Antaño i Ogaño: Novelas i Cuentos de la Vida Hispano-Americana. José Victorino Lastarria

Antaño i Ogaño: Novelas i Cuentos de la Vida Hispano-Americana - José Victorino Lastarria


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hombres i me resigné a sufrir hasta alcanzar la venganza que tanto ansiaba. Tales fueron los pensamientos que me ocuparon miéntras llegamos a un cuartel en donde nos dieron posada en la cuadra de los reclutas.

      Al siguiente dia nos filiaron i nos vistieron como soldados, i esto me causó a mí mas gusto que a todos mis compañeros de infortunio. Con aquella ceremonia principiaba para mí una nueva vida, un porvenir mas halagüeño que el que habia tenido presente miéntras fuí tratado como criminal. Durante los pocos dias que permanecimos en Santiago, practiqué las mas esquisitas dilijencias para descubrir el paradero de Lucía o de Laurencio, pero no pude obtener la menor noticia. Pensé entónces en abandonar furtivamente las filas, con el fin de buscarlos con toda libertad, i solo desistí de este propósito cuando consideré que mas me importaba lidiar contra los enemigos de mi patria i saciar en ellos mi sed de sangre, que perseguir a una mujer que me habia traicionado tan cruelmente. No podia, sin embargo, apartar su imájen de mi corazon; la adoraba con mas vehemencia a cada instante, porque ya me habia acostumbrado a sus caricias, porque ya habia sentido tiernamente correspondido un amor de toda mi vida...

      En una de aquellas mañanas hermosas que suele haber en invierno, salió para el Sur la division militar a que yo pertenecia. La calle de nuestro tránsito estaba llena de jentes; por todos lados nos victoreaban, nos dirijian tiernos adioses i de algunos balcones nos arrojaban flores, como para presajiarnos nuestros triunfos; las músicas de la division mezclaban sus sonidos al bullicio popular i entusiasmaban el corazon. Yo marchaba con la mochila a la espalda i el fusil al hombro, pensando ver a cada paso a mi adorada Lucía entre las mujeres que lloraban o reian viendo marchar a la guerra a sus camaradas; pero todo era solo una ilusion. Yo no tenia quien me llorara ni quien me dirijiese siquiera una mirada: era talvez de todos mis compañeros el único hombre desvalido, el único desgraciado, que en aquellos momentos no podia entregarse al entusiasmo que ardia en el pecho de todos.

      Al pasar por cada uno de los pueblos del tránsito, se repetia la misma escena, i aprovechándome de los pocos momentos que en ellos permanecíamos, me ocupaba siempre en buscar a Lucía, pero sin obtener jamas el menor dato.

      Llegamos por fin a Talca, i entramos por las calles en medio de un pueblo numeroso que nos recibia con aclamaciones de entusiasmo, i allí nos incorporamos al ejército del jeneral Carrera. En pocos dias mas estábamos ya acampados en las cercanías de Chillan i sitiando esta ciudad.

      Quiero pasar rápidamente sobre mi vida militar, porque ella pasó tambien sobre mí con la rapidez de un relámpago: de batalla en batalla, marchábamos entónces en una perpetua ajitacion i rodeados de todo jénero de privaciones. Mil veces he oido que el soldado es un vil instrumento que no piensa ni tiene voluntad, pero en aquellos tiempos no era así: todos conocíamos i amábamos la causa por que peleábamos, todos aborrecíamos de muerte a la España i a su reyes, porque se nos habia hecho entender que nos hacian la guerra por esclavizarnos. De otro modo no habriamos arrastrado la muerte, sin mas interes ni esperanza que tener patria i libertad; habriamos pedido pan i dinero, en vez de sufrir el hambre i el frio i de mirar con avidez i con envidia al que tenia algo para llenar sus necesidades. ¡Ah! pasaron para mí aquellos dias de miseria gloriosa, i hoi no me quedan mas que las amarguras de un mendigo. Todos me desprecian i no habrá un hombre siquiera que sospeche que yo derramé mi sangre por la independencia: yo tambien los desprecio a todos, porque lo único que me ha dejado la esperiencia en el corazon es un odio verdadero al mundo. Las interminables desgracias a que me he visto condenado durante treinta años me han dado suficiente fuerza para arrastrarlo todo: estoi resignado con mi suerte i ni los peligros ni la injusticia de los hombres me harán bajar la frente. Pero volvamos a mi vida.

      Cuando se habia vuelto a romper la guerra entre nosotros i las tropas del rei, despues de los tratados con Gainza, i se habia celebrado la paz entre los jenerales O'Higgins i Carrera, llegó la division a que yo pertenecia, al pueblo de Rancagua, en donde procuró hacerse fuerte para resistir al enemigo, que marchaba confiadamente con nuevo jeneral i tropas de refresco a tomar posesion de la capital. Aquí vuelven a ligarse mis relaciones con la mujer que por tanto tiempo habia sido objeto único de mi amor i de mi venganza.

      Amaneció el dia primero de octubre i nosotros estábamos alegres i con la confianza en el corazon, esperando que las tropas de rei se acercaran a las fortificaciones que se habian formado dentro de las calles de aquella ciudad. Apénas formábamos poco mas de mil hombres i no dudábamos de que venceríamos a los cinco mil que nos mandaba el tirano, porque éramos valientes i peleábamos por la independencia. Todos permanecíamos en nuestros puestos, los jefes recorrian las trincheras exhortándonos i recordándonos la causa que defendíamos; pero lo que mas nos entusiasmaba era el estruendo del ataque que a pocos pasos de allí se habia empeñado entre nuestras guerrillas i el enemigo que se acercaba. La mecha del cañon ardia sobre las trincheras, los soldados en silencio i sobre las armas nos mirábamos como para inspirarnos confianza i valor; las calles estaban solas, i de cuando en cuando se veia atravesar de una casa a otra, algun hombre o mujer que llevaban el pavor pintado en su semblante.

      Al fin de algun tiempo de estar en esta situacion violenta, se rompió el fuego en medio de mil aclamaciones que se ahogaban con el estampido del cañon. En la tarde de aquel dia de gloria i de sangre era ya jeneral la batalla: se peleaba en las trincheras, en las calles, sobre los techos de las casas i hasta desde los árboles de los huertos, en cuyos ramajes estaban los guerreros apiñados, se hacia un fuego, vivo i se combatia con arrojo: por todos puntos ardian las casas de la poblacion, i sus llamas producian un calor abrasador; una nube densa del humo del incendio i del combate pesaba sobre nosotros i nos desesperaba de sofocacion; no teníamos en todo el paraje que ocupábamos una gota de agua para apagar la sed. Al estruendo de las armas se unian los repiques de los campanarios que anunciaban victoria, los ayes de los moribundos i el clamoreo de los soldados i oficiales que se animaban a la pelea.

      De repente el cielo nos manda una ráfaga de viento que despeja la atmósfera, nos hace ver la luz del sol i nos deja respirar en libertad. Un grito ronco de ¡viva el jeneral! se hace oir en la primera cuadra que corre desde la plaza por la calle de San Francisco hasta las trincheras en que yo me hallaba; el grito se redobla con entusiasmo i el jeneral O'Higgins se acerca a nosotros montado en un caballo brioso, i con su espada en mano: su semblante estaba tranquilo, pero severo, sus, ojos arrojaban fuego. «Héroes de Rancagua, nos dijo, reconoced por jefe de estas trincheras al capitan Millan, porque es uno de los pocos oficiales valientes que os quedan: los demas han muerto por la patria: imitad su ejemplo...... un momento mas de constancia i de valor nos dará la victoria sobre los esclavos de Fernando».... Nosotros le oimos i dando vivas a la patria i al jeneral, volvimos a la pelea con mas ánimos: el jeneral permaneció con nosotros algunos momentos mas exhortándonos i dirijiéndonos; luego marchó a la plaza entre mil aclamaciones. Los soldados caian a su lado i él despreciaba las balas que cruzaban en todas direcciones.

      Al dia siguiente peleábamos todavía con furor, pero los españoles habian ganado mucho terreno, i a veces llegaban hasta las mismas trincheras a buscar una muerte segura a trueque de tomárselas. En una de las salidas que hicimos por la calle de San Francisco a desalojar algunas partidas enemigas que se habian apoderado de las casas vecinas para atacarnos con mas seguridad, tuvimos un encuentro horrible, que fué uno de los mas heróicos de aquel dia.

      Eramos poco mas o ménos veinticinco hombres los que salimos de la trinchera a batir una partida de enemigos que, derribando murallas, se habia apoderado de una casa próxima: a la primera descarga nuestra, se replegaron al patio i nos cargaron a la bayoneta; yo descargué mi fusil sobre el oficial que los mandaba, i al verle caer a mis piés, conocí que era Laurencio, el traidor. Me fuí sobre él gritándole: «dónde está Lucía, dímelo ántes de morir,» pero su respuesta fué una mirada aterradora i un suspiro ronco i profundo que exhaló con la vida...... Todos los demas perecieron tambien a nuestras manos i volvimos a nuestro puesto para defender la trinchera. La venganza que Dios me habia preparado para aquel momento terrible acababa de desahogar mi corazon: sentí entónces la necesidad de vivir, i cada vez que me acercaba al parapeto para descargar sobre el enemigo, deseaba que no me tocara alguna de sus balas hasta despues de ver a Lucía, a esa mujer que hasta en medio de las zozobras de una batalla ocupaba mi corazon i me atraia con un poder májico.

      En la tarde de aquel dia funesto, el jeneral O'Higgins


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