El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane

El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane


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tu padrastro blanco, fue mi institución financiera. Simba, ese bello negro, fue mi institución sexual, mi otro yo de grandezas imaginarias, que me dejó para ser tu marido.

      ”Reiné. Aterroricé. El único tormento que sufrí en esta vida maldita fue el dolor de haberte perdido. Me vengué de todo. Robé el amor de los hombres, dejando frío en las camas de las otras mujeres. Destruí familias. Arrastré muchas vírgenes al abismo e hice fortuna en mi prostíbulo. Tomé todas las pociones mágicas contra la pobreza y aparté todas las arrugas de mi rostro. Bailé desnuda en las noches de luna e hipnoticé a los hombres de la tierra entera, cumpliendo mi supremo destino. Soy yo, tu madre, quien te colocó en las manos una herencia de espinas, y erigí una horca contra mi cuello.

      ”Por culpa de mi madre, que me hizo negra y me educó en aceptar la tiranía como destino de pobres y a mirar con desprecio a mi propia raza. Por culpa de Simba, mi amante y tu marido, que me alimentó de embrujos y fantasías destructivas. Por culpa de la naturaleza que me dio belleza sobre todas las mujeres. Por culpa de José, pobre y negro, que me alimentaba de harina y pescado seco, mientras yo, Delfina, quería bacalao y aceitunas. La culpa es de Soares, que me elevó a los cielos y me soltó en el aire. La culpa fue mía, por haber deseado ser lo que jamás podría ser. La culpa es del mundo, que me enseñó a odiar.

      ”Ah, Dios mío, trae de vuelta a mi Maria das Dores. ¡Dioses míos, mis espíritus protectores, llévenme al Namuli, mi monte, mi cuna, vientre de mi madre!” image

      Nota

      10 Macuas y chuabos son grupos étnicos de Mozambique, distribuidos principalmente por los territorios de las provincias Cabo Delgado, Niassa y Zambézia. Los macuas son uno de los grupos más extendidos. Se ha afirmado que muchos macuas llegaron a Cuba como esclavos.

      5

      LA TARDE ERA PLACENTERA. HASTA LAS PERDICES REPOsaban las voces, después del almuerzo del mediodía. Los hombres y las boas en el natural gesto de pereza, rodando en las sombras para digerir el alimento del día.

      El médico hace el mayor esfuerzo del mundo y da un paseo digestivo camino a la clínica donde los enfermos lo esperan. Ve a Maria das Dores sentada a la orilla de la carretera. En cuclillas. Ausente. Un sentimiento de envidia lo asuela. Un suspiro mudo se suelta: quién pudiera ser como ella. A la deriva y sin compromiso. Dormir y despertar sin nadie que la espere. Eternamente parada en el reloj del tiempo. ¿No será eso la felicidad?

      —Buenas tardes, Maria.

      —Buenos días.

      —Ya no es buenos días. Pasa del mediodía.

      —El día tiene veinticuatro horas, doctor. ¡Buenos días!

      —Ah, sí, tienes toda la razón; pero, incluso así, buenas tardes, Maria.

      Una respuesta mecánica. Natural y auténtica. Sin aquellas venias ni zalemas hipócritas con que el pueblo saluda a un doctor. El médico queda sorprendido. Se detiene un instante, porque las palabras de la loca se revisten de algún misterio. Provocan interrogaciones y exigen respuestas, y el médico no tiene tiempo para conversar. La invita a seguirlo.

      —¿Qué haces tú ahí?

      —¡Nada!

      —¿No quieres venir conmigo?

      —¿A dónde?

      —Acompáñame en este paseo hasta a la clínica. No es lejos. Es allí, en aquella subida.

      Maria no se hace de rogar. Se levanta y camina al lado del médico, en el recorrido del desconocido. En aquella pequeña ciudad todo es cerca. En pocos minutos alcanzan la clínica y se sientan uno frente al otro. Sin barreras ni formalidades. Las imágenes de la vida se fijan cuando no se espera. Solo suceden. Basta que los ojos registren en el objetivo imágenes olvidadas en el tiempo. Hablando de nada o de algo. Inconscientes de la importancia de aquel encuentro en las vidas de él y de ella.

      —Dime tu nombre, Maria.

      —¿Mi nombre?

      Ella queda en silencio. La máscara de las sombras juega en aquellos ojos, porque la mente viajó hacia otras galaxias. Para que ella se reencuentre en un todo tendrá que subir a lo alto de los cielos, caminando muchos años-luz hasta allá, con muletas de bambú y escaleras de palo.

      —Pero yo soy Maria.

      —¿Solamente?

      —Sí.

      —Maria es nombre de mujer, nombre de madre.

      ¿Qué siente un hombre delante de un ser andrajoso, misterioso y totalmente loco? ¿Curiosidad? ¿Asco? ¿Piedad? El médico mira hacia Maria. ¿Qué mundo existirá dentro de ella? ¿Qué imágenes, que pesadillas, existirán dentro de ella? ¿Qué corrientes la llevaron hacia esta existencia sombría?

      —¿Para qué quieres tú mi nombre?

      —Para conocerte.

      —¿Para qué?

      —Para que seamos amigos. Para acercarme a ti y poder llamarte siempre que te encuentre. Para llevarte a casa de la mano, cuando la noche caiga. No es bueno que una mujer ande sola en la penumbra apartada de los caminos, y tú andas siempre sola.

      ¿No tienes miedo de los hombres malos, Maria? ¿No tienes miedo de las fieras? ¿Ni de los violadores de mujeres?

      Maria oye la voz del muchacho saliendo de un lugar distante. Una mano que hace eco en el lugar más sagrado de su yo. Una voz que surge del sueño antiguo, rena-ciendo de un lugar distante.

      —Dime entonces dónde habitas. Quiero saber dónde queda tu casa.

      —¿Para qué?

      —Para poder visitarte.

      —¿Visitarme?

      —Sí. Y llevarte un poco de leña para tu hoguera y apartar la neblina en las noches de frío. Para traerte una sopa caliente y una frazada. Para que no agarres artritis, ni sinusitis ni gripe.

      El médico se esfuerza por reconocer los trazos de humanidad donde los otros la consideran perdida, como un muchachito pobre, en el montón de basura, tratando de rescatar los desperdicios, los restos de alimento para el propio bienestar. Porque él sabe que reconfortar al otro es reconfortarse. Es dormir con el corazón feliz, por haber ayudado a alguien a ser alguien.

      Maria era una peregrina en busca de una voz distante.

      —¿De dónde vienes, Maria?

      —¿Yo?

      —Sí. Tú.

      Pregunta típica del primer encuentro. Porque las personas son como los árboles, tienen raíz. Las personas son en verdad árboles. Alegres y frescas como flores del campo. Unas son árboles en tierras áridas. Como ella. Otras, sedientas, sin hojas ni humedad, de ramas desnudas como manos que ruegan a los cielos.

      —Vengo de lejos.

      —¿Lejos?

      —Sí. De un lugar sin nombre.

      —¡Ah!

      Él quiere decir algo, pero no lo logra. Porque es difícil que alguien hable de sí mismo. Quien habla de sí siempre miente. Colocando palabras dulces sobre momentos amargos. Colocando flores y velas en lugares oscuros, para esconder las espinas del recorrido.

      —Háblame de tu historia.

      —No tengo historia ninguna —responde Maria.

      —Ah, mientes. Cada cual tiene su historia —insiste el médico—, cada día tiene su historia. Ah, Maria, tú tienes tu historia.

      Las verdaderas historias están en


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