El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane

El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane


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ESTA HISTORIA SI ESTUviera aquí. No, no la contaría. Ningún hombre cuenta con placer la historia de la propia derrota. Cuando se es prisionero, una muralla aprieta la garganta y las cuerdas vocales se callan. Las amarguras forman nubes negras, que terminan en lluvia de lágrimas.

      La historia de José comienza así. Que no es la mejor manera de comenzar. Porque comienza en otro lugar.

      Había una vez unos navegantes que se hicieron a la mar. Iban camino a la India, en busca de pimienta y piripiri,15 para mejorar el paladar de sus comidas de bacalao y sardina. Cuando pasaban por el océano Índico, comenzaron a sentir ganas. De reposar. O de orinar. De pisar tierra firme y mirar hacia el mar. Tal vez. O fueron atraídos por el maravilloso canto de las sirenas. Atracaron.

      Descubrieron que la tierra era inmensa, con hipopótamos, cocodrilos, elefantes y muchos negros. La tierra tenía once sirenas. O’hipiti, que llamaron isla de Mozambique. Nampula. Inhambane. Cabo Delgado.Zambézia. Maputo. Niasa. Tete. Gaza. Sofala. Manica.16 De todas las sirenas, Zambézia era la más bella. Los marineros la invadieron y la amaron furiosamente, como solo se invade a la mujer amada. La Zambézia bella, encantada, gritaba en orgasmo pleno: ven, marinero, ámame, yo te daré un hijo. Yo y tú, siempre juntos, creando una nueva raza. Por todas partes dejaremos marcas de nuestro amor. ¡Dejaremos un mulato en cada grano de arena, para celebrar tu paso por este mundo!

      En el comienzo de todo, los pueblos de la tierra creían en Zuze, el dios del mar. Consideraban que en lo hondo del mar residían todas las maravillas de la tierra prometida. Creían que el mar era la residencia de todos los espíritus buenos. Fue por eso que miraron a los navegantes como fieles mensajeros del Gran Espíritu, porque tenían el color claro de algunos peces de aguas profundas.

      Entonces los reyes vistieron sus mejores galas para recibir debidamente a los mensajeros de los dioses. Con toques de tambor, bailes y todo. Pusieron a las doncellas más lindas a contonearse en la danza del tufo y del nhambarro.17 Por otro lado, los súbditos del reino desfi-laban con gallinas, cocos, bananas, papayas, oro y marfil para ofrecer a los visitantes de lo hondo del mar. Quédense aquí, marineros, y fecunden a estas doncellas, rogaban los reyes, suelten algunas de sus semillas en estas tierras para la eterna celebración de su paso por estos trópicos.

      Llevaron a los visitantes a los corrales, con venias y zalamerías, implorando: ¡escoja un novillo, marinero, escoge una cabra manchada, un carnero blanco, para que sean sacrificados en tu honor! Prepararon pociones mágicas a base de coco y dieron a los marineros. Cualquier visitante que beba de esa poción olvida el camino de regreso. Hicieron todo para que los visitantes no salieran de allí. Pero los obstinados marineros partieron sin despedida. Brujería de negro no hace efecto en el blanco, comentaron amargamente. ¡Qué equivocados estaban! Poco después los marineros regresaron, desbordados por una pasión dorada. Con cañones, fusiles, látigo y mucho vino, para hacer la limpieza de la tierra y sofocar los inconvenientes. Habían encontrado la tierra prometida.

      Los navegantes corrieron de aldea en aldea, derramando sangre, profanando tumbas, pervirtiendo la historia, haciendo lo impensable. La Zambézia abrió su cuerpo de mujer y se embarazó de espinas y hiel. En nombre de ese amor se conocieron momentos de eterno tormento y las lágrimas se volvieron un río inagotable en el rostro de las mujeres. Los dolores de parto se volvieron eternos, los hijos nacían solo para morir, eran carne de cañón. El pueblo intentó, inútilmente, transformar los corazones en piedra para escapar al dolor, a la muerte, a la opresión.

      Había lógica en todo aquello. El hombre apasionado lo arrasa todo para poseer a la mujer amada. Es la vida. Primero el placer del amor, en la gestación del dolor. Con náuseas y vómitos para condimentar la gravidez. El cuerpo transformado, rasgado, herido. La sangre fluyendo, en el parto de la nueva nación.

      Fue así como comenzó la historia de José muchos siglos antes de su nacimiento. Es por eso que está allí, sentado en las dunas, hablando con los barcos, con el mar y con las olas. Recordando cosas de su infancia. Preguntando. ¿El tirachinas escondido detrás del granero todavía existe? Mi gatito negro, regalo de la abuela, ¿existirá? ¿Y el gallo bravo que servía al gallinero de la casa y al de la vecindad? ¿Y mi madre? ¿Estará viva mi madre? Nadie le responde. Bosteza y suspira. Ah, que añoranzas de mi monte, mi cuna, de los brazos de mi madre.

      Sueña.

      Con construir una casita en lo alto del monte y casarse con una dama cocinera de buenos manjares, adobados con coco, clavo y canela. Con pimienta y piripiri traídos por los marineros. Una dama bien rellena de cuerpo, a quien colocará abalorios coloridos en la cintura y en los tobillos. Que se bañe en el río y tenga sabor a algas y a la flora de los ríos. Se imagina en el umbral de la puerta, viendo la luna llegar, romántica, redonda. Encender una hoguera e iluminar la casa. Comer con afrodisíaco. Prepararse para el amor. Verla acostándose desnuda, en la estera de juncos, muy cerquita de la hoguera suave, e iniciar la danza de la serpiente, con primores ensayados en la escuela de sexo. Después acostarse al lado de ella, penetrar despacio en la casa de todos los misterios, apagar la hoguera del deseo con la lluvia de su carne. Y sembrarse. Sueña en tener un hijo mujer. Porque las mujeres nacen con una mina de oro dentro de ellas y cazan el sustento en el sudor de los hombres. No desea un hijo hombre, que nace esclavo, que es deportado, que caza el sustento en los peligros de las selvas, se vuelve ladrón y engruesa la población de las prisiones. El hombre nació para sufrir y muere lejos, por eso no lo desea.

      Un escozor recorre la palma de la mano, y José masajea con la punta de una uña. El masaje llega al corazón despertando dulzuras en la mente —señal de suerte. Sonríe. Los nervios humanos tienen el poder mágico de detectar las mareas de la bonanza y de la tormenta. Es una señal, piensa él, de buena suerte, según dicen. Hoy tendré noticias. El sol no caerá antes de que yo reciba mi buena sorpresa. ¿Pero qué buenas noticias pueden suceder en la vida de un condenado?

      Tal vez sea el mensaje del futuro flotando en el aire, llegándole a las neuronas como olas maravillosas. Se enciende en la mente el sueño de libertad.

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      José quiere quedarse allí sentado hasta que caiga la noche. Para ver la luna llegar, desde las aguas del mar. Quiere contar con cuántas estrellas se hace el manto de la noche. Quiere elegir la estrella que lo llevará a los caminos de la libertad. Ama el agitarse de las olas en la oscuridad. Ama ver las gaviotas dibujando carreteras geométricas, saludando a la noche que viene. Una voz de sirena se oye desde las aguas profundas. Aguza el oído. Era el murmullo suave de una ola suicidándose en el casco anclado de un barco muerto.

      —Hola, condenado.

      Vuelve la cabeza lentamente en dirección a la voz y no ve a nadie. Se frota los ojos y los lanza nuevamente al graznar intenso de las gaviotas.

      —¡Hey, condenado!

      Una mujer surge de la nada como una diosa. Trae en los ojos una flecha de tormenta para fulminar el corazón de los hombres.

      ¡Dios mío, qué linda es! Toda ella tejida de dulzura. Seguramente fue traída por Cupido. Debe de ser la Santa Valentina de los Desesperados. Dios mío, ¡qué bella es, cómo brilla!

      —¿Por qué no me respondes, condenado?

      José miró. Mostró desdén. Aquel tipo de mujer no era de confiar. Son las eternas cazadoras de pan en el sudor de los hombres. El sudor de los blancos y de los negros asimilados tiene sabor a dinero, pero el sudor del condenado es mal olor. Catinga de negro.

      —¡Condenado!

      En aquella voz, tentación y súplica, como un pájaro sediento que llora por una gota de agua. José se tapa los oídos.

      — ¡Habla conmigo, condenado!

      Al principio, la voz de ella era suave. Después se irritó, y finalmente se volvió agresiva. Esta vez José se vio obligado a responder.

      —¿Qué quieres de mí, si nunca te vi?

      —¡Ah, condenado! Entonces veme.

      —¿Qué


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