El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane
son gemelos de los sacerdotes. Curiosos. Quieren saber todo lo que los demás hacen. En el consultorio. En el confesionario. Unos usan palabras para las enfermedades del alma y otros usan medicinas para las enfermedades del cuerpo.
—Háblame un poco de tu infancia.
—¿De mi infancia?
Maria retrocede en el tiempo y celebra la infancia. Del vientre materno fue la primogénita. Ella era el orgullo, el delirio, en los brazos de la madre. Era la flor, la fiesta en el corazón del padre, que la levantaba hacia lo alto, en el saludo a la luna, gritando triunfante a pleno pulmón: ¡eres mi hija, mi reina, alma de mi madre!
—Háblame de tu nacimiento.
—¿¡Ah?!
De los orígenes guarda las más dulces memorias. Dice que no es una negra cualquiera. No nació en el matorral ni en el cañaveral. Ni al gusto de la casualidad ni por accidente. Ella fue deseada, esperada, su nacimiento celebrado. Vino al mundo en las manos de una partera blanca, en el hospital de los blancos. Fue criada con leche, miel, besos y mucho cariño. Creció en cuna de oro y en cesta de encajes. Engendrada por un negro, criada por un padre blanco. Un día el padre negro partió, el padre blanco llegó, y la vida cambió.
—¿Y la casa de tu niñez?
—Ah, mi casa.
Recuerda la casa del padre negro. De forma cónica, como un hongo de los cuentos de Alicia en el País de las Maravillas. Árboles frondosos y un verde muy verde. Mosquitos. Comida en abundancia. Risas y sueños. Felicidad pura. La casa del padre blanco, muy bella. En el barrio de los blancos. Con ventanas anchas y vidrio oscuro. Y jardín con muchas flores. Electricidad. Muebles más altos que las personas, que a la noche se confundían con los fantasmas. Comida buena, y mucha tristeza.
—¿Y tu madre?
—¡Ah, mi madre!
Maria cuenta que ella era sorda. No oía los llantos de los niños ni los reclamos del mundo. Pero oía el tintinear de las monedas cayendo en el suelo a kilómetros de distancia. Oía el entrechocar de las pulseras y de los pendientes de oro que tintineaban en los brazos, en las orejas y en los tobillos. Y oía la orden de la propia mente. Era ciega. Veía su imagen en el espejo. Y nada más. Era muy bella su madre.
—¿Y tu padre?
—Tuve dos padres. El padre negro era un hombre de valor. Arrebató a la madre de los brazos de un blanco, en una batalla mortal. El hombre blanco era un hombre de envergadura. Recuperó a mi madre de los brazos de mi padre negro. Mi padre negro era muy alto y muy bello. Mi padre blanco era muy dulce y muy tierno, bajo y redondo, como un barril de vino tinto.
—¿Dos padres y una madre?
—Sí.
—¿Cómo fue posible?
Una historia trascendente. Con redes de seducción y de traición. Maria cuenta esa historia. Sin muchos detalles, porque ella no los conoce. Todo sucedió hace mucho, mucho tiempo. Mucho antes de que el padre durmiera con la madre para que ella naciera. Érase una vez.
El negro y el blanco amaban locamente a la misma mujer. Pusieron en el desafío nombres como honra, virilidad, para enmascarar la codicia, y ambos la disputaban como un trofeo. Ella es mi muchacha, mi prieta, decía el blanco, eternamente mía. El negro replicaba yo soy Adán y ella mi costilla generadora de la vida, será mi esposa, eternamente mía. Marcaron el duelo para una noche de luna, sin padrinos ni testigos. Antes del combate ambos juraron victoria, usando las mismas palabras: por esa negra mataré o moriré. Por esa negra viviré, venceré. Fue así. Lucharon. El blanco con puños de rabia y el negro con puños de hierro. Hicieron piruetas en el dorso de la tierra, en la danza de la muerte. Desalojando las hierbas de su nido. Revolcándose en los charcos de lodo, reduciéndose a nada, cumpliendo antiguas profecías. Eres barro y lodo. Del polvo vienes, al polvo volverás. Los dos en el suelo ganando el color del polvo y del barro, en un acto de regreso a los orígenes. Tal vez para nacer otra vez. En la primera generación éramos del color de la tierra: todos negros. Con el tiempo, las razas se modificaron: por el clima, por la comida, por las formas de vida, la humanidad se diversificó. Por eso hoy estamos aquí, en una ensalada de razas.
El combate se prolongó hasta el canto de los gallos. En los puñetazos del blanco, la ceguera del amor. En los puñetazos del negro, los celos, la rabia contra la raza de los marineros, el odio por la colonización, por la esclavitud, por el látigo de los capataces. La luna se detuvo para asistir al milagro de la noche. Un negro zurrando a un blanco en un duelo de amor. Inédito. Increíble. ¡Bravo! El nombre José dos Montes será registrado en la memo-ria de Zambézia como un productor de la Historia.
Cuando la madrugada llegó el blanco estaba molido como un puré de zanahoria. Cansados de tanta lucha, se sentaron lado a lado. Por amar a la misma mujer los dos hombres se hermanan, abrazándose como solo la fraternidad sabe abrazar. Susurrando uno al otro pala-bras cansadas. El blanco, aplastado de dolores, suspiraba: ¿puede un hombre conquistar el amor por la fuerza de los puños? Ah, Dios mío, ¿por qué me trajiste al Edén? ¿Por qué me pusiste delante de los ojos la fruta más apetitosa de la existencia, si ni la puedo agarrar?
Desde lo alto, la Estrella del Alba viene e ilumina sus mentes. Se miran. Reconocieron en ellos a dos miserables, cazadores de mariposas. Arriesgándose a matar y a morir por algo que ni se palpa. Se dieron las manos y sellaron un pacto, prometiendo guardar secreto sobre aquella lucha. No vale la pena tanta guerra. En las cosas del amor, todas las razas son iguales. Corazón negro, corazón blanco, la misma locura, la misma fantasía, y en las venas la misma sangre roja. ¿Por qué luchamos? ¿Por qué nos maltratamos tanto así?, se rendía el blanco. Quédate con ella, si quieres, pero no me mates. Dejemos que sea ella la que decida con quién se queda. Ella me escogerá a mí, argumentó el negro. Conozco aquella mariposa, mozo, dijo el blanco a manera de profecía. Es un insecto volador. Sangre de piraña. Puede escogerte hoy. ¿Por cuánto tiempo?
Las previsiones del blanco se concretizarían más tarde. Los dos se sucedieron alternadamente en el corazón y en el cuerpo de ella. Al blanco amante sucedió el negro como primer marido. A quien sucedió el blanco como segundo marido. Y de nuevo el negro como amigo, amante, marido, o cualquier cosa indefinida. Los dos amándola hasta el infinito. Por ella sufriendo hasta el abismo. De tan amada, ella terminó abandonada, cumpliendo el dicho popular: ¡quien de sentimientos mata, de sentimientos muere!
Al final de la lucha se apoyaron el uno en el otro y se levantaron como buenos enemigos, y caminaron a la pata coja, como gemelos siameses ligados por el amor.
Ambos sabían que la mujer de verdad es la que camina con las piernas cerradas. Guarda el amor en el cofre del pecho. Toma la mano de su hombre y lo apoya en la construcción del mundo. Sabían, lo sabían todo. Sabían también que eran víctimas de los poderes mágicos de una sirena negra. Y vivieron todo su camino como héroes en la danza del negro y del blanco.
—¡Qué historia, Maria!
—Fue así como todo sucedió, doctor. Fue así mismo.
—¡Interesante!
El médico esperaba oír una historia de amor que comienza con flores del jardín y acaba con espinas y tormentos, porque es en la pasión donde reside la locura de la mayoría de las mujeres. Esperaba oír historias de príncipes y princesas, de castillos y sueños. Pero se equivocó redondamente. Maria habla de las historias de otros, pero no de la suya. Comienza a interesarse por aquel relato. En la familia de la loca reside la raíz del problema.
—¿Cómo llegaste a este punto?
—¡Ah, doctorcito bondadoso!
La loca retrocede en el tiempo. Recuerda aquel atardecer de fin y de principio. De los brazos del hombre de su madre, que sería, a fin de cuentas, el hombre de su vida. De sus ojos nacen lágrimas que corren como dos caudales abundantes hasta las puertas de la eternidad. Era la gestación del Licungo y del Malema,11 ríos gemelos de caminos opuestos, hijos de los montes Namuli. Que encierran mitos sagrados de lo femenino y de lo masculino,