El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane
desnuda en las márgenes del río Licungo.1 Del lado de los hombres.
—¿Eh?
Hay una mujer en la soledad de las aguas del río. Parece que escucha el silencio de los peces. Una mujer joven. Bella y reluciente como una escultura maconde.2 Con los ojos colgados del cielo, hasta parece que espera algún misterio.
—¿Quién es ella?
Una mujer negra, tan negra como las esculturas de ébano. Negra pura, tatuada en el vientre, en los muslos, en los hombros. Desnuda, así, completa. Caderas. Cintura. Ombligo. Vientre. Pezones. Hombros. Todo a la vista.
—¿De dónde vino?
En el cielo de la villa la noticia corre como las ondas de la radio. En esta minúscula ciudad tranquila casi nada sucede, y todo es noticia. Se habla del extranjero que llegó y que partió. De la mujer del administrador que se embarazó y parió. Se habla de la lluvia que cayó y de las semillas que brotaron. Del marido que no cumplió con los deberes conyugales la noche pasada. Una mujer desnuda es noticia de primera plana. Y todos salen de sus rincones en procesión. Van a ver para creer.
—¿Quién es esa mujer que tiene el valor de bañarse en la parte privada de nuestros hombres, quebrando todas las normas del lugar?, ¿quién es?
La mujer desnuda mira el horizonte. El horizonte es una cortina de palmeras. Ve una mancha. Es un enjambre. ¿De abejas? No, debe de ser de avispas. O de gallinas atontadas acosadas por la caída de un grano de maíz del techo del granero. Pero la mancha va ganando altura, forma y movimiento de fantasmas. Una mancha que levanta una nube de polvo, como una manada furiosa pisando suelo seco. De la mancha parlante ella oye sonidos demoledores como dragones subterráneos dirigiendo temblores de tierra. Sonidos que le decían cosas. Cosas que ella entendía. Otras que no entendía. Siente olor de leche. Oye el llanto de un niño —ah, a fin de cuentas es un bando de mujeres iracundas. No comprendía por qué estaban allí. No comprendía aquella procesión, ni aquel disgusto. ¿Qué querrían ellas? ¿Matarla?
El grupo de mujeres furiosas se precipita sobre ella como aves de rapiña ávidas de sangre. Un grupo numeroso. Era el instinto de defensa encabezando la marcha. Intranquilidad. En las mentes asustadas, los mitos surgen como la verdad única, para explicar lo inexplicable. Imaginaban las plantas secándose y la lluvia cayendo y arrasando todas las sementeras. El ganado enflaqueciendo. Los gallos esterilizándose, las gallinas sin empollar ni huevos ni pollos. Aquella presencia era el vaticinio de la desaparición de la especie de los gallináceos. En las curvas de la mujer desnuda, mensajes de desesperación.
—Hey, ¿qué haces ahí?
La multitud ve a la mujer desnuda sentada en un trono de barro, a la orilla del río. En la posición de loto, colocando su intimidad en la frescura del río. Le ve el interior desabrochado, como un anturio rojo con rebordes de barro. Le ve los tatuajes en el vientre de mujer madura. Le ve el cuerpo delgado, pequeño, relleno por el frente, relleno por detrás, esculpido por inspiración divina. Le ve la piel suave, de café tostado. Los labios gordos como tuétano, llenos de sangre, llenos de carne. Ojos de gata. Le ve el cabello y las cejas suaves y henchidas como ovillos de seda, con gotas de agua que se deslizan sobre la espalda, como cuentas de lágrimas en la guirnalda de una novia.
—Indecente, sal ya de ahí.
Los pies de la mujer desnuda contaron ya muchas piedras en el camino. Recorrieron varios destinos en busca de un tesoro, como una condenada a caminar la vida entera. Le tiraron piedras en todos los lugares por donde pasó. La expulsaron con palos y piedras, como a un animal extraño que invadía propiedades ajenas. Las voces querían que ella desapareciera. ¿Pero desaparecer hacia dónde, si no tenía adónde ir? Compara las personas con los chacales, con los buitres. No ve la diferencia. Hay una persona en el abismo que pide ayuda. La sociedad humana se apresura a tirar palos y piedras, a pisar la mano con que te expresas para tu último deseo.
La mujer desnuda levantó la cabeza. Balanceaba los ojos entre el cielo y el horizonte en la visión clarividente de los poetas.
—Hey, ¿qué haces ahí? —grita una de las mujeres.
—¿Quién eres tú?
Ella mira hacia la multitud con los ojos en el limbo. Debe de estar oyendo la música del amor. Debe de estar viviendo pasiones secretas que le vienen del otro lado del mundo. Tal vez vea imágenes en movimiento. O sombras parlantes. Dentro de ella debe de haber sentimientos, pensamientos, voces, sueños, historias, canciones de cuna, que se presentan en una amalgama y le provocan confusión en la mente.
—¿De dónde viniste?
Ella es solitaria. Exiliada. Extranjera. Apareció de la nada en la soledad de las aguas del río. Viniendo de ningún lugar. Sus pies parecen haber recorrido todo el universo polo a polo. Parece que nació allí, gemela de las aguas, de las hierbas, del maíz y de los árboles de los manglares. La vegetación parió un ser.
Rabia y asombro en el mismo sentimiento. Bienaventurados
los ojos ciegos, que jamás verán el color del terror inspirado por esta mujer desnuda. Algunas mujeres protegen los ojos de la inmoralidad. De la infamia. Miran hacia el suelo. Las profanas sueltan maldiciones en gruesas palabrotas. Las puritanas se santiguan y colocan la palma de la mano sobre el rostro como un abanico. Hacen de cuenta que no ven lo que logran ver por los intersticios de los dedos.
—¿De dónde viniste tú?
Las mujeres preparan el sermón del momento, hecho de moral y amenazas. Ella escucha. Supera las amenazas con una sonrisa.
—¿Quién eres tú? —insistían las mujeres furiosas.
A las personas les gustan mucho las identidades. Llegan a exigir un certificado de nacimiento para una persona presente. ¿Habrá mejor testimonio que la presencia para confirmar que nací?
—¿Por qué estás desnuda?
La mujer desnuda está demasiado cansada para responder. Demasiado sorda para oír. Se desespera. ¿Cuántas fuerzas una mujer debe tener para cargar la tortura, la ansiedad y la esperanza?, ¿cuántas palabras tendrá la oración de la eterna clemencia a un dios desconocido, cuya respuesta no vendrá jamás?
—Usa tu ropa, desconocida.
La ropa de ella esta allí, mojada. Cubriendo los arbustos verdes como un quitasol.
—Anda, ¡vístete ya, mujer!
—Mujer, ¿no tienes vergüenza en la cara? ¿Dónde vendiste tu vergüenza? ¿No tienes pena de nuestros niños, que van a quedar ciegos con tu desnudez? ¿No tienes miedo de los hombres? ¿No sabes que te pueden usar y abusar? ¡Mujer, acaba de vestir tu ropa, que tu desnudez mata y ciega!
Ella responde con el lenguaje de los peces del río. Sonríe. Mira hacia el suelo. Hacia el cielo. Con mansedumbre. Con candor. Los ojos emanan mucha luz y una miríada de colores. Ella es simpática. Ella es agradable. Tiene dientes muy blancos. Completos. Ella es bonita. Tiene sonrisa de ángel. ¿Qué es lo que ella ve, más allá del horizonte?
—Esconde tu desvergüenza, mujer.
La imagen de Maria desvirtúa el sentido mágico de la desnudez de las sirenas. Parece traer el presagio de la tempestad a flor de piel. Los corazones se dilatan de piedad. De miedo. Hay mensajes de peligro escondidos en las líneas desnudas del cuerpo. En los granos de arena. En la Vía Láctea. En las barbas del Sol. En los párpados de la Luna. En las pisadas de un pescador cualquiera a la orilla del río. En las ráfagas de viento. Esta mujer no vino por casualidad. Mensajera del destino malo.
—Oye, mujer, si no te vistes a las buenas, vas a vestirte a las malas.
La amenazaron. Acaso así tuviera miedo y se vistiera. Pero ella se acomodaba todavía más en su espacio, sirena reina en trono de barro. Ella ve los ojos de la multitud. Más oscuros que la noche, los rayos del poniente habitan en aquellos rostros. Ojos de lágrimas y de angustias. Los rostros de las adversarias. Les ve los pies sembrados en el suelo como si el suelo hubiera