Desconocida Buenos Aires . Leandro Vesco

Desconocida Buenos Aires  - Leandro Vesco


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de este hombre es lo único que queda intacto. “He decidido permanecer aquí por la querencia y porque acá hice mi vida”, sostiene Pablo, y sus palabras son puntos cardinales de una historia que lo ubica como el último y único poblador de un pueblo que ya no existe.

      “Ahora tengo más comodidades que cuando era niño”, nos cuenta. Su casa es un conjunto de ladrillos que en forma caprichosa forman un rancho. Ruedas, un rastrojero destartalado, el esqueleto de un tractor John Deere, toda clase de elementos agrícolas y de la vida cotidiana del siglo pasado están tirados alrededor de su casa, tapados por el pastizal, formando una perfecta escenografía del olvido. Vive sin luz, tiene una cocina económica a leña y enfría con una heladera a gas. Una gallina se trepa a una bicicleta oxidada, su único medio de transporte.

      “Nací el 25 de febrero de 1930, tengo doce hermanos. En esos años a la Villa Epecuén llegaba luz de 180 watts, era una luz roja que no alumbrada nada”. Hoy, su farol a gas es un verdadero sol de noche. La radio a pilas lo conecta al mundo y un montón de diarios viejos son su literatura favorita. Sentado en un sofá al que se le han escapado todos los remaches, rememora su pasado. “Inauguré la escuela en la Villa; cuando salíamos, con un amigo, íbamos a casa y mamá nos daba una lata y buscábamos huevos del gallinero, que vendíamos. Cuando juntábamos para una entrada al circo, ya nos podíamos dar por satisfechos. Así fue mi niñez. No había mucho dinero, pero jamás nos faltó comida”. Su madre fue la criolla Paulina Olsman, y su padre, Onofre, nació en Odesa (Ucrania), desde donde vino escapando del duro servicio militar; tardó dos años en llegar a la Argentina. “Viajó de polizón, jamás tuvo documento de identidad”, sonríe Pablo. Ambos fueron ladrilleros, y gran parte de las casas de la Villa están hechas con los ladrillos Novak.

      Villa Epecuén, que se sitúa en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Adolfo Alsina, se fundó en 1921, a orillas del lago Epecuén. Sus aguas, llamadas milagrosas, desde siempre fueron reconocidas por sus propiedades medicinales, solo comparables a las del mar Muerto, y atrajeron a miles de personas que venían a darse baños en estas untuosas aguas en donde se produce la flotación natural, debido a su alto porcentaje de sal. Hay crónicas de la época que aseguran que las personas que entraban con bastones salían caminando sin ellos, y pronto la fama de este espejo de agua creció. Fue considerada la “Mar del Plata chica” o el “Mar de Epecuén”, 25.000 turistas la visitaban en los veranos. Pero la naturaleza fue siempre caprichosa con el régimen de aguas; inmerso en un sistema endorreico, el lago Epecuén es el último con una particularidad que selló su suerte: el agua que entra no tiene salida. Fue así como pasó por épocas de sequía, mientras que en los ochenta las lluvias abundantes comenzaron a hinchar las lagunas, los arroyos y los canales clandestinos, que derivaron sus aguas hasta aquí y pronto el Epecuén recibió aquel excedente. La tragedia sucedió el 10 noviembre de 1985: el terraplén construido para soportar las hipersalinas aguas del lago cedió y la Villa Epecuén quedó bajo las aguas, sepultada para siempre.

      Pablo fue testigo de todo aquello. “En los ochenta ya lo veíamos venir. Pero acá nadie quería saber nada con irse, de a poco el lago se fue metiendo en el pueblo”. La Dirección de Hidráulica construyó hacia 1978 un terraplén de casi cinco metros de altura con forma de herradura que permitió trabajar algunas temporadas, pero en 1985, a pocos días de comenzar el verano, un mar de agua salada se tragó el pueblo entero. “Los hoteles tenían comprada toda la mercadería para el verano y contratados los empleados. El agua entró una madrugada. No voy a olvidarme nunca del ruido del agua. A los pocos días nos dijeron: ‘Junten lo que puedan, tenemos que abandonar el pueblo, Epecuén va a desaparecer’”. En dieciséis días el agua lo cubrió todo. Pablo y varios vecinos ayudaron a vaciar el pueblo para llevarlo a la vecina Carhué, a 10 kilómetros de distancia. El lago había tapado los caminos, por lo que la única manera para llevar a cabo la evacuación era por el tren, hasta que las propias vías quedaron anegadas. La suerte ya estaba echada: la Villa desapareció. “Todas las familias se fueron y de a poco me fui quedando solo”. El agua tardó más de una década en bajar un poco y hoy parte de la Villa se puede transitar, el agua salada tiñó las ruinas de blanco. Es un espectáculo fantasmal, y dentro de él, Pablo es el único ser vivo que deambula todas las tardes, confundiéndose con las sombras.

      En la soledad, Pablo ha hallado la forma de conservar su vida, inmune al tiempo. También tiene un escudo inefable para el frío. “Ahora que viene el invierno tengo algunos remedios: disuelvo un cuarto kilo de miel a baño maría que agrego a una botella de grapa y me cebo unas mates con este menjunje, que me calienta el cuerpo por dentro”. A pocos metros de las ruinas, Pablo vive con su farol, que enciende al caer el sol. Un viejo teléfono celular que sus hijos le han obligado a tener es la conexión con un mundo al que le ha dado la espalda. “Recuerdo cuando llegó la primera heladera a gas a la Villa: todos los pibes fuimos a ver la máquina que con fuego hacía cubitos de hielo, fue algo inolvidable”. En una de las tantas sequías que enfrentó el lago Epecuén, a fines de la década de 1930, los hoteleros, desesperados porque el agua se retiraba de la costa, llamaron a Juan Baigorri Velar, considerado “el mago de la lluvia”, un entrerriano que había inventado una máquina que provocaba tormentas. “Juntaron 5000 pesos para traerlo, yo le ayudé a bajar sus aparatos y los instaló en la terraza de un castillo (hoy en ruinas y bajo el agua); a los pocos días se armó un celaje y cayó un vendaval que hizo desbordar el lago”. Baigorri Velar luego hizo llover en La Pampa y en Caucete (San Juan), y su fama trascendió hasta los Estados Unidos, para luego morir en la pobreza y el anonimato. “No dejaba que nadie tocara su invento, que era como una valija llena de antenas”, recuerda Pablo.

      Ya no vienen, como antes, veraneantes de todas partes del país a bañarse a las aguas milagrosas del lago Epecuén, que era un lugar sagrado para los indios que habitaban esta región. Las ruinas blanquecinas generan una vibración que se siente en el aire, las voces de quienes habitaron esta Villa se trasladan por el viento pampeano, creando una composición onírica. La soledad aquí hizo detener el tiempo. “Nunca sentí tristeza, hay gente que se abraza a las paredes y llora, yo disfruté mi vida y no me quiero ir de acá. Mis hijas me dieron plazo hasta los setenta, para irme. Ahora ya no me molestan más. Mientras pueda caminar y contar la historia que yo viví, acá me quedo en mi ranchito”.

      Mariápolis, la ciudadela que sueña con un mundo mejor

      Cuando parece que el camino se pierde en el horizonte y no hay nada más que pampa, un viejo cartel que está a punto de ser comido por el monte avisa que a los pocos kilómetros está la ciudadela perdida. El camino de tierra atraviesa campos fértiles, donde la presencia humana es nula. De pronto, un bulevar de árboles favorece la visión de un paraíso. En una tranquera vemos a un grupo de jóvenes trabajando la tierra, más allá, un conjunto de casas; en todas partes, silencio y tranquilidad. El olor a tierra mojada sorprende delante de un cartel: Mariápolis, Ciudadela Lía. Aquí sueñan con construir un mundo mejor. La tranquera está abierta; jóvenes con overoles mueven tierra, y detrás de ellos algunos fardos esperan ser trasladados.

      No figura en mapas esta Mariápolis. Los que llegan a ella saben de su presencia, un espacio abierto que busca dar testimonio de una forma de vida autogestiva y en comunión con las ideas de la fraternidad humana. Ubicada a pocos kilómetros de O’Higgins, en el partido de Chacabuco, la ciudadela tiene doscientos habitantes de todo el mundo. Concebida por el movimiento de los focolares, se proyecta como un espacio de unión entre hombres de diferentes razas y culturas. “Sabemos que somos todos hermanos, y queremos trabajar para la fraternidad universal. La Mariápolis es como una pequeña ciudad que quiere dar un testimonio de cómo sería la sociedad humana si nos basáramos en el amor al prójimo“, explica Attilio Bailoni, un laico consagrado, focolarino que nació en Trento, Italia, y hace treinta años viaja por el mundo trabajando en las diferentes Mariápolis. “Son muchas más las cosas que nos unen de las que nos separan, acá probamos eso”.

      El movimiento focolar nació en 1943, en Trento. Entonces la Segunda Guerra Mundial oscurecía el horizonte del mundo, y allí Chiara Lubich tuvo la visión: en tiempos en que el hombre se había entregado a las fuerzas del mal, era urgente hallar la salida a esta catástrofe humanitaria. Si para entonces todo era desesperanza, entendió que era posible dar nacimiento a un modelo de vida basado en el amor al prójimo, el cuidado


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