El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane

El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane


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para caminar?

      —Debías esconder el cuerpo.

      —¿Para qué?

      ¿Para qué, si no tiene nada que esconder debajo de las ropas? Ella no tiene nada que esconder, sí. Es hija de una gota de agua del río desbordado. Nació de las algas. De los pantanos. De los peces voladores que desovan en las piedras de los montes. Nació en los cañaverales y en los campos de arroz. Nació en el desierto caliente, sin sudor ni humedad. Por eso le gusta el agua. Es amante del agua. Ella vino como espuma en las olas del río. Ella vino de ninguna parte.

      —¿Cuándo es que regresas a casa, Maria?

      —¿Regresar? Nunca. Estoy muy bien aquí.

      Ella tiene razón. Todo lugar es bueno para nacer. Y morir. El vientre de la madre es el único punto de partida hacia todos los caminos del mundo. image

      Notas al pie

      7 Al nacer el niño se celebra un rito, la ceremonia de la luna, para ponerlo bajo su protección; después, durante los primeros años, cada luna nueva se le administra al niño un medicamento tradicional para protegerlo contra enfermedades y otros males.

      8 Los lómwès son uno de los principales grupos etnolingüísticos de la Zambézia, que también está presente en la provincia de Nampula, así como en la república de Malawi.

      3

      LA CIUDAD DE GÚRUÈ9 SE VOLVIÓ UN LUGAR DE PEREgrinación. Cada día llega gente nueva, interesante. Este año llegaron el padre Benedito y el doctor Fernando. Dicen que son hermanos. Desde que la guerra terminó, las llegadas aumentaron. Con la construcción de la carretera asfaltada, Gúruè quedó todavía más cerca del mundo.

      Hay muchos forasteros que llegan a la ciudad desde las montañas cubiertas de anturios rojos con rebordes de barro. La belleza de la tierra y de los campos de té atrae a muchos inmigrantes. Aquellos dos no parecen románticos, y mucho menos buscadores de oro. Ellos vinieron, sí, por razones diferentes. Vinieron de lejos, como quien regresa triunfante a la tierra madre.

      El pueblo venera al padre Benedito y teje mitos a su alrededor. Dicen que es mágico. Solo su mirada cura todas las amarguras, por eso el pueblo entero desfila frente a él para ser tomado en el punto de mira de los ojos milagrosos. Él es un hombre de ternura, de pasiones profundas, de humildad extrema. De sonrisa abierta y el pecho cerrado. Durante la misa, sorbe las propias pala-bras con la voracidad de un declamador. Y decía cosas bellas. De fe. De poesía. Cuando habla de la familia, del padre o de la madre, llora. Quizás recuerde momentos de la crueldad de este mundo. Tal vez le haya fallecido el padre en algún combate. Acaso la familia haya perecido en una masacre. Algo grave sucedió en su vida. O no sucedió nada. Hasta puede haber sido instruido así. Las iglesias modernas explotan las emociones de los creyentes en actos teatrales.

      Conocieron antes sacerdotes viejos y blancos. Sacerdote negro y joven es cosa de los tiempos de la independencia. Para aquel pueblo, la procreación es la esencia de la vida y la vida sexual es tan vital como la gota de agua. Ser sacerdote es importante, reconocen, pero más importante todavía es engendrar un heredero para seguridad social en los momentos difíciles. Murieron muchos hombres en la guerra civil y hay muchas viudas por consolar, muchas solteras esperando amor, es un crimen grave que un hombre duerma solo, sean cuales sean las motivaciones de su creencia. Causaba dolor ver a las jóvenes vivarachas frente a aquella santa presencia, tratando de acercar al macho hacia las cosas de la tierra, para que terminaran frustradas como abejas que golpeaban contra los vidrios fríos de una ventana.

      No había nada de anormal en el comportamiento de las mujeres. Las nuevas creencias son las extrañas, contradictorias. Los dioses bantúes ordenan la virilidad y la fertilidad. En el sexo, la trascendencia. Los dioses celestes ordenaban también la fertilidad y la multiplicación, pero alcanzan la pureza del cuerpo en el celibato. Por eso las familias negras no aceptan de buen grado que un hijo sea ordenado. Todo hombre bello debe echar semillas al suelo. Y germinar. Henchir la tierra como las estrellas del cielo, porque la eternidad es hija de la fecundidad. Por eso las mujeres preguntaban los orígenes de aquel joven padre.

      —Señor padre Benedito, ¿usted es de aquí?

      —La tierra es de Dios. Como las golondrinas, yo soy de aquí, de allí, de cualquier lugar.

      —¡Ah! Padre Benedito, ¿usted es de verdad hombre?

      Él sonreía. Y comparaba aquel parloteo al alegre canto de las alondras que saludan el amanecer. Expresión de la libertad. Aquellas mujeres hablaban como quien juega, pero ambos sabían que el mejor veneno tiene gusto a miel.

      —No sé. Soy hijo de una piedra. ¿Qué es lo que piensan de mí?

      —¿Usted nunca se enamoró?

      —Ya.

      —¿Y entonces? Quien prueba de este vino nunca más duerme solo.

      —Yo no bebo, ustedes lo saben.

      —¡Qué pena, señor padre!

      Las mujeres trataban de liberar las tensiones en el corazón enrejado de aquel sacerdote, asediándole la carne débil, joven y fresca. Las más atrevidas se abrían diciendo con toda libertad lo que les iba en el alma.

      —Vamos, señor padre. Haga al menos un pecadito, uno solo de vez en cuando, no hace ningún mal. Hasta puede ser conmigo si quisiera; ¡vamos, señor padre!...

      —Dios tiene ojos grandes, lo ve todo.

      Las mujeres quieren probar que ellas existen y su presencia es más importante que todas las creencias y juramentos de este mundo para que el sacerdote conozca la real dimensión de las necesidades del cuerpo. Hay parcelas del organismo que no se alimentan de arroz, ni de remedios y palabras divinas.

      —Señor padre, ¿escogió esa vida así por propia voluntad?

      —Fue el destino. El llamado.

      —¡Ah, qué pena, señor padre! ¡Qué desperdicio! ¿Tanta belleza solo para servir a Dios? No, no debía ser así. Es una tentación. Debía estar prohibido ordenar sacerdotes tan bonitos —porque perturban a las monjas, a las doncellas y a las mujeres casadas.

      ¡Ah, señor padre! ¡Usted debía ser más caritativo y matar la sed del mujerío suelto por la ciudad!

      El doctor Fernando, hermano menor del sacerdote, aparentaba unos treinta años. Contrastaba con la élite burguesa de la pequeña ciudad, que se socorría de las futilidades de este mundo, exhibiendo carros de última moda y joyas grotescas de nuevos ricos, en la afirmación de grandezas imaginarias. Andaba siempre de jeans. En zapatillas y camisa de mangas cortas. A pie o en bicicleta como un campesino cualquiera. No ostentaba nada. Ni un anillo de oro en el dedo. Ni palabras complicadas en la boca. Accesible y transparente como las aguas del Licurgo, que nace en lo alto del monte. Quien lo quiere lo tiene. Solo su saber y la fuerza, porque el corazón vive en una fortaleza inaccesible.

      El médico creía en la magia de los montes. En los mitos que se cuentan de lo sagrado y de lo profano, de lo mágico. Por eso escalaba, regularmente, para inspirarse en lo fantástico que reside en el pico del Namuli. Creía también en la magia de amor, y trataba a los enfermos con la terapia de amor y medicina. El pueblo venera al médico y dice que tiene manos mágicas. Basta ser tocado por él para ser curado. Las mujeres se le acercaban llenas de deseo. Apretaban el cerco.

      —Doctorcito lindo, ¿usted tiene esposa?

      —No, soy soltero.

      —¿Tiene novia?

      —No, no tengo ninguna.

      —¿Por qué, doctor?

      Ellos asombraban al mundo. No se puede vivir sin una gota de agua. Aquellos dos vivían


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