Aires, un seminario que data de principios de siglo xx. Pronto llegaron doce focolarinos y desde la nada crearon la ciudadela.
“La palabra focolar significa calor de la familia, del hogar. La Mariápolis se estructura en pequeñas comunidades de laicos consagrados. Tratamos de vivir radicalmente en el amor al prójimo. La fraternidad nos da ánimo, más coraje para seguir amando, y creemos que con el amor podemos cambiar el mundo, no con otros medios”. El movimiento propone un estilo de vida que se basa en modelos cristianos, pero que es abierto a todas las creencias del mundo. “Creemos que en todas las religiones hay semillas de verdad y amor. En la Mariápolis demostramos que podemos unirnos a través de las diferencias”. La dinámica de la Mariápolis se desenvuelve en tres espacios dentro de la ciudadela: Campo Verde, Villa Blanca y Solidaridad; hombres y mujeres viven separados, al igual que los grupos familiares, que tienen sus viviendas en Solidaridad. Los jóvenes focolarinos –el movimiento tiene 4 millones de miembros en 182 países– vienen a vivir un año aquí, y trabajan en las diferentes áreas: taller de carpintería, tambo, huerta y atendiendo el hospedaje de Campo Verde.
“Los jóvenes de cada sexo viven en pequeñas familias en casas en la Villa Blanca. Cada uno tiene su labor: uno cocina, otro lava la ropa, limpia la casa. Luego tenemos actividades de formación humana, y dan su testimonio a la gente que viene”. La ciudadela se autogestiona, y es muy importante para ellos comunicar el mensaje de que otra forma de vida es posible. Una de las premisas del movimiento es difundir cómo se ha logrado vivir acá. “Estamos abiertos los fines de semana y nuestra casa de acogida –hotel– es una manera de tener un espacio para que aquellas personas que deseen pasar días de retiro y tranquilidad lo puedan hacer, a la par de comprobar cómo vivimos”. Attilio hace seis años que está en Buenos Aires, “pero si el movimiento me necesita en China mañana, tengo que irme”. Hay 63 Mariápolis distribuidas en 43 países. En la Argentina hay tres.
La Mariápolis es visitada durante los fines de semana por cientos de fieles y curiosos que disfrutan de los distintos jardines y espacios verdes. Todos son atendidos por los focolarinos. Este pequeño pueblo quiere ser un modelo humanitario al que los hombres de hoy, de todas las naciones y etnias, puedan mirar para soñar y construir un mundo mejor, más unido. “La pluralidad educa. Puedes tener un prejuicio con un país, pero cuando conoces a una persona de ese país, te das cuenta de las similitudes que te unen a ella, que todos esos prejuicios caen. Somos todos seremos humanos. Todos necesitamos afecto, que nos consideren; todo el resto son estructuras“. Attilio ajusta su faja de trabajo y regresa a sus labores. Algunos jóvenes regresan por un camino con carretillas cargada de tierra para llevarla a una huerta, otros fabrican muebles, todos están en actividad en esta escondida y promisoria ciudadela donde crece el germen de un mundo mejor.
Solanet, el pueblo de Gato y Mancha
La ruta provincial 29 es una recta interminable que se supone en algún tramo infinita. Parece que jamás se acabará. A un costado y al otro, la pampa en su completa extensión regala tranqueras aisladas y algún que otro árbol. Las aguadas al costado del camino dejan ver algunas cigüeñas, que despreocupadas picotean el pasto. El mar de pampa surge en un éxtasis que anima la visión, existe una conexión entre nosotros y ese horizonte infinito que nos habla en un mismo idioma de emoción. Solanet está dentro de este marco. El pueblo es una pequeña y bella aldea con algunos árboles que dan sombra, algunos patos que despreocupados cruzan la calle principal y perros que reciben al visitante moviendo alegremente sus colas con ladridos obligados. En esta tierra han nacido los mejores caballos de nuestro país.
María Graciela Cejas tiene un almacén, que antes era un taller. Hay un cartel que anuncia que desde el 1º de noviembre ya no se fía. Tiene un hijo que no se le despega. El almacén es amplio, fresco y cómodo. “Podés vivir, pero el tema son los fiados, aunque no me quejo; Solanet es muy tranquilo y me gusta estar acá”. Como buena representante de su actividad, tiene información precisa, y la da sin problemas. El pueblo tiene cincuenta habitantes, agua potable, una Junta Vecinal y un Club. “También tenemos internet, lenta, pero hay”. El pequeño pueblo, de una docena de casas, invita a caminar, bajo la sombra de los árboles y el silencio; así es Solanet.
El club no es igual a los que uno acostumbra a ver en los pueblos. Este es de chapa y fue hecho en 1931. En su interior, un grupo de mujeres está en plana actividad en la cocina, preparando una comida para esa noche. “Las mujeres lideramos”, advierte Marina, la cocinera, con las manos en la masa. Está haciendo en una inmensa olla el picadillo para varias docenas de empanadas. “Nos juntamos por el placer de juntarnos, seremos setenta, más o menos, es raro que la gente diga que no”. En una habitación del club hay cientos de libros. “Es el proyecto de nuestra biblioteca”, aclara María Graciela. Solanet en su soledad sueña y se organiza. En estos pueblos hay tiempo para todo. Es mediodía, los niños juegan a la pelota, libres en este patio natural pampeano sin fin, donde la infancia se nutre de perseguir sapos, cabalgar, descubrir vizcacheras, intentar agarrar algún cuis o subir a los árboles. Los niños en los pueblos no tienen más que abrir los ojos y hacerse a la vida, despreocupados.
“Es fácil de entender, los hombres trabajan en el campo y acá quedamos las mujeres”, explica Yanina, la dueña del otro boliche del pueblo. “A la tardecita se acercan a tomar la copa”, advierte y recuerda la vez que vino un gringo a Solanet a tomar una lata de cerveza y asombrados, entraron detrás de él algunos niños. “Que sea entonces una de litro, para convidarlos”. Otras leyes y otras costumbres son habituales en los pueblos.
Sin dudas aún todo gira alrededor de la familia Solanet, quienes fundaron el pueblo y tienen su estancia a pocos kilómetros del pueblo. En estas tierras se forjó un linaje de caballos que marcaron a fuego la historia equina del país y del mundo. Vamos al encuentro de Oscar Solanet, hijo de Emilio, quien fue un notable veterinario que pasó toda su vida trabajando en la recuperación y el perfeccionamiento de nuestra raza criolla de caballos. La estancia de los Solanet se llama El Cardal y su fina construcción es señorial, una isla de frondosos y añejos árboles en la que se destaca un casco palaciego.
“Él sabía que los tehuelches tenían los caballos más fuertes y resistentes, y se fue al sur a ver al cacique Liempichún; hizo tres viajes a las tolderías y seleccionó 84 reproductores”, explica Oscar. De ellos salió una estirpe legendaria. En ese mismo tiempo, un aventurero suizo llamado Aimé Félix Tschiffely tenía en mente cruzar toda América a caballo, una idea por la cual serían recordado él, los Solanet y los famosos caballos que lo acompañaron. El suizo se acercó hasta El Cardal y le quiso comprar a Emilio Solanet los dos caballos más fuertes, pero este entendió que, si el suizo tenía suerte en su empresa, iba a destacarse la fortaleza de nuestros caballos, así que finalmente se los obsequió y nació allí una amistad que duraría toda la vida. El Gato y el Mancha fueron los caballos que pasaron a la historia. Este pueblo los vio nacer.
Tschiffely partió con los dos caballos el 24 de abril de 1925 desde la Sociedad Rural, en Buenos Ares. La hazaña que quería hacer era llegar hasta Nueva York. Gato y Mancha dejaron en alto la raza criolla: recorrieron más de 21.000 kilómetros en más de tres años, llegando a la ciudad norteamericana el 20 de septiembre de 1928. El viaje, que se hizo en 504 etapas y atravesando todos los climas y alturas, fue documentado con cartas que el suizo le enviaba a Emilio Solanet y que este recibía en El Cardal.
En la estancia todo remite a esta hazaña. Oscar es el custodio de las cartas y de las reliquias de la amistad de su padre con el aventurero suizo. En la entrada al casco están las cenizas de este hombre que cruzó toda América, junto con la de los caballos que lo acompañaban en un viaje involvidable. Solanet es un pueblo con leyenda incluida.
Cosecha de trufas en Espartillar
Por siglos se pensó que la trufa crecía por generación espontánea, lo que le dio un halo de misterio que ha cruzado la historia hasta nuestros días. En Espartillar, un pequeño pueblo de ochocientos habitantes del partido de Pigüé-Saavedra, en el sudoeste bonaerense, desde hace siete años entre mayo