El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane

El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane


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las manos desnudas. Confiaban en el arma de la lengua. De la persuasión. De la negociación. Era un ejército pacífico. Una de las mujeres suelta un grito para despertarla. Otra busca una piedra para lanzársela. Otra busca un palo para moralizarla. Se genera una ola de violencia en el escenario de las aguas. No hay palos ni piedras. Solo arena mojada, barro, la multitud empuña como arma contra la mujer indefensa.

      Las voces de la multitud ululan furiosas como una ola. Era la superstición y el miedo aliándose como hilos de la misma cuerda. Puñados de arena caen en el cuerpo de la mujer desnuda como lluvia de granizo. El pecho se le hincha con la fuerza del miedo. Espira el aire caliente que el viento impulsa hacia el infinito. Y se sumerge en el río y navega con el impulso de las aguas, como una ninfa rodando en las olas. Se sumerge hacia lo profundo y hacia la superficie en un vaivén de luna y nube en el juego del escondite. El agua suelta anillos de arco iris en una miríada de olas. Ya lejos, la mujer desnuda sibila una risa venenosa, que cae como espada sobre las lanzas del enemigo. Y celebra su triunfo sobre la multitud.

      Allí estaba la heroína del día. Protegida en la fortaleza del río. En un trono de agua. Que venció un ejército de mujeres y puso desorden en la moral pública. Que desafió los hábitos de la tierra y mancilló el santuario de los hombres.

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      Cuando la multitud parte, la loca regresa al mismo punto. Quiere oír voces perdidas en las aguas del río. El mensaje llegaría, tenía la seguridad. A la misma hora en que la emitía. Por telepatía.

      Maria das Dores es su nombre. Debe de ser el nombre de una santa o una blanca, porque a las negras les gustan los nombres simples. Joana. Lucrécia. Carlota. Maria das Dores es un nombre bellísimo, pero triste. Refleja la cotidianidad de las mujeres y de los negros.

      Ah, madre, heme aquí a la orilla del camino. Al lado del viento amigo. En la margen de un río desconocido. Perseguida por mujeres tristes. En aquellos gritos oí también tu grito, madre mía. Madre, ¿estabas en aquel grupo? ¿Por qué será que no te vi? ¿Por qué no me mostraste tu rostro, madre? Eras tú, sí, en aquel grupo de fantasmas; lanzaban zumbidos en mis oídos como un enjambre de avispas. Eras tú y tu grupo de fantasmas, queriendo alcanzarme, lastimarme, escondidas para descargar sobre mí sus golpes de rabia, pero no lo lograron, fui protegida por las aguas. Porque soy hija del agua. ¿Será que estoy desnuda, madre? La desnudez que ellas veían no es la mía, es la de ellas. Dicen que no veo nada y se equivocan. Ciegas son ellas. Gritan sobre mí su propia desgracia y me llaman loca. Pero locas son ellas, prisioneras, cubiertas de mil piezas de ropa como cáscaras de una cebolla. Con el calor que hace.

      Ya no sé bien de dónde vine, ni hacia dónde voy. A veces siento que nunca nací. ¿Estaré todavía en tu vientre, madre mía? Todos preguntan de dónde vengo. Quieren saber lo que soy, porque nada soy.

      Yo tengo el destino del viento, y tengo la vida aprisionada en las telarañas de una esperanza desconocida. La rosa de los vientos. Tengo el destino de los pájaros. Volando, volando, hasta la caída final. Tengo destino de agua. Siempre corriendo en todas las formas, unas veces manantial, otras veces río. Otras veces sudor y otras lágrimas. Diluvio. Gota de rocío en la garganta de un pajarito. Soy vapor calentado por la vida. Soy hielo y nieve en la cámara de un congelador. Pero siempre agua, el movimiento es mi eternidad. Soy un animal herido por todas las cosas. Por el canto de los pajaritos, por el rojo de los anturios, por la floración de las violetas. Herida por el sueño, por la ilusión. Por la esperanza y por la añoranza.

      ¿Quién soy yo? Una estatua de barro, en medio de la lluvia. Odio las ropas que me limitan el vuelo. Odio las paredes de las casas que no me dejan escuchar la música del viento. Yo soy Maria das Dores. Aquella que desafía la vida y la muerte en busca de su tesoro. Yo soy Maria das Dores, y sé que el llanto de una mujer tiene la fuerza de un manantial. Sé con cuántos pasos de mujer se recorre el perímetro del mundo. Con cuántos dolores se hace una vida, con cuántas espinas se hace una herida. Pero no tengo nombre. Ni sombra. Ni existencia. Soy una mariposa incolora, deforme. De las palabras conozco las injurias, y de los gestos las agresiones. Tengo el corazón quebrado. El silencio y la soledad me habitan. Yo soy Maria das Dores, aquella que nadie ve.

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      Las mujeres abandonan el río y corren veloces a la casa del régulo para buscar la solución del enigma. Van a la casa del régulo, pero él no está, fue a la taberna a tomar el trago vespertino en la asamblea de los hombres. Su vieja esposa abandonó sus quehaceres para socorrer a la multitud asustada. Los ojos de terror convergen sobre ella. Ojos anémicos, incrédulos. Y las voces hablaban todas al mismo tiempo. Deliraban. La vieja señora no lograba siquiera oír lo que decían. Lo que querían. Sabía solo que tenían hambre en el espíritu. Tuvo que dar palmadas y soltar un grito para imponer silencio.

      —¿Qué hubo? ¿Qué las trajo aquí?

      —Usted, que conoce los secretos de este y del otro mundo, los caminos del más allá, los detalles del misterio del horizonte, auxílienos.

      —¿Por qué?

      —Aquella mujer desnuda en las márgenes del río. Parecía una diosa, ¡o un demonio!

      —¿Cuál mujer?

      —Una desconocida —grita una de ellas como una posesa—.

      ¿Por qué es que ella vino y se alojó exactamente del lado de los hombres? Ella es leve, ella nada como un pez. ¿Será humana?

      ¿Sirena? ¿Ninfa? ¿Fantasma? La señora, que lo ve todo, díganos

      qué desgracia vendrá a ser esta: ¿habrá lluvia? ¿Sequía? ¿Enfermedades en los rebaños? ¿Conflictos peores que la guerra?

      Las voces de las mujeres eran banderas de miedo que ondulaban en la tempestad. No vieron nada real. Vieron al hombre del saco. Por eso producen ruido y discursos confusos.

      Proyecciones fantásticas de las historias contadas alrededor de la hoguera: las muchachas bonitas, bondadosas, obedientes, trabajadoras, se casan con príncipes azules, tienen muchos hijos y viven felices para siempre. Las muchachas traviesas, mentirosas, desobedientes y perezosas, al final de la historia, son castigadas: no consiguieron marido, ni hijos, viven solteronas e infelices para siempre, y acaban enloqueciendo. Creencias. De dádivas y destinos. Maldiciones. Profecías. Castigos.

      —Dijo que se llama Maria —explica una de las mujeres.

      —¿Ese será en verdad su nombre? —pregunta la mujer del régulo—. Toda Maria tiene otro nombre, porque Maria no es nombre, es sinónimo de mujer. Pero, díganme: ¿cómo era ella?

      —Ella tiene forma de persona pero no es persona. Parecía ángel del mal. Mensajera de desgracias. Parecía un fantasma, un ser de otro mundo —dice una.

      —Ella traía en las alas los vientos de las mareas bravas —decía otra. La mujer del régulo reconoce rápidamente las razones del disgusto colectivo y responde con un arco iris. Historias de vida se sueltan de los archivos de la memoria como files de una computadora. Cada uno tiene su trayecto, cada uno tiene su historia. La presencia de esa alma en pena tenía una razón obvia. El mundo está al revés, disoluto. La humanidad es expulsada a una veloci

      dad que asusta, y las personas se volvían salvajes, caníbales.

      —Calma, criaturas. No hubo ningún presagio en la guerra que pasó, pero murió gente. No hubo anuncio en la sequía que terminó, pero hubo tormenta. No hubo profecías misteriosas antes de la plaga de langostas que asoló los campos y nos mató de hambre.

      La voz de la mujer del régulo era lluvia fresca. Tenía el poder de serenar multitudes. Era el poder de las olas tranquilas arrullando las embarcaciones en el vals de la brisa.

      —¡Ah, señora! ¡Si viera la forma misteriosa como ella vino! La insultamos y nos respondió con burla en el rostro. Lanzamos piedras y ella escapó como un pez. No era persona de este mundo, no.

      —La


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